Cabalgando por el pueblo en una peda de tradición

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¿Nos extrañaron?

Cabalgando por el pueblo en una peda de tradición

Cada año, en Todos Santos Cuchumatán, Guatemala, los habitantes mayas organizan el equivalente a una fiesta de la cosecha.

Cada año, en Todos Santos Cuchumatán, Guatemala, los habitantes mayas organizan el equivalente a una fiesta de la cosecha. Solo que esta no es la típica fiesta de la cosecha: las fiestas de la cosecha no suelen incluir carreras de caballos con jinetes beodos en las que los lugareños lloran, sangran, vomitan y se caen de borrachos por las calles. No suelen terminar con hombros dislocados ni con clavículas rotas, tampoco con personas muertas bajo los cascos de un caballo. En cambio, así es como suceden las cosas en Todos Santos. Las mujeres del lugar dicen que la muerte de un jinete es propicia para la cosecha del año siguiente.

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El pasado octubre volé de Nueva York a Guatemala, decidido a llegar a Todos Santos a tiempo para beber y participar en la carrera con los locales. Mi preparación para el viaje incluyó nada menos que una lección de equitación en Prospect Park, en Brooklyn.

La fiesta, conocida por la gente del lugar como Skach Koyl, celebra a un oscuro héroe en la historia del pueblo. Al inicio del 1500, los conquistadores españoles arrasaron por Guatemala, masacrando o esclavizando a los mayas que encontraban a su paso. Los conquistadores usaban espadas y vestían cotas de malla; los mayas ni siquiera tenían ruedas en sus carretas. Morían a toda prisa, ya fuera a manos de los conquistadores o por las enfermedades importadas de España.

El autor, derecha, ajuareado con la vestimenta tradicional del jinete, se prepara para cabalgar con sus nuevos compas.

Alrededor de 1525, cuando los conquistadores llegaron finalmente a Todos Santos, tenían pensado hacer lo mismo que habían hecho antes con todos los otros pueblos mayas. Pero en esta ocasión, cuenta la leyenda, un valiente se alzó en contra de los colonialistas. Robó uno de sus valiosos caballos y galopó a toda velocidad por las calles enlodadas del pueblo hasta que fue atrapado y asesinado. Cada año desde su muerte, el primero de noviembre, los habitantes honran la memoria de este ladrón de caballos sin nombre. Beben y galopan y a veces mueren: pero mueren en libertad, como él.

Todos Santos, ubicada a 2,438 metros de altura en las montañas, está a tan solo 160 kilómetros de Ciudad de Guatemala, pero el viaje puede durar hasta un día entero dependiendo del medio de transporte. Es posible rentar un coche y manejar, pero buena suerte si intentas descifrar las señales en el camino: no hay ninguna. Puedes perder horas intentando orientarte en las calles de Huehuetenango, el pueblo al pie de la Sierra de los Chuchumatanes. Las instrucciones para salir de Huehue parecen la combinación de botones que hay que apachurrar en un Game Boy Advance: izquierda, derecha, derecha, izquierda de nuevo, derecha otra vez, y así.

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El 31 de octubre, en las afueras de Ciudad de Guatemala, pagué algunas docenas de quetzales —menos de cien pesos— para apretujarme en un autobús, lleno de lugareños sonrientes. Llevaban gallinas en las piernas e iban al norte. Estos polleros, como los conocen los locales, son camiones escolares traídos de Estados Unidos. La pintura original amarilla ha cedido su lugar a obras color pastel y fosforescente. Parecen el transporte que Ken Kesey y sus Alegres Bromistas habrían utilizado si nunca hubieran regresado de México en la década de los 60.

Un niño que conocí en Ciudad de Guatemala me dio un consejo: busca los autobuses con rines más cromados. Si el dueño podía pagar tal brillo, dijo el niño, entonces seguro también le alcanzaba para pagar por unos buenos frenos.

Los habitantes se reúnen junto a la pista de tierra durante la fiesta anual de Skach Koyl. Ya que el evento incluye una gran cantidad de alcohol, la carrera pone a prueba la resistencia más que la velocidad. Lo que tratan de hacer los jinetes es no caerse de sus montas.

El autobús solo me llevó hasta Huehue, porque los últimos 25 kilómetros de caminos serpenteantes hacia Todos Santos eran demasiado remotos y peligrosos para muchos de los choferes. Detuve a una camioneta, le pasé unos quetzales al conductor y estuve unas cuantas horas con el coxis rebotando contra la caja oxidada de la pick-up, intentando no mirar hacia el desfiladero de más de 100 metros de profundidad.

Me dejó en el centro del pueblo, que consiste en una serie de edificios bajos hechos con piedras pintadas y fachadas planas, así como una plaza modesta. Los habitantes del pueblo estaban vestidos con el mismo atuendo básico –los hombres usaban camisas azul con blanco con cuellos bordados y pantalones a rayas rojas; las mujeres lucían conservadores vestidos azul oscuro. De los balcones en los segundos pisos se asomaban niños pequeños disfrazados de versiones miniatura de los hombres, y cuando pasaba junto a ellos, me susurraban "buenas". Sentía como si hubiera viajado en el tiempo, al pasado distante de Todos Santos, salvo por los hombres con botas industriales que cargaban vasos de plástico con Quezalteca, un licor de caña guatemalteco que sabe a aguardiente rebajado.

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En Todos Santos viven alrededor de 3,000 personas a lo largo del año, pastoreando ganado o administrando tienditas o cosechando papas, café y maíz en las laderas; sin embargo durante Skach Koyl, su población crece. Aunque hay algunos visitantes de otros países y de otras regiones de Guatemala, la mayoría son hombres que crecieron en Todos Santos y que ahora, a los 20 o 30 años, mantienen a sus familias y trabajan en Estados Unidos. Son ellos quienes cabalgan, ya que la mayoría de los residentes del pueblo son demasiado pobres para costear un caballo. Estos expatriados mantienen viva la tradición, pagan por la comida, el licor y la renta de los caballos, aunque pasan la mayor parte del año trabajando para contratistas estadounidenses en Grand Rapids, Michigan o en Stockton, California.

Gildardo Ranferi Ramírez Mendoza, de 28 años, ha cabalgado desde los 14. Regresa de Stockton cada año para la fiesta, y me corrigió cuando le pregunté acerca de mudarse de Guatemala.

"No me mudé", me dijo. "Me fui a California a hacer dinero pero mi cultura está en Todos Santos".

Esa noche, la plaza de tierra junto a la casa de los Mendoza se llenó de gente bebiendo y bailando al son de unos marimberos. Los otros jinetes me jalaron para que me uniera a su baile, el paso era un ir y venir que remedaba el trote de un caballo. Me corrieron un cantidad desconocida de shots de Quezalteca. Orgullosos de compartir su cultura conmigo, me dijeron que yo era un valiente por querer cabalgar con ellos, y aunque "esperaban que no hubiera ni accidentes ni muertos", me recordaron que las muertes eran buenas para la cosecha. Todos me repetían eso.

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A la mañana siguiente, después de haber estado bebiendo toda la noche, nos echamos el último trago y nos preparamos para cabalgar. Me vistieron con el atuendo tradicional de Todos Santos y para rematar me pusieron un sombrero con una pluma y lo ataron a mi barbilla con un listón para que no lo perdiera al montar. Algunas mujeres mayores nos escupieron buches de aguardiente encima, balbucearon bendiciones y rezos para que si alguien moría no fuera de su familia. Me senté en mi caballo, mientras pensaba que acudir al hospital más cercano tomaría un día entero en un camión desvencijado y entonces deseé que tampoco fuera yo el accidentado.

Todos Santos se ubica en la Sierra de los Cuchumatanes, la cordillera no volcánica más alta de Centroamérica.

La carrera ya había comenzado para cuando llegué a la línea de salida. La adrenalina me había bajado la borrachera un poco, pero la gente del lugar me seguía pasando shots a pesar de estar ya montado en el caballo. Miré a los jinetes galopar en grupos de cinco a ocho, de ida y vuelta en un pedazo de camino de aproximadamente un kilómetro, mientras los espectadores los vitoreaban detrás de unas rejas de madera. En realidad no se trataba tanto de una carrera: era más bien una prueba de resistencia. Nadie registraba qué caballo llegaba al final de la pista primero. El ganador era quien más aguantara encima del caballo.

Alguien desde el piso dio un golpe a mi caballo para lanzarlo al galope; había comenzado. Llegué al otro lado de la pista en segundos. "En chinga", gritó otro de los jinetes, y me hizo un saludo con la mano. Parpadeé y asentí porque no podía hacer que mis manos soltaran el pomo y saludaran de vuelta. Y entonces mi caballo se largó a correr de nuevo.

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El jinete que me saludó y yo íbamos parejos hasta la mitad de la pista cuando él se cayó de espaldas. Voy ganando, pensé, pero luego me di cuenta de que los demás jinetes se habían detenido. Mi caballo corrió a todo galope hasta donde estaba el otro grupo que esperaba para correr y no se detuvo hasta golpear una valla de las que separaba al público de la pista. Salí volando por encima de su cabeza y caí entre el gentío. Me di un golpe seco contra la tierra seca. Me pelé los nudillos casi hasta el hueso. Una viejecilla apartó a los mirones, tomó mi mano herida y le vació una botella de Quezalteca a las cortadas. Luego señaló en dirección de mi caballo. "En chinga", dijo de nuevo el jinete desde su montura. Me volví a subir para dar una vuelta más.

Los atuendos de los jinetes incluyen listones y plumas. No se cambian de ropa hasta que la fiesta termina, varios días después.

Atardecía cuando las carreras terminaron. Nadie había muerto, aunque a algunos les fue peor que a mí. Para celebrar el fin de un año más de carreras, algunos de los hombres degollaron varias gallinas vivas y galoparon hacia sus casas, salpicando de sangre todo el camino. Los marimberos volvieron a tocar y bebimos de nuevo hasta que me olvidé de mi mano ensangrentada.

El amanecer del día siguiente, el 2 de noviembre, dio la bienvenida al Día de Muertos en Todos Santos: un último maratón de bebedera y baile. Subimos la marimba a una camioneta y la llevamos al cementerio para celebrar entre los parientes fallecidos de los habitantes del pueblo.

Los habitantes de Todos Santos cargan con el dolor de un pueblo masacrado sistemáticamente. Incluso las ropas que usan a diario sirven de recuerdo de los muertos. El rojo de los pantalones simboliza la sangre derramada por sus ancestros; el azul y el blanco de sus camisas representa a los espíritus del cielo.

El recuerdo de sus seres queridos está especialmente presente durante Skach Koyl. Algunos años, cuando muere algún jinete durante la carrera, el luto casi puede palparse. Pero después de siglos de asesinatos a manos de los conquistadores, morir borracho y libre montando a caballo quizá no sea la peor forma de morir. Por lo menos, en algo ayudará para las cosechas del año entrante.