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Guía de Festivales

Esto es lo que le pasa a tu cabeza el día después de un festival

Cuando un festival termina, la vida sigue adelante. ¿Y tu cerebro?
Fotografía cortesía de la autora

En los festivales siempre es verano, aunque truene y llueva o se celebren en pleno otoño. Porque en los festivales, como en verano, sientes que todo es posible, que un mundo de posibilidades se abre bajo tus pies a cada paso. Puede que acabes de after con el cantante de tu grupo favorito, que conozcas a tus nuevos mejores amigos o al amor de tu vida.

Curiosamente, en un festival hasta el concepto de dinero se ve trastocado, perdiendo su valor simbólico para dejar paso a su valor real: lo único que te separa de una copa tras otra es un cacho de plástico con unos numeritos encima. Visto así, lo pasas por el datáfono las veces que haga falta. Y cuando ya no hace falta, también.

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Ligero y confiado, en un festival recorres distancias kilométricas como un alegre tirolés brincando por su verde valle. Yod o - le-yodo-le- deledí-de-le-de- lele le lel e -le-hi-h ú . Con los brazos abiertos de par en par, vueltos hacia el cielo mientras tu grupo favorito toca esa canción, sientes que el Universo entero podría caberte en el pecho. Eres un pájaro que planea la ciudad. Eres invencible. Sky is the limit, colega.

Sin embargo, puede que una esquirla de realidad consiga colarse en tu fulgor nocturno, y que un pensamiento cruce tu cerebro unos segundos: te preguntas si es posible, después de haber vivido todo esto, ser feliz. Si queda vida después de tanta vida. Pero no te preocupes: esta intuición se irá tan rápido como ha venido. Tu sigue bailando hasta que salga el sol y, si quieres, hasta que se vuelva a poner.

¿HAY VIDA DESPUÉS DE LA VIDA?

Pero, al día siguiente, cuando todo ha terminado de verdad, tu minúsculo apartamento parece más grande que nunca. La distancia entre la cama y la ducha se muestra ahora infranqueable, y darías ambas piernas por poder ir a trabajar en jetpack. Te despiertas tan empapado en sudor que por un instante crees te haya llegado ya la edad de la incontinencia urinaria. Cada vez que te relajas, a tu cuerpo le da un pequeño sobresalto. No vaya a ser que descanses de una puta vez.

Es también probable que te encuentres llorando por las cosas más absurdas. Porque las vacas sufren cuando las matan, porque la gentrificación está echando a los abuelitos de sus casas o, como le pasó a una amiga, porque El Coleta te recuerda que la movida madrileña, algo que jamás ha ocupado ni diez segundos entre tus pensamientos, se fue para no volver. Bueno, mira, te lo voy a decir: la amiga soy yo. Pero peor fue cuando, en una de estas, rompí a llorar porque en casa no quedaba café.

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La vida después de tanta vida no es más que la vida antes de tanta vida. Si ahora te resulta extraña, es porque los últimos días ya te habías acostumbrado a que fuera diferente

Cuando los veranos terminan, te das cuenta de que lo único que has hecho estos tres meses ha sido chorrear de sudor frente a un ventilador. Pues con los festivales pasa igual. Todas esas promesas de felicidad, todos esos sueños de gloria y eternidad, han quedado en nada. No te fuiste de after con un músico famoso, sino con un grupo de desconocidos igual de colgados que tú. En la euforia de la mañana soleada jurasteis ser amigos para siempre. Hoy, no recuerdas ni sus nombres. Y el amor verdadero, un año más, pasó de largo. En realidad te hubieras conformado con un polvo torpe y random con alguien que ni hablaba tu idioma, pero ni eso.

A estas alturas deberías haber aprendido la lección: nunca pasa nada. Pero olvidarlo de vez en cuando es lo que nos mantiene vivos. Y, en última instancia, ¿a qué vamos a un festival sino para olvidarnos un rato de que nuestra existencia no es más que un gran manchurrón gris? La vida después de tanta vida no es más que la vida antes de tanta vida. Si ahora te resulta extraña, es porque los últimos días ya te habías acostumbrado a que fuera diferente. Pero no adelantemos acontecimientos. Primero toca sobrevivir al día después de un festival. Lo demás se ira viendo.

SANTA TERESA DE SCHRÖDINGER

Quién mejor entendió lo que le pasa a tu cerebro el día después de un festival fue Santa Teresa de Ávila. Mente preclara y visionaria como pocos, es difícil no oír la resaca festivalera resonar bajo sus célebres “vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”. Tendiendo puentes entre la mística y la física cuántica —y, al final, ¿no es también la física cuántica un acto de fe?—, Teresina nos está hablando de aquella extraña dimensión donde uno entra el día después de un festival.

Aquel inhóspito lugar mental donde las líneas paralelas se encuentran, donde las cosas no son falsas, ni ciertas: el limbo, la nada. En este lugar, una interminable pista de aviones separa un minuto del otro, pero las horas pasan como si saltar de piedra en piedra se tratara. Por un lado, el reloj parece haberse atascado en las 10:38; por otro, si te preguntan, no sabrías decir qué has estado haciendo durante las últimas 3 horas ni cómo has llegado hasta ahí. Demasiado despierto para dormir y demasiado cansado para vivir, te arrastras por tus obligaciones de la vida adulta como una mopa desgastada por su uso.

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Siendo sinceros, sabes perfectamente que el último día de festival ya estabas hasta los cojones. El cansancio apremiaba, la cabeza dolía, el cuerpo se quejaba. Estabas harto de compartir baño con 200.000 personas, de tener que escoger entre tardar una hora para llegar a casa o media en parar un taxi que te saldría carísimo. Harto de beber y comer con prisas, de dormir más por ritual que por descanso, de ser una sardinilla más entre las sardinillas en lata que son los públicos en un festival.

Sin embargo, ahora que todo ya ha acabado, la nostalgia hace su magia y echas de menos lo que hace un día estabas maldiciendo. Nada puede ser peor que pasar un segundo más en este limbo donde el aire es tan espeso como el petróleo. Es probable que pegarse otro festival mañana mismo fuera infinitamente peor, pero ahora la contradicción es tu patria.

Abraza la contradicción, ama la contradicción, vete a cenar con la contradicción, huélele el pelo e incluso pídela en unión sagrada si ese es tu rollo

Con el cuerpo en la silla de la oficina y el cerebro en objetos perdidos, para escapar de este limbo donde te apetece todo y nada a la vez, donde amas y odias a todos los seres humanos por el mismo motivo, existir, hay un solo camino: aceptar la contradicción. Abraza la contradicción, ama la contradicción, vete a cenar con la contradicción, huélele el pelo e incluso pídela en unión sagrada si ese es tu rollo. Acepta la contradicción, porque —como toda contradicción que se precie— solo entonces dejará de serlo.

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Es normal sentirse descolocado tras pasar tres días en una realidad paralela donde lo más importante era pasarlo bien. Por una vez, no hay nada que consuele más que saber que no eres especial, que muchos antes que tú han pasado por lo mismo, y que muchos tras de ti lo harán también. Y, sobre todo, recuerda: no eres tú, es tu cerebro. Imagina que coges una goma elástica y la estiras y la estiras y la estiras hasta casi romperla. Cuando la sueltes, tardará en volver a su tamaño normal, pero lo hará. Tu cerebro es esa goma. Dale tiempo.

LA BAJONA SIEMPRE LLAMA DOS VECES

Cuando, al final del día, vuelves a cruzar la puerta de tu casa, te sientes como un corredor de fondo cruzando la línea de meta. Ya está, ya pasó. Has sufrido como un condenado, pero has conseguido llegar hasta el final, sobrevivir a este lunes de mierda (seamos sinceros: los que pueden esperar para volver a la vida uno o dos días después de que termine un festival son unos pocos privilegiados).

Si te quedaran fuerzas, te darías una palmadita en la espalda a ti mismo. Pero esto lo sabemos tú, yo y las miles de personas que estaban contigo en ese mismo festival: la bajona siempre llama dos veces. No bajes la guardia hasta el miércoles por la noche como mínimo. Esta exterminadora anímica es paciente y traicionera. Volverá. Pero, como cantaba Cher en una de las mejores canciones de baile de la historia, saldrás de esta.