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Drogas

Por qué todo me hace pensar en cocaína

Una partida de ajedrez me trajo el recuerdo de una casa a la que iba a comprar coca hace 20 años.
MA
traducido por Mario Abad

Mientras estaba yo en Home and Bargain, mirando precios de unas bombillas de ahorro energético, una sartén antiadherente y una fregona, la suerte me reparte otra mano. Al otro lado del pasillo, un cara que hacía tiempo que no veía, la de un antiguo conocido al que solía comprarle: Jimmy el Santo. Va vestido con más elegancia de lo que es habitual en él y está plantado frente a un enorme expositor de abrillantadores de suelo. Parece estar haciendo cálculos para sus adentros, y el movimiento de su boca me permite ver que sigue teniendo el diente de oro. Me pregunto si todavía conduce aquel Honda Civic tuneado.

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La verdad es que hubo una época en la que era más que un simple conocido. Hace unos años, mi círculo social era tan reducido que podía contar los amigos a los que veía en persona con los dedos de la mano izquierda, y Jimmy era el pulgar de la derecha. Ahí estaba él, siempre de los primeros en Recientes, siempre de los primeros en Mensajes, nunca a más de una hora de distancia en su Honda Civic tuneado. Siempre era un placer verlo, y no solo por razones relacionadas con el producto que vendía.

Sin embargo, la mera visión de Jimmy desencadena una reacción química en mi cerebro que libera una ingente cantidad de dopamina, me provoca un aumento del ritmo cardiaco y me hace salivar. Sin darme cuenta, emito un sonoro sorbido por la nariz que hace que Jimmy alce la vista.


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No me gusta la cocaína. A diferencia de otras drogas, me es imposible ver algo positivo en ella. Me alegro de haberla dejado, aunque debo reconocer que es increíble la facilidad con la que se aferra a tu subconsciente. Hay detonantes latentes de adicción a la coca en lugares de mi cerebro a los que el alcoholismo nunca llegaría.

Hace un año, más o menos, estaba en el Café Z, un restaurante turco familiar de Hackney, y cuando acabamos de comer, Maria propuso que jugáramos al ajedrez: ella y el pequeño John contra mí. Tras preparar el tablero, me di cuenta de que faltaba algo. El corazón se me aceleró antes incluso de mover el primer peón. De repente, la nube de confusión que generalmente entorpece mis procesos mentales en el día a día pareció disiparse, como arrastrada por una lluvia ácida que cayera sobre mi cerebro, y me sentí 15 años más joven. Si antes me notaba cansado y ausente, ahora vivía el momento por completo.

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Empecé a ver todas las jugadas posibles y a planificar la partida a ocho turnos vista. La espera para que llegara mi turno se me antojaba interminable, y cuando John cogió una pieza y la colocó torpemente en la casilla equivocada, empecé a rechinar los dientes, conteniendo la frustración. “Fíjate”, pensé, “que estoy a punto de ganar la partida pero de largo. ¡JA, JA, JA!”. Y luego, de repente: “¿A qué ha venido eso? ¿Por qué he pensado así? Estoy jugando al ajedrez con un niño de cinco años”.

El juego prosiguió… demasiado lentamente para mi gusto… Yo tenía cada vez más y más calor. Me quité la chaqueta y, bajo la camiseta, sentí un hilillo de sudor deslizándose por mi espalda. Tenía el corazón tan acelerado como una lavadora en pleno centrifugado. Cada vez me costaba más aferrarme al instinto de jugar contra mi hijo de forma que no fuera ni muy fácil ni muy difícil para él, que tuviera la oportunidad de ganarme, ahorrándole la humillación de la derrota y consiguiendo que aprendiera algo de la experiencia.

Es más, el esfuerzo que estaba haciendo por contener las ganas de finiquitar la partida con tres movimientos, lanzar violentamente por los aires el tablero y ponerme a correr con la camiseta subida y puesta sobre la cabeza como un futbolista era el equivalente al que tuvo que hacer Gollum al verse obligado a desprenderse del anillo único durante la travesía hacia las Grietas del Destino. La agónica partida finalmente terminó en empate y yo me apresuré al servicio y me encerré en un cubículo, con las manos temblorosas. No fue hasta que conseguí regular la respiración que me di cuenta de lo que había pasado.

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Es increíble cómo la cocaína puede llegar a consumirte hasta el punto de que todo lo demás queda relegado a un segundo plano

La última vez que jugué a ajedrez fue hace unos veinte años en una casa del este de Londres a la que solía ir a comprar cocaína y, a veces, fumar crack. Como iba tan a menudo, empecé a jugar a ajedrez con la gente de allí, que se había aficionado al juego en prisión. En aquella casa nunca faltaban las partidas de ajedrez, la cocaína, el porno y la música de Underworld. Pero desde que dejé de frecuentarla, no había vuelto a mover un peón.

Es increíble cómo la cocaína puede llegar a consumirte hasta el punto de que todo lo demás queda relegado a un segundo plano. En la planta de abajo de la casa había una sala común en la que se reunía todo el mundo cuando el bar cerraba. Había una cocina, un baño, un lavabo. También una segunda habitación en la que vivió alguien que no pudo soportar la convivencia y acabó marchándose. La habitación se convirtió en el lugar en el que se tiraban las cosas estropeadas o que habían dejado de ser útiles: periódicos, muebles, televisores, electrodomésticos…

Al cabo de un tiempo, ni siquiera se podía entrar en la habitación. Tenías que limitarte a abrir un resquicio de la puerta a empujones, lanzar tus desechos al interior y dejar que se cerrara de nuevo de golpe. Llegó un momento en que el volumen del contenido fue demasiado para la integridad estructural de la sala y un día uno de los tabiques cedió, dando paso a una avalancha inmensa de tostadoras, sillas y revistas porno rotas que bloquearon el pasillo. Nadie se molestó en limpiar todo aquello. Simplemente se limitaban a pasar por encima cuando querían ir al baño o tomarse un descanso de las interminables rayas de coca o las increíblemente largas y tensas partidas de ajedrez que se desarrollaban al ritmo del tema “Moaner”.

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El subidón involuntario que experimento al ver a Jimmy el Santo es similar en muchos aspectos, si bien se torna rápida y despiadadamente en ansiedad. Me planteo la posibilidad de darme la vuelta en silencio y salir de la tienda, pero mi sonora inhalación me ha delatado. Tras un breve lapso, me reconoce, se dirige hacia donde estoy, me estrecha la mano y dice: “¿Cómo te va, John? ¿Sigues con la nariz limpia?”. Y sin esperar respuesta, prosigue: “Pues es que voy a lijar el suelo de la habitación y quiero pillar el abrillantador adecuado”.

Observo la lata que tiene en las manos e intento levantar una ceja al tiempo que sacudo la cabeza casi imperceptiblemente.

“¿No?”, inquiere.

Le digo que, personalmente, yo elegiría un barniz sellador; y dos capas, por supuesto; ¡y que no escatime en pinceles! Y una capa de laca resistente al final. O, si se sentía especialmente valiente, quizá incluso una lata de barniz para embarcaciones para resaltar todo el carácter de la madera y darle un acabado de escándalo. Jimmy asiente pensativo y dice: “Te veo muy elegante. ¿Todavía escribes sobre esa mierda de música que nadie escucha? ¿El blank metal?”.

“Se llama black metal, Jimmy y no, ya no. El metal extremo, en términos generales, ha perdido gran parte de ese brío modernista e innovador que tenía hace una década, a excepción de algunos grupos atípicos como Jute Gyte, The Body y Gnaw Their Tongues, aunque considerar que estas bandas son de heavy metal es algo bastante discutible. De hecho…”.

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Jimmy hace una mueca y levanta una mano para hacerme callar: “¿Cuánto hace que no nos vemos? Tres años… Y ya me estás provocando migraña, tío”.

A continuación, el tipo formula la pregunta del millón: “¿Qué tal va todo?”.

Y, como siempre, movido por una mezcla de lo que tal vez sea un principio de autismo, el fracaso de toda una vida, una negativa a entender del todo el concepto de los convencionalismos sociales o simple y llanamente mala educación, respondo a su pregunta de forma literal y extensa.

El subidón involuntario que experimento al ver a Jimmy el Santo se torna rápida y despiadadamente en ansiedad

Una ancianita pasa muy despacio junto a nosotros por el pasillo mientras empiezo a explicarle a Jimmy cómo fue el accidente de carretera que sufrí el pasado noviembre. Para cuando acabo mi relato, la señora ha dado una vuelta entera a la tienda y vuelve a pasar por nuestro lado. Coge un paquete de bombillas de baja potencia con casquillo de bayoneta del estante. Jimmy vuelve a hacer una mueca.

“Falso ahorro”, espeto con tono de desaprobación.

“Totalmente”, coincide Jimmy.
Se me queda mirando fijamente unos segundos y dice: “Tengo algo para el mal que te aqueja”.

Jimmy rebusca en el bolsillo y me pone algo sobre la palma de la mano, apretándolo con la suya.

De inmediato, empiezo a acudir con la cabeza y a protestar, pero Jimmy me interrumpe enseguida: “No es lo que crees que es”.

Y en voz mucho más baja: “Mira, yo también he cambiado varias cosas en mi vida. ahora trabajo en un sector distinto. Tengo una clientela diferente y un horario más de oficina. Tengo que estar atento en las reuniones, pero ya mi capacidad de concentración ya no es la que era y no bebo café porque no m gusta cómo sabe.

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“Esto es lo que uso. Es… Mira, mejor búscalo en Google”.

Acto seguido, coge una caja de sellante de goma y dos latas de barniz para embarcaciones satinado de la marca Ronseal. Yo asiento, aprobando su decisión.

Jimmy agita una de las latas de Ronseal delante de mi cara y me dice: “En Estados Unidos lo llaman Pro-Vigil. Hace lo que pone en la lata”, y luego se marcha.

Ya fuera de la tienda, abro el puño. En la palma de la mano tengo el blíster de aluminio de un medicamento con receta. Está vacío: las cinco pastillas que contenía han sido extraídas.

En la parte trasera hay algo escrito: Modafinil 200 mg.

Sigue a John Doran en @JahDuran.

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