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Ser impaciente te está arruinando

Llega el día cinco de cada mes y ya no tenemos ni un duro.
carrito de la compra en un supermercado
Imagen vía usuario de Flickr Marco Verch/CC By 2.0
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Llega el día cinco de cada mes y ya no tenemos ni un duro. No sabemos exactamente cómo lo hemos hecho pero ya no podemos ni comprar una botella de Gin Giró para llevar al cumpleaños de nuestra pareja quien nos dijo que, sobre todo, aunque no le regaláramos nada, que al menos te trajéramos nuestro propio alcohol para bebérnoslo nosotros y no estar vaciando botellas ajenas.

Vale, los alquileres apestan por lo que se nos va medio sueldo pagando un cuchitril. Luego, cuando nos cobran la factura de la luz nos entran ganas de salir a la calle y romper cajeros de entidades bancarias. La culpa es del sistema, tranquilos, no pasa nada. Nosotros no hemos cometido ningún error, incluso cuando sabemos que nos hemos gastado 300 euros con reediciones en vinilo de música ambient japonesa y vemos que la última semana del mes ya no tenemos ni para arroz, tenemos claro que no es nuestra culpa. El capitalismo nos ha convertido en esto, nos amamanta con la idea del consumo y del deseo del consumo.

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Aun así, pese a nuestra inocencia, siempre podemos hacer algunas cosillas para evitar consumir más de lo que necesitamos mediante un simple ejercicio mental. Se trata de utilizar el cerebro de tal forma que podamos anular los impulsos consumistas de nuestro corazón. En muchos de estos casos se trata de, simplemente, aprender a gestionar el tiempo de otra forma, huyendo de la velocidad y el gasto inmediato y abrazando la calma y, más que la planificación, la trivialidad del devenir.


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Por ejemplo, en muchos casos el anhelo a recibir cierto servilismo nubla nuestra visión del ahorro. Muchas veces, las prestaciones nutritivas o de locomoción las cedemos a profesionales del sector, como restaurantes, taxistas o derivados. Si sumamos los gastos que generamos invirtiendo en comidas fuera de casa y taxis veremos que estamos tirando el dinero.

Y no hace falta ser tan elitista, por ejemplo, en vez de comprarnos una tarjeta normal de metro o un pack de esos de mil viajes, podemos adquirir un abono de esos de jubilados que son mucho más baratos. A eso se le llama utilizar el cerebro. Si esto, moralmente, nos preocupa (claro, en el fondo es ilegal), podemos comprarnos una bici bien barata (joder, hay algunas de segunda mano que te costarán menos de veinte euros) y pedalear cada día hasta el curro. Y, como última —pero no menos digna— opción, están las piernas. Andar por la ciudad mirando pájaros, árboles y comercios familiares a punto de cerrar es mucho más revelador que limitarse a entrar en un tren que va por debajo del suelo. Caminar despreocupadamente durante una hora mientras llegamos tarde al curro, porque da igual, el mundo no va a estallar si esa reunión de las nueve de la mañana se mueve a las diez y media de la mañana. Incluso el mundo será un lugar mucho mejor si esa maldita reunión no se realiza.

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Y esas noches. Ya sabéis de qué noches estoy hablando. Esas noches que terminamos a las tantas y el metro está ya cerrado y nos arrastramos temblorosos hacia un taxi y le pedimos que, por favor, nos lleve a casa a cambio de veinte euros. ERROR. Una ciudad cosmopolita del mundo moderno civilizado siempre proporcionará a sus ciudadanos la posibilidad de volver a casa sin tener que andar. Existen autobuses, mucho más baratos que un taxi, que pueden movernos cerca de nuestra cama. Luego también podemos andar, pues habernos liado hasta las tantas ha sido nuestra responsabilidad y deberíamos apechugar con las consecuencias, saber que cierta diversión y exceso conlleva cierto sacrificio.

Luego está bien eso de darte un capricho y salir a comer fuera un viernes o sábado pero, joder, eso de la pereza y pedir comida a domicilio o bajar a comer cualquier cosa debe terminar ya. No cuesta tanto activarse un poco y cocinar cualquier cosa. Económicamente supone un ahorro salvaje (a menos que salgas a comer basura de dos euros) y encima aprenderemos a cocinar algo más que, simplemente, pasta con salsa de tomate.

Pensad también si realmente necesitáis esa tele gigante que ocupará la mitad de vuestro comedor, de hecho nos pasamos las tardes y noches mirando mierdas en la pantalla del móvil. Luego también está el gimnasio, ¿realmente hace falta cuando podemos saltar y levantar piedras gratis en un parque? En el súper, relajémonos, no caigamos presos de las mieles de las estanterías, con sus colores, formas y ofertas celestiales. Tomémonos nuestro tiempo al recorrer los pasillos y, simplemente, sigamos la norma de la cantidad: compra las cosas que contengan más litros o kilogramos, el exceso siempre significa ahorro y, por supuesto, siempre marcas blancas. Enormes sacos de arroz o legumbres te liberarán de las presiones económicas y te durarán una eternidad. ¿El agua? De grifo, por supuesto.

Y, lo más importante, salir de fiesta supone gastarse un pastizal. Limitémonos a beber en casa y organizar fiestas interminables en las que la gente tenga que traer infinita comida y bebida y al final se larguen dejando un exceso de viandas y bebercio. En vez de perder dinero, lo estaremos ganando.

Al final, solo debemos sentarnos un rato y pensar un poco en todas las tonterías que hacemos a la hora de consumir, todo eso de sucumbir a las inercias de las necesidades innecesarias. Pensad que siempre hay un camino más barato para todo. Pero insisto, tampoco es culpa nuestra que nos veamos obligados a ahorrar de esta forma, aunque empezar a prescindir de las mecánicas consumistas siempre es algo positivo para generar una sociedad menos demencial.