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la jericalla

Adiós, Calavera

Unas horas antes de que cerrara uno de los mejores bares de Guadalajara.

Historias del torcido occidente del país. 

Mal, muy mal. Estos días —o mejor dicho— estas noches no han sido las mejores para los parroquianos del bar Calavera. El bar se nos va en unas horas, cierra definitivamente, sin after. No hay vuelta atrás.

Los noctámbulos que tenemos deuda almacenada en la barra —sé que fuimos varios los que nos embriagamos a crédito (fiado)— haremos fila la última noche, la del sábado 8 y la madrugada del domingo 9 como en la ventanilla del banco. Tristes por el embargo —¿a quién le gusta llegar a ese momento atroz en el que hay que saldar las travesuras del pasado?—, tristes por el abandono en que nos deja nuestra segunda casa, nuestro asidero de las horas valiosas, las de la oscuridad.

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Claro, la última noche de nuestro mítico, oscuro, decadente y legendario —sí que se puede cultivar una leyenda en 12 años de juerga— será para reventarlo todo como si no hubiera un mañana porque, en efecto, no lo habrá. El próximo miércoles —hasta ahora el primer día de una semana Calavera—, habrá una finca vacía en la esquina de Avenida Hidalgo e Ignacio Ramírez (entre la Americana y Santa Tere, en Guadalajara).

No pasará nada de tiempo para que los muros y las puertas, que ya de por sí tienen el tono herrumbroso y desvencijado que siempre le dieron al bar el aspecto de viejo canoso, se deterioren y comiencen a exhalar lo que ha quedado ahí de nuestro lugar: el humo sofocante de los cigarrillos de media noche, el olor a whisky, caipirinha, mojito y cerveza; el olor de esos baños tan mentados en cada plática (que si estaban descuidados, que si los rayones y las fugas de agua y el mal funcionamiento del escusado eran parte de su estética, que si entrar al baño de mujeres era como sumergirse en una selva tropical arrasada por la guerra).

Todo lo que tendrá que transpirar el tugurio abandonado: las historias que amamantó, los amoríos secretos que aprovecharon de la eterna oscuridad de esa cueva de lobo; los cotorreos (aventurillas que duran o deben durar sólo el periodo que va de la noche a los primeros destellos del alba) que ahí germinaron gracias al influjo etílico y, nuevamente, a la penumbra y las charlas sobre futbol que por horas enredaron al Che —el propietario, verdadero tabernero conocido en Guadalajara por su amor religioso a los Rolling Stones y sus muchos programas radiofónicos transmitidos por la estación colegial de la ciudad durante 30 años—, al Orla —barman, experto mixólogo y archivo general de la historia universal del futbol y anexas— y a los parroquianos de nueva generación: Pedro Trujillo —flâneur y nuevo mesías de la cerveza artesanal— y Alberto Spiller —periodista italiano con acento sinaloense.

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Guadalajara se ha desecho de un bar que pintaba para convertirse en museo, ese que en el futuro habría dado material para reseñas exóticas en guías de turista por aguantador, por conservar el mismo talante de bar de barrio y sin pretensiones, por nunca afiliarse a las tendencias, a lo trendy, a lo moderno, a la estética que han adoptado hasta las lavanderías, vaya, Calavera siempre fue Calavera no La Calavería.

El Calavera, para ponerlo en términos estéticos, siempre tuvo un estilo vintage per se, las mesas bailadoras, la barra robusta, los manchones de humedad que de vez en cuando hicieron su aparición en una esquina del techo no fueron encargo de diseño; así era y punto. Como era obvio, muchas personas vieron en esos detallitos la decadencia misma, un rostro horrendo comparado con los chics que se fueron instalando en las zonas cercanas en los últimos años, un Tom Waits aguardentoso al lado de los niños guapos indie; otros vieron en esa decadencia justo lo que esperaban para abandonarse, distanciarse, olvidarse del odioso ciclo matutino.

Ahora que el bar Calavera ha anunciado que se larga, que sale de la jugada, todos se lamentan, por supuesto (de nuevo, crea una tendencia…) aunque pocas veces se les vio por ahí en los últimos años. Por otra parte, qué mal suenan los chantajes sentimentales. Simplemente, nacieron muchos otros bares en Guadalajara (muy bien), se diversificó la oferta con todo y las tendencias marcadas (excelente) y el bar se fue reservando a sus parroquianos de hueso colorado (perfecto, también para eso fue concebido). Sólo permanecieron aquellos que estuvieron en las grandes fiestas con apretujón y todo en las que DJ Cheto hacía magia pasando por todos los estilos del funny stuff (su concepto para la electrónica divertida), los que estuvieron en las transmisiones de Sólo Jazz —el programa que Sara Valenzuela (integrante del grupo La Dosis) ha transmitido por radio universitaria durante décadas—, y quienes se dieron sus vueltas en las noches a cargo del resto de djs del Calavera: el mismo Che como BJ Negroni, Paco Navarrete, Jorge Triana, Toño U, Pocilga Beat, A Go Gótica, Omar + Omar, Trusky y Los Tiranos del Oriente.

En toda ciudad hay bares que son, precisamente, para eso: para congregar a los mismos testarudos por los siglos de los siglos, que tienen sus canciones clásicas (el Calavera tenía las suyas, obviamente, un puñado de los Rolling Stones y algunas otras de rocksteady). Son esos que entre más envejecen mejor se ponen, los oldies but goodies —de los que ya no hay tantos— en los que hay que forjarse y curtirse como tabernero, barman o como bebedor. En estos no se aceptan los improvisados, los mozalbetes, los medias tintas; en estos hay que ser un arrojado, un desvelado crónico, un fumador eterno, uno que busca la cueva antes que los parajes iluminados.

Ni modo, se va. No podemos aferrarnos. Después de esta muerte ya no hay after.

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