FYI.

This story is over 5 years old.

gran premio de méxico

Ricardo Rodríguez y el día que murió toda una generación en el Gran Premio de México

Con la súbita muerte del piloto mexicano en una práctica en el Autodromo que ahora lleva su nombre, toda una generación de aficionados perdieron la inocencia
Wikimedia Commons

El cuerpo de Ricardo Rodríguez yacía inerte al lado de la pista a varios metros de su Lotus. Su hermano Pedro, también piloto, y que había llegado corriendo desde al área de los fosos, se repartía entre el llanto y la furia contra los fotógrafos que intentaban retratar la escena. Ahí, en la Curva Peraltada, el Gran Premio de México había reclamado su primera vida: la del más talentoso de los pilotos mexicanos.

Publicidad

El 1 de noviembre de 1962, Ricardo Rodríguez, el primer piloto mexicano en la Fórmula 1, murió en el primer día de prácticas del primer Gran Premio de México. En un día para celebrar muchas primeras cosas, la historia inicial de México en la máxima categoría colisionó a 180 kilómetros por hora en la Peraltada.

Solo habían transcurrido ocho meses desde que Ricardo apareciera en la portada de Sports Illustrated, el primer mexicano en recibir ese honor. "El joven bólido de México", cabeceaba la revista acompañando al rostro fresco y juvenil, lampiño. La sonrisa divertida, ajena a su destino.

Y es que Ricardo fue un niño precoz, un niño prodigio. En 1960, con 18 años de edad se convirtió en el piloto más joven de la historia en subirse al podio en las 24 Horas de Le Mans manejando un Ferrari Testa Rossa 59.

Ante el ímpetu de un muchacho que vivía siempre con prisa, Ferrari le dio la oportunidad de correr en la Fórmula 1 en 1961. El debut de Ricardo en la máxima categoría fue contundente, pues en el Gran Premio en Monza, le mexicano calificó su Ferrari 156 en la primera fila, y de paso se convirtió, a los 19 años, en el piloto más joven en correr en la Fórmula 1, un récord que se mantendría hasta 2009.

Aunque 1962 fue un mal año para Ferrari, Ricardo se las ingenió para poner su coche en el cuarto lugar en Spa y en el sexto en el Nurburgring. Sus logros y sus récords de precocidad resonaban en México donde ya era una estrella y donde se realizaría la primera edición de un Gran Premio de Fórmula 1 en el Autódromo de la Magdalena Mixhiuca. Era una prueba para los organizadores, por lo que la carrera no contaba para los puntos de la temporada, así que Ferrari decidió no mandar autos a la Ciudad de México. Pero Ricardo no podía quedarse sin correr en la primera carrera en casa, de la cual había sido un entusiasta promotor, y logró la autorización de Enzo Ferrari para participar en un Lotus.

Publicidad

La Fórmula 1 ha construido su aura a partir de la muerte. Sus pilotos han ganado fama y fortuna por su valentía, por jugar con el destino entre sus dedos. Ricardo, como muchos pilotos de la época, viajaba con la muerte de copiloto, convivía con ella, negociaban. Escogía la forma para morir, y nunca se ajustaba el cinturón de seguridad porque prefería salir disparado y encontrar la muerte instantánea, que agonizar quemado dentro del auto, incapaz de zafarse del cinturón. El día final, en el impacto en la Peraltada, el cuerpo de Ricardo voló. Su cuerpo, apenas unido por una tira de piel en la cintura, quedó a varios metros del auto.

No debía ser así. El destino era otro, y pequeños detalles alrededor del incidente fueron llevando las decisiones en un derrotero improbable, pero ineludiblemente trágico. Minutos antes del accidente, Ricardo ya había terminado las prácticas previas a la carrera y estaba en ropa de calle, listo para irse con su esposa Sara a una cena. Su padre, don Pedro, llegó tarde y no pudo ver practicar a Ricardo, y cuando escuchó a uno de los mecánicos comentar que habían solucionado un problema de carburación que aquejaba el Lotus, don Pedro le pidió que diera un par de vueltas más para probar el arreglo. Ricardo se puso nuevamente los arreos de piloto y se subió al auto. Dio una vuelta y pasó frente a los fosos mostrando el pulgar. Ya no volvió.

"Vi que no aparecía en la curva después de dos segundos", relata su esposa Sara en su libro La Curva de la Muerte. "Arrojé el cronómetro y empecé a correr, por mi mente pasaban mil pensamientos. A lo lejos vi la Cruz Verde; corrí más rápido cuando poco antes de llegar me detuvieron unos periodistas. Solo alcancé a ver cómo se alejaba la ambulancia con mi marido dentro".

Publicidad

Nadie le había dicho a Sara sobre la muerte de su joven esposo hasta que alguien le dijo que, efectivamente, Ricardo había muerto, y estaba partido en dos. Fue hasta que llegó al hospital que pudo reunirse con el cuerpo de Ricardo, según relata en el libro. El cuerpo del piloto yacía en una camilla sobre el suelo mientras todos intentaban lidiar con la prensa que se agolpaba en búsqueda de noticias. Le informaron a Sara que Ricardo había muerto instantáneamente, y solo pudo cerrarle los ojos.

La curva que le quitó la vida a Ricardo, la Peraltada, una curva de alta velocidad, con giro de 180 grados, recibía ese nombre por su temeraria inclinación de 32 grados. Incluso antes del accidente de Ricardo, la curva había sido criticada por su diseño y por su protección, según un artículo de Agustín Barrios publicado en el periódico Novedades, días después de la tragedia. "A esa curva de la Magdalena le falta amplitud para proteger al piloto", dijo el ex corredor Piero Taruffi en declaraciones a Barrios. Y Pedro Rodríguez, hermano de Ricardo, calificó como absurdo el riel de contención que rebanó el cuerpo de su hermano: "(El riel) corta una curva que probablemente esté mal calculada".

Las fuerzas físicas que afectaban al auto al pasar a 180 kilómetros por hora y con una inclinación de ese nivel, demandaban una tensión excesiva sobre la carrocería del auto. Y la suspensión del Lotus se rompió ante la exigencia. Carlos Jalife, en su monumental biografía Los Hermanos Rodríguez, analiza en las fotografías del accidente las marcas que dejó el Lotus en el asfalto, y concluye que Ricardo corría por la parte interna de la curva cuando se rompió la suspensión trasera derecha, el auto viró abruptamente hacia la izquierda, rumbo a la parte alta de la curva, y fue directo contra el riel.

Gracias a Stanley Hall, la adolescencia es un invento del siglo XX. Una generación que busca su propia identidad, que marca su línea contra el orden establecido. Dice Félix Guattari que se trata del constructo social cuya función es someter a los jóvenes que se han de incorporar a la edad adulta, en la que tendrán que pasarse el tiempo aprendiendo a desobedecer obedeciendo o a obedecer desobedeciendo.

El rostro emblemático de la adolescencia fue James Dean, el "Rebelde sin Causa" que se mató a toda velocidad en su Porsche en 1955. La personalidad y la tragedia de Dean influenció a una generación de jóvenes, de esos nuevos adolescentes, que querían desobedecer, hacer lo suyo, vivir al máximo. Siguiendo la estela de James Dean llegaron los jóvenes que le dieron rostro a la adolescencia mexicana. César Costa, Enrique Guzmán y Angélica María, eran los roqueros, los precoces rebeldes bien parecidos que bailaban, cantaban y desobedecían con alegría. En la pista encontraban su símil en Ricardo Rodríguez, el adolescente que se jugaba la vida en un Ferrari, con una sonrisa igual de radiante.

Ricardo Rodríguez, entonces, representaba el estereotipo del joven mexicano cosmopolita de principios de los 60. Era el joven que podías encontrarte en una cafetería de piso a cuadros, tomándose una malteada de vainilla, o en una banda de rock. Esa asociación lo haría trascender las pistas, y ya como ícono de la cultura popular de comienzos de los 60, Ricardo Rodríguez daría el paso obvio, compartir créditos con los ídolos del rock and roll de entonces, y estelarizó una película junto a Angélica María, Muchachas que Trabajan, donde interpreta precisamente al joven piloto, bien parecido, que se juega la vida en las pistas y corteja a la joven figura, bajo los acordes y los movimientos del incipiente rock and roll de la época. Es precisamente una secuencia de carreras en el autódromo mexicano la que alcanza el clímax en la película, y que termina con Óscar, el villano de la historia muerto fuera de la pista, impactado contra el riel de protección, y a unos metros de los restos retorcidos de su monoplaza. Una imagen estrujante, no por su realismo, sino porque representaba una premonición a la idéntica forma en que moriría un año después el gran piloto mexicano.

El rostro de Ricardo Rodríguez permanecerá siempre joven y siempre fresco, su cabello siempre impecable. Su sonrisa, aquella que iluminó la portada de Sports Illustrated estará siempre radiante en el rostro del "niño que México mandó a Sebring", en aquella promesa que se truncó en la Peraltada. El día que murió toda una generación en el autódromo.