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Música

Historias desde la pista: No me gusta bailar en el club

"Ahí estaba yo, quieto. Recurriendo al leve movimiento de cabeza, como esos perritos que acompañan a los taxistas en sus naves".
Ilustración: Gavilán.

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Este artículo fue originalmente publicado en THUMP Colombia.

Desde que aquellos días de colegio, cuando la testosterona comenzaba a brotar de la mano de Zion & Lennox, Hector & Tito y Daddy Yankee, entendí que el meneo de cadera en mi vida sería una utopía. Al crecer en Medellín, te vas conscientizando del papel tan importante que juega el baile dentro del ritual del amorío adolescente. Cuando se tiene como objetivo encontrar la dificultosa magia del amor, la manera más directa de lograr juntar esas dos extremidades capilares, como alguna vez nos lo mostró James Cameron en Avatar, es a través de una simple pero poderosa frase: "¿Mi amor, bailamos?".

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Lejos de la buitrera hambrienta y cazadora que predominaba en los pelados de mi generación, preferí erigir mi propio nido en casa, cambiando la cacería de ombligueras amirelladas por la búsqueda implacable de tracks, CD mixes y discografías. Mientras todos mis amigos fantaseaban con el término "perrear", yo me sumergía en un baile íntimo con el high tech soul, sintiendo en carne propia cómo la mística de la ciudad motor me conquistaba a plenitud tras los primeros quiebres de "Model 600 - Update (Version U.R.)".

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Tiempo después llegaron las fiestas, periodo en que todo Colombia era acechado por varios de los nombres más relevantes del circuito electrónico mundial. Los clubes paulatinamente se establecían, convirtiéndose en puntos de convergencia para miles de jóvenes que buscaban entre las luces estridentes, los sonidos minimalistas y el "mecatico" sintético una vía de escape al mierdero de la adolescencia criolla. Ahí estaba yo. Parado en medio de un hacinamiento de gafas Oakley empañadas y delineadores Avon corridos. Recurriendo al leve movimiento de cabeza, como esos perritos que acompañan a los taxistas en sus naves. El éxtasis, en el sentido postal del término, se podría respirar en el cúmulo de olores aglomerados en el lugar. La sensación de claustrofobia parecía estar no muy lejana, pero se evaporaba de inmediato al visualizar la parejita bailando techno "pegaíto", o al ver a los parceros cerrando los ojos mientras un baile mecánico asimétrico se apoderaba de sus cuerpos sudorosos y blanquecinos.

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Era Fantasía 2000, prácticamente.

Y aunque tanta locura desbordada a mi alrededor creara la sinergia ideal para entrar en un trance masivo con el resto de cuerpos poseídos por el punchis, yo seguía ahí, quieto, sin inmutar gesto alguno. Tal vez esperando a que el DJ sacara alguna joya grabada en mi biblioteca musical para sentir que la tarea estaba hecha. O tal vez buscando la salida a ese bajón existencial en el cual te sumerges cuando ves a la rubia protuberante acompañada del señor robusto sin mucha cara de príncipe.

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En fin, al transcurrir casi una década desde aquellos episodios mágicos que me introdujeron en este cuento, me di cuenta que a pesar de lo que muchos no creen, en este universo de beats y chanclas existen personajes que no necesitan movimientos contorsivos para expresar su amor a la música. En una sociedad acostumbrada a ostentar en exceso y a desbocarse en el aguardiente para pelear, el solo hecho de ser un melómano introvertido ya te hace distinto, ya te hace un ignorante admirable.

Los que no bailamos sí sentimos la música, la amamos y la veneramos a diario, pero lo hacemos por dentro, para poder quererla a pesar de toda esta rabia que siempre nos ha acechado.

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