Patricia Gualinga líder indígena Amazonas
Patricia Gualinga. Foto por el autor del texto.
Viajes

Sarayaku o el origen de una resistencia

Junto a la líder ambiental indígena Patricia Gualinga viajé a una comunidad en el Amazonas que resuelve los problemas tomando chicha, pero que reacciona cuando le quitan lo que es suyo.

Reportaje presentado por Amnistía Internacional.

Esta es una historia de la relación del humano con el mundo en momentos de crisis. Un relato que transcurre entre amigos nuevos, cálidas bienvenidas y despedidas; y exuberantes escenarios naturales que se revelan puros en compañía de quienes los habitan. Es también una historia de oportunidades, de pequeños actos de valor de personas sin pretensiones de contar cuentos grandiosos pero que tienen voces que, de una u otra manera, conciernen a toda América Latina. Sus protagonistas la cuentan con la confianza de que llegará a quienes están dispuestos a escucharla. Esta es la historia de Sarayaku, una comunidad Kichwa asentada en las riberas del Río Bobonaza en la provincia ecuatoriana de Pastaza. Es ahí donde parte este relato con conexiones con todas las comunidades del Ecuador y de la región que las contiene, una Latinoamérica en contradicción que intenta luchar por proteger la riqueza natural colectiva de millones pero que está cuidada por un pequeño grupo de personas en la Amazonía, entre ellas, Patricia Gualinga y las Mujeres Amazónicas.

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Conocí a Patricia en Quito durante la marcha del 8-M organizada por el activismo femenino local. Ella se había desplazado a la capital con un grupo de mujeres de la Amazonía para hacer  presencia como colectivo defensor de la naturaleza y férreo crítico del extractivismo. En la marcha desfilaron también  algunas de sus familiares; entre ellas, Helena Siren Gualinga, una chica de 18 años a quien la prensa extranjera ha destacado como una voz global del cambio climático y la defensa de los derechos humanos.

Tras la marcha, Patricia me recibió en un hotel de la capital con un suave apretón de manos. Me contó  que sus viajes a Quito eran puntuales pero que este tenía un significado especial, pues el día siguiente las autoridades judiciales ecuatorianas la recibirían a ella y a varias mujeres de la Amazonía en la sede de la Fiscalía General del Estado con apoyo de Amnistía Internacional. “Mañana en la Fiscalía nos jugaremos una carta más en nuestra lucha contra los intereses económicos que siguen buscando la destrucción de nuestros territorios y el amedrentamiento de quienes defendemos lo que es de todos”, me dijo. Estábamos  a punto de emprender juntos un viaje hacia una región de Ecuador con mucho que contar, pero antes terminaría acompañándola a reclamar justicia.

2.

A las nueve de la mañana del lunes 9 de marzo es claro que no es un día normal en las afueras de la Fiscalía General del Estado. El movimiento es atípico a medida que llegan los colectivos de mujeres de varias comunidades, encabezadas por las Mujeres Amazónicas. Poco a poco se acercan miembros de la prensa local. No faltan medios regionales y mundiales, como Telesur o la Agencia EFE. El acto tiene un peso simbólico especial. Con el apoyo de Amnistía Internacional, las Mujeres Amazónicas entregarán a la Fiscalía una petición con más de 250.000 firmas recolectadas en distintos lugares del mundo. La intención es presionar a las autoridades para que diligencien y apuren las investigaciones sobre las amenazas de muerte y ataques que han sufrido miembros del colectivo, como Patricia, Salomé Aranda o Margoth Escobar, por sus actividades de defensa de pueblos y territorios indígenas. Las firmas van acompañadas de cartas de varias personas, algunos niños, dirigidas a la Fiscal General de la nación, y apelan a la sensibilidad humana como herramienta de transformación para el esclarecimiento de los hechos ocurridos. “La Amazonía significa todo para nuestras vidas” y “Las mujeres amazónicas tienen el derecho de expresar sus preocupaciones sin miedos” son algunos de los pasajes de las cartas que serán entregadas de manos de Patricia.

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Mujeres Amazónicas Quito Ecuador

Cuando Patricia habla de las amenazas, su cara se mantiene con la limitada expresión que la caracteriza. Se toma su tiempo para ordenar sus recuerdos de esa madrugada de enero de 2018 en la que un desconocido atacó su vivienda en el Puyo, mientras dormía con su esposo. Patricia me lo cuenta así: “Tras pasar las fiestas de fin de año en Sarayaku, volví a mi casa del Puyo para descansar. Lloviznaba ligeramente y mientras dormía, oí un estruendo en mi habitación. Eran los vidrios de la ventana cayendo y destrozándose en el piso. Me incorporé gritando y con vidrios en las cobijas (…) Tras el shock me asomé a la ventana y vi un hombre alto y atlético, muy tranquilo, que me gritó: ‘¡Hija de puta, la próxima vez te matamos, esta vez te dejamos así’”.

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Ocho días después, Patricia tenía a la policía encima tratando de asegurarle protección. Su perfil público hizo que varias organizaciones de derechos humanos se pronunciaran y empezaron a presionar a la Fiscalía. Pero el efecto fue prácticamente nulo, incluso desalentador, pues en septiembre del mismo año la casa de Margoth Escobar (sede no oficial de las Mujeres Amazónicas) fue incendiada intencionalmente y el caso aún no se ha esclarecido. Ya en los casos de Salomé Aranda y Nema Grefa, Mujeres Amazónicas que habitan en los bloques 10 y 79 respectivamente, explotados por Agip y Andes Petroleum (la empresa anunció su retirada el año pasado), las amenazas de muerte “a punta de lanza” son la normalidad. “Esos actos de violencia nos convocan hoy aquí, en la Fiscalía, para pedir justicia”, dice Patricia. Pero este incidente que congregó al colectivo en Quito tiene sus orígenes años antes, cuando Patricia empezó a surgir como una figura del activismo desde su natal Sarayaku.

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3.

El viaje desde la capital hacia Sarayaku es una travesía matizada por grandes cambios topográficos y climáticos. El camino recorre la Sierra Central hacia el sur desde Quito para descender a la Amazonía por la ciudad de Baños, uno de los destinos turísticos más populares del Ecuador. Desde esa ciudad se emprende el camino a Puyo, capital de Pastaza y centro logístico y comercial de la provincia. Ahí me vuelvo a encontrar con Patricia tras acordar que nuestro traslado a Sarayaku lo haríamos en avioneta desde Shell, una comunidad cercana fundada por encargo de la petrolera anglo-holandesa Royal Dutch Shell Company como base para operaciones de explotación petrolera.

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Para el viajero que se dirije a Sarayaku el dilema es simple y a la vez complejo. El traslado en avioneta toma 25 minutos frente a las cinco  horas que se demora en promedio una canoa río abajo por el Bobonaza. Sin embargo, los traslados aéreos son una ruleta rusa. La inestabilidad del clima y los  escasos protocolos y regulación, entre otras razones, han provocado la caída de aeronaves en la ruta en más de una ocasión. El más reciente accidente ocurrió en febrero de 2020, cuando una avioneta Cessna 200 de la compañía Aero Kashurko con seis pasajeros abordo se estrelló en la selva tras despegar. En el accidente, el primo de Patricia y piloto de la nave, Israel Viteri, murió junto al resto de tripulantes, incluida una menor de edad. El miércoles 11 de marzo nos trasladamos en una avioneta de Aero Sarayaku, entidad administrada por la comunidad y que tiene un buen récord de seguridad. “¿Te asusta hacer estos viajes aéreos regularmente?”, le pregunto a Patricia mientras volamos. “Un poco sí, pero no queda más que confiar y encomendarse”, responde y se santigua. No le creo mucho, Patricia está acostumbrada al aire. Solo en los últimos 12 meses su trabajo la ha movilizado a Italia, España, Estados Unidos, Alemania, Chile, Austria, Suiza y Bélgica. Ahora corresponde Sarayaku, que poco a poco se ve desde la ventana de la nave.

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Sarayaku es una comunidad Kichwa de 1.350 personas, que incluye 350 niños entre 1 y 17 años. Su nombre significa “Río de Maíz” y se la conoce como El Pueblo del Medio Día. En la plaza central me encuentro con Néstor Gualinga, su vicepresidente, quien no demora en transmitirme el conocimiento básico para los recién llegados. “Sarayaku empezó a organizarse políticamente en los años setenta cuando llegaron los primeros misioneros católicos”, cuenta mientras algunas mujeres preparan el almuerzo del día al que han invitado a algunas doctoras del Ministerio de Salud Pública del Ecuador que ofrecen los cuidados médicos a la población. Sarayaku está dividida en siete comunidades conectadas por las canoas que circulan por el río y por una red de senderos resbaladizos. Transitarlos invita a admirar la relajante ausencia de ruido citadino. A lo largo de los caminos están los caseríos, las chacras, las hamacas, los frutos, los animales… El cliché se cumple: la vida pasa lenta y los apuros irracionales son desconocidos. “Mira hacia allá”, me dice Patricia. “Es un árbol wituk, de ahí sacamos la tintura que usamos en el cabello y rostro como símbolo de belleza, alegría o incluso preparación para el conflicto”.

La comunidad cuenta con un consejo de gobierno que sesiona en la Asamblea donde se debaten la organización de trabajo, nuevos proyectos o linderos territoriales ancestrales, entre otros temas. De las decisiones políticas del consejo depende el manejo de su propia agencia de turismo, apoyada por la actividad de Aero Sarayaku. “Logramos establecer el vínculo aéreo con la aerolínea gracias a la indemnización que recibimos del Estado en 2013”, dice Néstor. Y continúa. “En realidad, el pueblo Sarayaku está repartido en siete distintas comunidades que ocupan un territorio de 135.000 hectáreas de selva virgen, un área algo más pequeña que la que ocupa Ciudad de México”.

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En Sarayaku la llegada de Patricia es noticia local, pues para la comunidad su trabajo y el de sus predecesores ha marcado hitos seminales en la relación del Estado ecuatoriano con las comunidades amazónicas. En 1996, el país dio en concesión parte del territorio Sarayaku a la petrolera argentina CGC para explotar el proyecto Bloque 23 sin informar, consultar u obtener el consentimiento del pueblo. En el 2002, la compañía ingresó al territorio por la fuerza con la escolta de soldados para realizar perforaciones en la selva y plantar explosivos para la exploración sísmica hidrocarburífera.

“El episodio me marcó a mí personalmente y al pueblo de Sarayaku”, dice Patricia. Una marcha de 200 personas que salió de la comunidad hacia Quito para luchar fue salvajemente atacada por miembros de comunidades aledañas en contubernio con la petrolera. Hombres vestidos con uniformes de la empresa estuvieron involucrados y nunca fueron juzgados. La justicia nunca los pudo identificar, o no quiso hacerlo. “En la marcha había mujeres con niños que fueron amenazadas mientras las vías del recorrido fueron bloqueadas. Por suerte, no hubo muertos pero tuvimos que hacer más de 10 viajes en avioneta para dar atención a los heridos”.

En el mismo 2002 la comunidad acudió al Sistema Interamericano de Derechos Humanos con su reclamo. La acción dio resultado: ese mismo año la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) concedió medidas cautelares a Sarayaku y subsecuentemente la Corte Interamericana dictó medidas provisionales a favor del pueblo, incluyendo la disposición de que el Estado retire los explosivos instalados por la petrolera. En medio de la lucha, Patricia subió, casi sin darse cuenta, en la plataforma de reclamo y reivindicaciones que la sostiene hasta ahora.

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4.

Sarayaku es el hogar natural de Patricia, el lugar donde nació hace 50 años y donde pasó su infancia y adolescencia. Al acabar la primaria su vida dio un giro brusco. “Al terminarla viajé a Quito para estudiar en los Sagrados Corazones de Rumipamba en horario vespertino por intervención de un profesor. Yo era pequeña de estatura y ni sabía usar bien los cubiertos. El cambio fue fuerte, la altura me afectaba y cuando comía algo, vomitaba. Lo peor era ver a mi familia apenas 15 días en vacaciones”, dice. En sus palabras, quería ser alguien más. “Tenía claro es que no quería quedarme en Sarayaku haciendo chicha y cerámica, o casándome y llenándome de hijos. Quería aprender cosas nuevas y conocer otra cultura y estar en Quito tres años fue el costo”.

La historia personal de Patricia es también la historia de su gente y de su “comunidad risueña”, como ella caracteriza al pueblo. “Sí, somos tranquilos, conservadores (…) resolvemos los problemas tomando chicha, pero reaccionamos cuando nos tocan lo que es nuestro”, dice. Su afán por no tomar protagonismo consciente se nota cuando habla de la comunidad, de lo que realmente les importa y especialmente sobre el trabajo que han logrado realizar en clave femenina, entre hermanas, sobrinas, hijas, vecinas y amigas de la comunidad y de otras nacionalidades indígenas de la Amazonía.

“Soy mujer y soy una indígena que dice las cosas como son, la verdad no sé decirte con certeza qué es ser una lideresa, soy lo que soy”, me dice cuando le pregunto sobre las intersecciones de su trabajo de activismo y el movimiento de mujeres en Ecuador, plataforma que ahora aglutina diversos colectivos de defensa y reclamo por situaciones de opresión y violencia de género. “Hay reivindicaciones muy propias desde lo femenino que hacen mujeres en el activismo urbano con las que compaginamos (…) ahora, hay matices culturales, pues las Mujeres Amazónicas, mientras compartimos anhelos de transformación y anulación del maltrato intrafamiliar, vivimos situaciones de violencia y muerte asociadas a temas de extractivismo que en la ciudad no se topan”. La apreciación de Patricia resuena ahora con más fuerza que nunca, pues el recuerdo de casos como el asesinato de la activista ambiental indígena Berta Cáceres en Honduras en 2016 por su trabajo en derechos humanos vinculados con el ambiente sigue instigando miedos y revelando la fragilidad de los sistemas de justicia latinoamericanos. De igual manera, el reciente asesinato de la mexicana Paulina Gómez Palacio Escudero, guardiana del territorio sagrado de Wirikuta, es un mazazo más a la esperanza de que este tipo de crímenes asociados con la defensa de los territorios y la naturaleza se erradique en la región.

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La extrema peligrosidad ya no tiene contrapunto alguno. “Esto es una tendencia clara —dice Daniel Noroña, consultor experto en temas ambientales con base en Washington DC— donde Amnistía Internacional, Global Witness, Amazon Frontlines y el Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, entre otros, coinciden en unanimidad: ser activista por el ambiente y los derechos humanos es una de las profesiones más peligrosas en Latinoamérica”. Y sigue. “Lo que está pasando con Patricia Gualinga y otras mujeres en la Amazonía es un ejemplo más de una inacción sistemática por parte de los Estados, ya sea por omisión o por instigación”.

5.

Patricia, cuéntame sobre las mujeres de tu familia. La pregunta tiene una intencionalidad clara de mi parte ya que en su familia la sangre activista es intergeneracional. “Soy tía, soy tía abuela, soy hermana (…) nunca tuve hijos pero mi familia es numerosa, pues somos seis hermanos con quienes tengo buenas relaciones”. Uno de ellos es Gerardo Gualinga, pieza clave para la sostenibilidad turística de Sarayaku. Gerardo maneja la casa de invitados de la comunidad, que recibe a turistas que buscan experimentar un poco de naturaleza virgen. Otro hermano, Eriberto, es el autor del documental Los descendientes del Jaguar, una narración sobre la lucha de Sarayaku para buscar justicia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos que en 2012 ganó en la categoría Mejor Documental del festival All Roads Films de la National Geographic.

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En su unidad familiar hay dos figuras femeninas que han emergido como voces reconocidas en el activismo internacional en favor de los derechos territoriales indígenas y de la naturaleza. Nina y Helena Siren Gualinga, sobrinas de Patricia de padre sueco y madre kichwa, viven en Suecia y Finlandia respectivamente. Desde ahí se mueven hacia los caseríos de Sarayaku, en los salones de la COP 25 en Madrid o en las narrativas periodísticas del medio británico The Guardian, conectando con una comunidad internacional que ha logrado escuchar el mensaje de Sarakayu gracias a su alcance, su dominio de idiomas y su presencia digital instantánea.

Converso con Nina a la distancia desde su casa en la ciudad sueca de Lund, donde vive con su hijo de tres años. “Toda mi familia ha sido siempre involucrada en derechos indígenas y territoriales en contra de la explotación petrolera (…) Mi tía ha sido fuente de inspiración muy grande en mi activismo, la admiro mucho. De ella aprendí a ser siempre correcta y justa”. Para Daniel Noroña, la participación de ellas en foros y encuentros internacionales de peso han amplificado la voz de la comunidad. “En la COP 25 conversé con ellas y con otras personas que se mueven en circunstancias similares (…) Son un nuevo grupo que en sus mensajes ya no solo hablan de cuestiones directamente relacionadas con extractivismo, también hablan sobre modelos de desarrollo o derechos culturales. Es una narrativa más amplia”.

6.

Mi visita a Sarakayu con Patricia va llegando a su fin y en la casa de huéspedes de la comunidad, donde pasamos la noche, arreglamos nuestras cosas antes de emprender el regreso a Quito. Su mirada con poco pestañeo y su limitada expresión se han relajado un poco tras las conversaciones que hemos tenido desde aquel día en las afueras de la Fiscalía General. Siento que me he ganado su confianza. Para volver al Puyo el dilema sobre el transporte vuelve a surgir, pero esta vez no hay opción: debemos navegar el Bobonaza río arriba en un trayecto que normalmente toma cinco horas, dependiendo de la fuerza del caudal. “Vuelves conmigo en la balsa”, me dice Patricia, que se quedará en el Puyo. La suerte nos acompaña y hacemos el viaje de regreso en la mitad del tiempo normal. La despedida la hacemos en la sala de la casa de sus padres el jueves 12 de marzo, día en que las noticias sobre la expansión del Covid-19 en el Ecuador son cada vez más frecuentes y atemorizantes. Cuatro días después, Ecuador entraría en cuarentena.

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No todas las historias son perfectas y me doy cuenta de ello apenas llego a Quito. Horas después de nuestro regreso en balsa estallan los reportes noticiosos sobre una crecida absurdamente inusual del río que elevó su cauce 15 metros e inundó cinco de las siete comunidades de Sarayaku llevándose por delante caseríos, escuelas, centros sociales, el puente y la pista de aterrizaje. Poco se salvó de la fuerza del agua. Paciente, Patricia me manda un recado para contarme lo ocurrido. De alguna manera, su aspecto serio y poco expresivo ha vuelto, lo siento en el escueto mensaje de la noticia. Es difícil imaginarse tanta pérdida en un lugar que ha luchado años por ganarse todo lo que tiene.

Amnistía Internacional es un movimiento global de más de 7 millones de personas que realiza labores de investigación, campañas e incidencia para la promoción y defensa de los derechos humanos en más de 160 países, independiente de cualquier gobierno, ideología política, interés económico y religión. Para unirte al movimiento, visita https://www.amnesty.org/es/get-involved/