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Distrito Feral

Devastación invertebrada, la vez que subestimé el poder de los gusanos carroñeros

Y de cómo encontré en el formol un amigo potencial.

Es un día completamente normal salvo por la mala noticia de que se te murió una preciosa boa constrictor de tres metros de largo que habías mantenido saludable durante los últimos diez años. Obviamente estás triste. Una década de interacción diaria con cualquier ser vivo es tiempo más que suficiente para establecer un vínculo estrecho de cariño, no importa que el referido fuera de sangre fría y no tuviera patas.

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Probablemente su deceso no fue enteramente tu culpa. Quizás contrajo una neumonía fulminante durante esas seis horas en las que se fue la luz la semana pasada. Maldices a la CFE. Prometes un día vengarte. Pero ahora tienes ante ti veinte kilos escamosos de cadáver y debes resolver qué sucederá con ellos antes de que empiecen a apestar.

Deshacerte del cuerpo está completamente fuera de la cuestión, por un lado porque la SEMARNAT te exige conservarlo para futuras revisiones, y por el otro, la verdad es que se trataba de un animal demasiado especial como para enterrarlo en el jardín como a un hámster cualquiera.

Bajas a la cocina, metes al ofidio dentro de una bolsa de plástico, das una última mirada a su piel estampada conforme niegas ligeramente con la cabeza, haces varios nudos para que el paquete quede completamente sellado y lo colocas dentro del congelador junto a las verduras y el vodka.

Yo había bautizado a aquella serpiente con el nombre de Perro. No es que todos los ejemplares de la colección poseyeran nombre propio, pero Perro gozaba de privilegios pues fue uno de los primeros reptiles que entraron a mi vida. En realidad era hembra y me acompañaba desde mi cumpleaños número doce. La había visto crecer desde cría, momento en el que apenas medía unos veinte centímetros de largo y tenía el grueso de un lápiz, hasta su impresionante tamaño actual. Durante esa década que pasó a mi lado la alimenté con incontables ratas, conejos y el ocasional pollo. Guardaba todas sus mudas de piel colgadas sobre la pared y fui testigo de su maternidad en un par de ocasiones.

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Sin embargo, mi querida boa ahora estaba en el congelador. Un bulto más dentro del refri de la casa materna. Un sarcófago plástico con forma de bolsa de Aurrera amontando entre otros organismos poco afortunados a dos grados bajo cero.

El problema era que el cadáver de Perro constituía un paquete definitivamente demasiado grande como para ser archivado dentro de un congelador convencional por mucho tiempo. Una cosa era albergar los escuetos restos de una rana arborícola o un gecko leopardo escondidos entre los botes de helado y una muy distinta que una serpiente de casi veinte kilos bloqueara toda la puerta de la heladera.

Ni hablar, había que actuar rápidamente. Mi madre, siempre tan bondadosa, me otorgó el plazo de una semana para resolver el asunto.

Lo primero que hice fue marcarle a mi amigo Jerónimo. Asumí que sus conocimientos básicos del complicado arte de la taxidermia serían de gran ayuda. Recibió la noticia de la muerte de Perro con horror y me dijo que le caería a la casa en cuanto tuviera un rato libre. Jerónimo, al igual que yo por aquel entones, tenía veintidós años, estudiaba biología y también sufría de fijación casi insana por las criaturas rastreras.

Las serpientes, a diferencia de los mamíferos y aves, no se disecan. O al menos no es lo que suele hacerse para preservar sus remanentes. Quizás esto se deba en parte a que su cuero se torna duro y áspero durante el rigor mortis, ocasionando que rellenarlo uniformemente con estopa o algodón sea una labor ingrata.

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Por lo cual, a menos que se pretenda guardar al bicho completo dentro de un frasco con formol amarillento, generalmente se opta por conservar sólo la piel y el esqueleto. La primera estirada sobre un fieltro y el segundo fijo sobre una superficie dura.

Jerónimo se ofreció para curtir la piel. Pero el asunto del esqueleto suponía un reto mayor. Retirar los músculos y tejidos no sería tarea fácil.

En ocasiones anteriores, tratándose únicamente de cráneos o ejemplares pequeños, habíamos limpiado los huesos en cuestión con la técnica del hervido; que básicamente consiste en cocinar al occiso en agua durante largas horas, como si se quisiera hacer un grotesco jugo de carne, hasta que las membranas ceden al calor y se desmenuzan dentro del caldo.

Pero en el presente caso ese método parecía ser inoperante. Se requeriría de una olla pozolera para contener a la maciza víbora en su totalidad y después serían necesarios varios días de cocción para comenzar a separar los huesos de su empaque. Tan solo imaginar el olor de semejante puchero fue suficiente para descartar la idea. Además de que terminaríamos con un rompecabezas casi imposible de armar. Si las más de trescientas vértebras, con sus respectivas costillas, se disgregaban, estaríamos ante un ensamblado que prometía varios dolores de huevos.

Fue entonces que Jerónimo trajo a cuenta a los derméstidos y comenzaron mis infortunios con el corrosivo grupo de los gusanos carroñeros.

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La familia Dermestidae comprende unas mil especies de escarabajos pequeños y peludos cuyas larvas se manifiestan como gusanos segmentados y pulposos. Algunos representantes del grupo, como el género Attgenus o escarabajos de la alfombra, son famosos porque fungen como plagas voraces que asaltan tapices, textiles y distintos tipos de derivados animales. Produciendo devastación instantánea. Destrucción masiva. Infestación insaciable considerada más nociva aún que la causada por la temida polilla.

No obstante, otras especies menos conocidas prestan servicios biológicos importantes para el ecosistema y aplicaciones interesantes para la humanidad. En especial con relación a las ciencias forenses y algunas ramas de la biología. Tal es el caso de Dermestes maculatus, a.k.a. el escarabajo carroñero. Que se alimenta especialmente de tejidos animales en descomposición.

En vida libre estos coleópteros necrófagos pueden ser observados en climas cálidos debajo de los remanentes de cualquier tipo de fauna. Mientras se trate de tacos de carroña no son selectivos. Se arremolinan en grandes números deglutiendo los restos zoológicos con ansiedad, hasta que dejan literalmente sólo los huesos.

En el laboratorio se les utiliza exactamente con tales fines. Los técnicos de museos, taxidermistas, cazadores y detectives forenses guardan colonias efervescentes de derméstidos para esqueletizar ejemplares. Un par de semanas, o incluso días dependiendo del tamaño de la colonia, dentro del dermestario son suficientes para dejar los huesos del organismo relucientes.

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Si no se ha atestiguado el frenesí derméstido con anterioridad, quizás cueste un poco imaginar su poderío. El ataque es impactante a un grado extremo. Inquietante como pesadilla de infancia. Sobre todo si el proceso se observa en cámara rápida.

Cuando encuentran un cadáver apetitoso, escarabajos y gusanos se sientan juntos a la mesa y comienza la vorágine postmortem. La imagen en momentos genera la sensación de que el cuerpo estuviera empanizado por insectos. Salpicado por pequeños puntos negros que lo roen con furia. Mandíbulas quitinosas desgarrando trozos putrefactos. El contorno de la bestia desparece poco a poco dejando tras de sí tan sólo un fino polvo y los huesos quedan revelados. Es lo más parecido que existe en la naturaleza a la "Nada" de La historia sin fin.

Pero me estoy adelantando en mi relato. El punto es que fue Jerónimo quien me informó de la existencia de tales fieras invertebradas y propuso que quizás representaban la solución para el proyecto que teníamos entre manos.

Después de investigar un poco llegamos a la conclusión de que no sería difícil mantener una colonia en casa. Los clásicos tutoriales freaks del YouTube nos dieron la pauta. Pero existía una complicación. ¿De dónde chingados sacaríamos al pie de cría?

No tuvimos que buscar mucho: el Instituto de Biología de la UNAM contaba con un dermestario activo. Sin duda una mejor opción que esos proveedores sospechosos de Deremate.com. Tras unos días de relaciones publicas con algunos alumnos del instituto, conseguimos varios frascos repletos de escarabajos bajo la promesa de que en unos meses les devolveríamos un lote semejante.

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Ya que los derméstidos requerían de un ambiente oscuro, húmedo y cálido, instalamos el tinglado dentro de mi closet. Elegimos una pecera de vidrio. Colocamos varias capas de algodón a manera de sustrato y sobre ellas una esponja. Adherimos un tapete caliente, humedecimos el habitáculo y cortamos un trozo de tabla a manera de tapa. Utilizar madera sin barnizar para este fin, fue la segunda estupidez que cometimos en el día; la primera, fue tener un dermestario dentro del closet.

Un mes después ya teníamos más del doble de los escarabajos con los que habíamos empezado y mi madre comenzaba a impacientarse seriamente con el asunto de la serpiente invasora del congelador. Así es que decidimos que era momento de proseguir con la misión.

Sacamos a la boa de su sarcófago helado y esperamos a que se descongelara un poco. Desollar el cadáver fue un proceso nada romántico. Algo parecido a descamar un pescado gigante o pelar una naranja sin romper la cáscara. La faena nos llevó un buen rato. Para cuando logramos obtener los tres metros de piel sin dañarla, la cocina comenzaba a oler como a feto crudo.

Debido a que los derméstidos son descomponedores de etapa tardía, no suelen atacar hasta que otros carroñeros ya se han encargado de las capas externas, sangre y órganos. Por lo cual con sumo cuidado, y un poco de asco, retiramos varias kilos de músculo y todas las vísceras de la serpiente. Después oreamos lo que quedaba de Perro bajo el sol por un par de horas y proseguimos a introducir los remanentes dentro de una caja de cartón y esta a su vez dentro del dermestario improvisado.

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Aunque la idea era detener el proceso de devastación antes de que los insectos dañaran los tejidos conectivos y así obtener el esqueleto completo con todo y su estructura, cabía la posibilidad de que los derméstidos nos ganaran la carrera y se hiciera un pinche desmadrote. Para eso era la caja.

Recordar el aroma que invadió mi cuarto durante la semana que duró el asunto es una memoria no muy grata. Era un olor penetrante. Acre y ligeramente ácido. Como el que se registra al final de la jornada en los mercados de mariscos o el que acompaña a los viejos de lesa higiene.

Sin embargo, debo decir que valió la pena. Obtuvimos el esqueleto perfecto. Eso sí, lograr que no se desbaratara fue una chinga tremenda. Era más frágil que el cascarón de un huevo. Pero con suma paciencia y reforzando las uniones con cola loca, la verdad es que quedó una chulada.

Hasta ahí todo iba bien. Esqueleto y piel montados. Taxidermia autodidacta satisfecha. Misión cumplida. Lo que vino a joder el panorama fue la gran idea de conservar el dermestario por más tiempo. La operación mental parecía obvia en aquel momento. Si ya nos habíamos tomado la molestia de echarlo a andar, cómo porqué querríamos destruirlo con tanta prisa.

Fue más o menos cuatro meses después que me percaté del principio de la debacle. Una mañana en la que me vestía somnoliento sorprendí a un simpático escarabajo cruzando la habitación. Me tardé unos segundos en comprender que el cabrón no era otra cosa que un fugitivo de la colonia. Lo levanté preguntándome cómo carajos se habría escapado. Me disponía a devolverlo cuando noté cómo los bordes de la tabla que fungía como tapa estaban ligeramente levantados: la madera se había pandeado a causa de la humedad. Me lleva la verga, murmuré.

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Pensé o más bien deseé con toda mi alma que ese intrépido individuo hubiera sido el primero en burlar la seguridad. Busqué atentamente en los rincones del closet sin que nada pareciera contradecir mi suposición. Suspiré. La bala había pasado rozando. Remplacé la tapa por una de acrílico e ingenuamente dí carpetazo al asunto.

Pero por supuesto que aquel hijo de la chingada no había sido el único que había conseguido fugarse. Sin que yo lo supiera aún, en ese preciso instante varios otros desertores carcomían con devoción mi chamarra de piel.

Considere que una dosis generosa de borax sería suficiente para impedir que los prófugos invadieran otras áreas del hogar materno. Rocié el polvo abrasivo en el marco de la puerta y ventanas de mi cuarto y me encomendé al señor para que me diera chance de resolver el pedo sin que pasara a mayores.

Claro está que —como dios no existe—me la pelé. La suerte estaba echada. Quién sabe desde cuándo habría derméstidos evadidos copulando por ahí.

El siguiente daño tangible se materializó sobre los suéteres de lana de Álvaro. Luego vinieron los calcetines de alpaca de mi mamá y el tapete marroquí. Empastes de libros, títulos de estudios, guantes y botas de piel.

Las vestiduras de la sala fueron la gota que derramó el vaso. Resultaba evidente que algo raro pasaba en la casa y que lo más probable era que yo tuviera la culpa. Hasta que no quedó de otra que confrontar la situación. Y así nos vimos obligados a emigrar temporalmente con mis abuelos en lo que los fumigadores vertían sus tóxicos sobre la casa y todo lo que había en ella.

Desmantelé el dermestario clandestino a la brevedad y devolví los insectos sobrevivientes al Instituto de Biología de la UNAM. Desde entonces confieso que comencé a valorar seriamente las bondades del formol para preservar organismos.