Imagen vía usuario de Flickr Marco Verch/CC By 2.0
Aun así, pese a nuestra inocencia, siempre podemos hacer algunas cosillas para evitar consumir más de lo que necesitamos mediante un simple ejercicio mental. Se trata de utilizar el cerebro de tal forma que podamos anular los impulsos consumistas de nuestro corazón. En muchos de estos casos se trata de, simplemente, aprender a gestionar el tiempo de otra forma, huyendo de la velocidad y el gasto inmediato y abrazando la calma y, más que la planificación, la trivialidad del devenir.
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Por ejemplo, en muchos casos el anhelo a recibir cierto servilismo nubla nuestra visión del ahorro. Muchas veces, las prestaciones nutritivas o de locomoción las cedemos a profesionales del sector, como restaurantes, taxistas o derivados. Si sumamos los gastos que generamos invirtiendo en comidas fuera de casa y taxis veremos que estamos tirando el dinero.Y no hace falta ser tan elitista, por ejemplo, en vez de comprarnos una tarjeta normal de metro o un pack de esos de mil viajes, podemos adquirir un abono de esos de jubilados que son mucho más baratos. A eso se le llama utilizar el cerebro. Si esto, moralmente, nos preocupa (claro, en el fondo es ilegal), podemos comprarnos una bici bien barata (joder, hay algunas de segunda mano que te costarán menos de veinte euros) y pedalear cada día hasta el curro. Y, como última —pero no menos digna— opción, están las piernas. Andar por la ciudad mirando pájaros, árboles y comercios familiares a punto de cerrar es mucho más revelador que limitarse a entrar en un tren que va por debajo del suelo. Caminar despreocupadamente durante una hora mientras llegamos tarde al curro, porque da igual, el mundo no va a estallar si esa reunión de las nueve de la mañana se mueve a las diez y media de la mañana. Incluso el mundo será un lugar mucho mejor si esa maldita reunión no se realiza.
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