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Aquí, a la vuelta

1985: el temblor que no me comió

Quedar atrapada en el metro fue solo el principio de un día muy largo en septiembre de 1985.

I

A Carmen no le gusta viajar en metro. Lo evita a como dé lugar. Prefiere trasladarse en pesero —las furgonetas de trasporte público—, sentada en los incómodos asientos adaptados por los choferes para que muy a fuerza puedan entrar unas 20 personas en un vehículo diseñado para 12 pasajeros. Incluso elige desplazarse en microbús, aunque el ruido que produce el motor de la unidad por el mal mantenimiento o el alto volumen de la música banda del estéreo del chofer no la dejen platicar con su hijo. No importa. El metro siempre será su última opción.

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Y pensar que antes era su transporte favorito. Le gustaba mucho porque llegaba rápido a cualquier lugar de la ciudad. Si se perdía en el mar de calles del Distrito Federal, nada más le preguntaba a los despachadores de camiones dónde podía abordar el metro. "No, pues tomé este, que ya va a salir; la deja en tal parada". Y allá iba Carmen. Así resolvía sus problemas de localización. La cosa era llegar a alguna estación. Con eso ella se ubicaba.

Pero ahora le da miedo andar por las entrañas del subterráneo. A veces tiene que usarlo. Todo va bien mientras el convoy avanza con normalidad, pero en cuanto se detiene en medio del túnel la ansiedad la invade. Si viene sentada, agita su pierna de arriba a abajo nerviosamente, las manos le sudan, el corazón late más rápido y llegan a la mente los recuerdos de aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, el día que el terremoto la sorprendió en el metro.

II

Cuando Carmen abrió la puerta de su casa el sol aún seguía oculto. Eran las cinco de la mañana y ella debía estar en tres horas en la Clínica 1 del Seguro Social. El traslado de la popular colonia Loma Colorada, en Naucalpan, a la colonia Roma, en el centro de la Ciudad de México, le llevaba casi dos horas, no por la distancia, pues son apenas unos 20 kilómetros, sino por la cantidad de gente que se dirigía a sus lugres de trabajo, la ruta que parecía laberíntica y la lentitud del camión que en cada esquina se paraba a recoger pasaje. Sin embargo, ella consideraba que en ese sanatorio recibía mejor atención que en otros.

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Además, la mujer no viajaba sola. Ese día llevaría a Luis, su hijo de cuatro años, al dentista —para él era la cita en el consultorio— y la acompañaría La Nena, Norma, su hija, recostada entre su brazo izquierdo y el pecho, pues al año y medio de edad apenas si sabía caminar. En el brazo derecho Carmen llevaba una maleta con el biberón y ropa para los niños, pues siempre era inevitable que se ensuciaran mientras jugaban y a ella no le gustaba traer a sus hijos mugrosos. Debía avanzar al paso que marcaban las piernas desmañanadas de Luis y el peso de la petaca y la niña. A sus 35 años y con cuatro hijos ya se sabía los trucos para viajar así.

Tras una hora, por fin el camión llegó a la estación del metro Cuatro Caminos. Luego de unos cuantos empujones pudo entrar al convoy y hacer un transbordo en la estación Hidalgo, debajo del Centro de la ciudad. Carmen corrió con mucha suerte porque sólo llevaba un minuto en el anden cuando llegó el tren y hasta un señor le cedió su lugar. Se sentó, coloco a sus hijos, uno en cada pierna, y su maleta en medio de sus pies. El timbre del metro sonó, avisando que cerraría sus puertas. Entonces avanzó y se internó en el túnel hacia la estación Juárez.

III

Mientras el tren caminaba Carmen sintió un movimiento fuerte; su cuerpo se agitó hacia adelante y atrás.

—Dios, creo que está temblando —dijo para sus adentros.

Pero en seguida se planteó una respuesta lógica. Seguro era el vaivén normal de la mole de fierros, madera, plástico y fibra de vidrio, aunque la duda persistía:

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—¿Y por qué se mueve tanto?

De pronto el movimiento se convirtió en un zangoloteo. El vagón se balanceaba fuertemente de un lado a otro. De inmediato abrazó a sus dos hijos. El más grande alzó la cabeza hacia el rostro de la mujer. Sus ojos estaban muy abiertos. El sueño, que momentos antes parecía que lo vencía, desapareció. No reía ni lloraba, sólo clavaba la mirada, desconcertado, en su mamá. Ella le habló con voz baja, tratando de mantener la calma.

—No pasa nada, hijo, no te asustes, no pasa nada —pero sí estaba pasando algo: un temblor.

El convoy detuvo su marcha y el movimiento se intensificó, se volvió violento. Carmen sentía como si alguien la hubiera tomado por los costados y la sacudía. "Está temblando, mamá", dijeron un par de niños. Por ahí una chica les hizo segunda: "sí es cierto, está temblando". Carmen se mantenía callada, expectante, abrazada a sus hijos, no quería que se espantaran. Las lámparas parpadearon hasta perder su brillo y quedar en la gris iluminación que dan las luces de emergencia. De un momento a otro la tierra dejó de moverse. Habían pasado casi dos minutos, pero la mujer y el resto de los pasajeros sintieron que fue más tiempo: quizá cinco minutos, tal vez media hora. Estaban seguros que más.

El desconcierto reinaba en el interior del vagón. Apenas se escuchaba algún murmullo. La voz un tanto distorsionada del operador del convoy salió por las bocinas:

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—Señores pasajeros: debido al temblor nos hemos quedado sin energía. En breve el tren seguirá su marcha.

Pero el tren no avanzaba. Lo mismo ocurría en otras 32 estaciones. Alguien lanzó aire por la boca, un bufido más bien; un sujeto chistó los labios y comenzó a mover la cabeza de un lado a otro. Pasaron los minutos y el operador nos les hablaba. No había aire acondicionado y el calor se acumulaba. El sudor escurrió por la patilla de un señor, el aire que entraba por la nariz se respiraba espeso, caliente. Bajó la ventana para que circulara un poco de aire, sin embargo, todo siguió igual. Carmen le quitó los suéteres a sus hijos y desabotonó el suyo. De buena gana se lo hubiera quitado también, pero ya no podía cargar más. La bocina volvió a hablar:

—Señores usuarios: por afectaciones, este tren ha dejado de dar servicio, por lo que procederemos a desalojarlo. Guarden la calma. El desalojo se hará en orden para evitar accidentes. En un momento personal de seguridad les darán indicaciones.


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Sin embargo, nadie llegaba. "Ay, ya que abran esto", decía una mujer mientras agitaba su blusa a la altura del cuello para sentir un poco de aire. "Si sabían que ya no iba a dar servicio ¿por qué no se quedó parado en Hidalgo?", vociferaba con frustración un hombre que llegaría tarde a su trabajo y le descontarían el día.

—¿Y si nos quedamos aquí? —pensaba Carmen con preocupación— ¿y si regresa la luz y tenemos un encontronazo con otro tren que esté cerca? —entonces abrazaba con fuerza a sus hijos.

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Otra chica comenzó a hiperventilar, los ojos se llenaron de agua pero no escapaba ninguna lágrima. Un grito se ahogó en su garganta. Un muchacho se acercó y la tomó del brazo.

—Cálmate, no pasa nada —le dijo con voz firme pero serena— si tú gritas los demás harán lo mismo. Tranquila —la chica asintió.

De repente se escucharon algunas voces y ruidos afuera del vagón. Policías y trabajadores del metro caminaban por las vías. Colocaron una escalera para sortear la altura de las llantas y la base del carro. Las manos trataron de deslizar las puertas, pero por más que empujaban no se movían. No hubo más opción, así que un par de ellos entraron por la ventana, se dirigieron al final del vagón y desmontaron las escaleras rojas de emergencia. Los pasajeros tendrían que salir como ellos entraron.

—Vamos a desalojar el tren por la venta. Con calma por favor. Todos vamos a salir. Primero las mujeres.

Carmen se acercó con sus hijos. Quería salir lo antes posible del vagón, pero no sabía cómo subir los asientos, saltar una ventana y bajar unas escaleras manuales angostas con sus dos críos —uno en los brazos— y una maleta llena de ropa.

—Bájese y yo le paso a los niños —le dijo una muchacha.

—No, no —Carmen desconfiaba de todo; el cuento del robachicos siempre la había impactado—. Ahorita mejor me los amarro.

—No se preocupe, no les voy a hacer nada. Bájese, yo le ayudo.

Carmen aceptó, le dijo a Luis cómo sujetarse y comenzó a escalar los asientos, superó el pequeño borde que enmarca al vidrio, inclinó su cuerpo para cruzar la ventana, colocó su pie en el escalón rojo y pudo salir del vagón. Bajó algunos peldaños, la muchacha ayudó a Luis a colocarse en la escalera y luego pasó a La Nena a los brazos de la mujer. La mamá bajaba, se apoyaba con una mano, hacía un alto y detenía al niño por la espalda para que no se cayera al descender.

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Por fin sus pies tocaron la madera y las piedras de basalto. La muchacha le pasó la maleta y Carmen tomó la mano de su hijo. El túnel estaba oscuro, apenas alcanzaba a ver a sus hijos porque los policías del metro iluminaban con sus linternas. Nunca había visto una oscuridad tan profunda, densa. Sin embargo, a lo lejos se alcanzaba a ver un punto de luz muy pequeño. Una vez que bajó toda la gente, la indicación fue que caminaran sobre la vía del tren de sentido contrario hacia la estación Hidalgo, la más cercana. Y todos caminaron lentamente. La penumbra se comía la luz. De nuevo la chica ayudó a Carmen, cargó su maleta y tomó de la mano a Luis.

—No se detengan. Caminen sobre la vía, por favor —indicaban los policías.

Carmen no le veía fin al trayecto y por más que caminaba no sentía que no avanzara; el punto de luz era inalcanzable. Levantaba los pies para no tropezar con los durmientes. Le cruzó la idea que en cualquier momento se restablecería la energía y el tren los arrollaría.

—No se preocupe, ya mero llegamos —la reconfortaba la muchacha.

Luego de caminar unos 300 metros de vía y penumbra, finalmente el punto de luz se convirtió en la boca de la estación. La mujer se sintió aliviada cuando un par de policías le ayudaron a subir al andén. La estación estaba prácticamente vacía, sólo se veían los empleados de seguridad del metro y los pasajeros del tren desalojado. Era extraño mirar así un espacio que a cualquier hora del día parece un hormiguero.

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—La salida es a la derecha. Señores, salgan por la derecha, por favor —gritaban los empleados del metro.

Carmen, sus hijos y la muchacha llegaron a las escaleras de salida. La chica se despidió y subió veloz los escalones. Carmen alcanzó a ver que en la cumbre la joven se paró en seco, algo la hizo detener su marcha, se quedó inmóvil un par de segundos; luego miró a un costado y se perdió entre la luz de la calle.

IV

—Ya no llegamos a la consulta, nos vamos a ir mejor con tu abuelita —platicaba Carmen con su hijo mientras subían las escaleras de la salida del metro que da al cruce de avenida Hidalgo y el Paseo de la Reforma.

Pensaba abordar algún transporte en el Eje Central, una avenida que atraviesa buena parte del Distrito Federal, y bajarse muy cerca del Parque de los Venados pues enfrente vivía su mamá. No eran más de 10 kilómetros, llegaría en cuarenta minutos considerando algún embotellamiento.

Carmen no se dio cuenta pero igual que la muchacha que la ayudó, cuando salió del metro ella también se paró en seco. Miraba a un lado y veía humo, flamas, polvadera. Giraba la cabeza y veía los edificios tirados, gente llorando, los huéspedes de hoteles cercanos estaban desnudos, sólo envueltos en sábanas o alguna cobija, otros salieron de la regadera porque estaban envueltos en toallas, batas y con el cabello mojado; sobre Reforma no había ni un auto, sólo circulaban ambulancias que hacían llorar sus sirenas. Lo mismo pasaba con algunas patrullas. En la avenida Hidalgo una caravana roja de carros de bomberos también ululaban y sus pasajeros tocaban las campanas de alerta. La ciudad estaba destruida.

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—¿Qué pasó, Dios, qué pasó? —y sus ojos se anegaron, pero no lloró— ¿qué hago?, ¿hacia dónde camino?

Parecía que una bomba había caído sobre el Centro de la ciudad, todo se parecía a una de las escenas de destrucción que alguna vez vio en el cine, pero esto era real. No estaba tan equivocada. Según el Servicio Sismológico Nacional el temblor de 8.1 grados Richter liberó energía equivalente 32 mil bombas atómicas, muy parecidas a las lanzadas durante la Segunda Guerra Mundial a Hiroshima y Nagasaki.

Tenía que sacar a sus hijos de ahí. Caminó hacia la Alameda Central; en esa dirección estaban los caminos que la llevarían a casa de su mamá: la avenida Juárez, Balderas, el Eje Central. Pero a cada paso encontraba destrucción, a un bombero sacando a alguien de los escombros, a una mujer llorando desesperada, a gente que caminaba sin saber qué hacer. Miró el Hotel Regis, todo un emblema de la ciudad —en cuyos pasillos se pasearon María Félix, Jorge Negrete, Pedro Infante e incluso Frank Sinatra, Ava Gardner, Richard Nixon y Marilyn Monroe—, desplomado y una columna de humo brotando de los restos de cemento, varilla, fierro, madera, muebles, alfombras. Ahí quedaba también el Capri, el famoso centro nocturno del hotel, donde Agustín Lara, el tenor José Mojica, Pedro Vargas y Olga Guillot, entre otros, hicieron de la noche una bohemia. Jamás se volverían a ver ahí las buenas formas en poca ropa de vedettes como Zulma Faiad o Rossy Mendoza.

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Del otro lado de la calle vio cómo algunas personas intentaba sacar a los huéspedes que quedaron atrapados entre las paredes caídas de los edificios cercanos al Hotel del Prado, el cual quedó inservible y sólo se rescató el mural "Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central" de Diego Rivera.

Carmen volteaba para un lado y veía desastre; volteaba para el otro y se encontraba con lo mismo. Más de la mitad de los edificios de la avenida Juárez habían sucumbido ante el sismo. Llegó al Eje Central pero el cordón amarillo de precaución colocado por los policías le impidió el paso. Tampoco había algún transporte que la llevara. Sólo ambulancias y patrullas que no dejaban de pasar.

Regresó por el mismo camino. Si llegaba a Bucareli esperaría un camión que la dejaría a una cuadra del Parque de los Venados. Cuando pasó por el Hemiciclo a Juárez sólo escuchó el llanto de los clientes del Hotel Bamer, que por el susto habían salido descalzos del edificio. A unos pasos del monumento encontró el único teléfono público que funcionaba en esa zona. Revisó su monedero y traía unas monedas de 20 centavos para realizar una llamada a su mamá y decirle dónde se encontraba. Se formó detrás de unas cien personas, y después de un rato la fila avanzó menos de un metro. Tardaría mucho en hablar por teléfono y su hijo no dejaba de preguntar "¿ya vamos a llegar, mamá?". Así que decidió seguir su camino.

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Llegó a Balderas y de nuevo cordones y policías detuvieron su marcha. Caminó entonces hacia Bucareli para salir a la avenida Cuauhtémoc y ahí tomar un taxi. Pasó por Reforma y vio que el edificio de la Lotería Nacional seguía en pie, así como las redacciones de los dos periódicos que se leían en su casa; pasó por el Café Habana, que frecuentaron Fidel Castro y el Che Guevara; pasó por el cine Bucareli, al que Carmen iba muy seguido con su hermana cuando eran niñas; pasó por el reloj chino y la calle de Atenas, donde la mujer reconoció el centro nocturno en el que frecuentemente cantaba su ídolo de la adolescencia: Raphael. Pero nada tenía vida. Era una escena postapocalíptica: a lo lejos se escuchaban ambulancias, en el cielo se veían algunos helicópteros, no circulaba ningún auto, nadie caminaba por ahí a excepción ella y sus dos hijos. De pronto, Luis se sentó en el suelo, a un lado del edificio de la Secretaría de Gobernación. Estaba muy cansado. Llevaban más de dos horas tratando de salir de la zona y al pequeño sus piernas le pedían descanso y su estómago alimento. Ya no quiso caminar más y reclamó de la única manera que sabe hacerlo un niño: con el llanto.

Con una mano Carmen trataba de consolar a su hijo y con la otra soportaba el peso de Norma, que estaba dormida. La mujer no supo que hacer. Ya no se podía mover de ahí. A cualquier dirección que se dirigiera iba a encontrar un cordón amarillo que le impidiera el paso. Estaba en un callejón sin salida.

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—Dios, mándame a alguien, mándame algo que me ayude a salir de aquí.

Luego de un rato Luis dejó de llorar. El cansancio le ganó y se durmió en el suelo. Carmen seguía pidiendo al cielo que alguien la rescatara. Comenzó a sentir angustia. Si estuviera sola podría moverse más rápido, tal vez hubiera caminado hasta la casa de su mamá. Pero estaba ahí con sus dos hijos pequeños. ¿Qué iba a hacer para protegerlos? Pensaba en su otro hijo que estaba en un internado allá por el Ajusco, al sur de la ciudad, y en su hija mayor que vivía en casa de la abuelita. No podía hacer nada. Estaba atrapada. Entonces escurrieron lágrimas por sus mejillas.

—¿Cómo es posible que la ciudad se haya caído?, ¿cómo es posible que yo me encuentre aquí?

Como a la una de la tarde vio que se acercaba un auto. Era un taxi. Despertó a Luis, lo tomó de la mano y estiró el brazo apuntando hacia el horizonte con el dedo índice para que el coche se detuviera. No sabía si el chofer pararía, pero guardaba esperanza. El taxi se orilló.

—¿Para dónde va?

—Voy para el Parque de los Venados, no sé si me pueda llevar.

—Espéreme tantito.

El sujeto volteo hacia atrás y dijo un par de palabras que ella no entendió. Luego movió la cabeza en gesto afirmativo.

—Sí, súbase.

Carmen se sintió aliviada. Abrió la puerta y miró con sorpresa a una chica sentada atrás.

—Discúlpeme. No sabía que estaba ocupado.

—No se preocupe. Súbase, señora —dijo la muchacha enfundada en una traje sastre.

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—Es que la voy a desviar.

—No importa. Ahorita no estamos para preocuparnos por eso. Tenemos que ayudarnos. De seguro tiene mucho rato de estar aquí, ¿verdad?

—Sí, varias horas.

—Nosotros casi lo mismo pero dando vueltas. No podemos salir de aquí. Súbase, ahorita vamos a tratar de dejar este lugar.

—Creo que Dios me la mando. Muchas Gracias.

V

El taxi con sus cinco pasajeros se internó por las calles de la colonia Juárez y la zona de Balderas. Por la ventanilla Carmen vio bardas de escuelas y casas destruidas, el centro de Televisa colapsado cuando pasaron por avenida Chapultepec, al igual que un edificio en la esquina de Morelos y Reforma, el mismo donde ella trabajó como secretaria años antes, el mismo donde le tocó vivir un temblor mientras se maquillaba en el baño del cuarto piso.

El auto parecía un ratón en laberinto: se metía en una calle y topada con un derrumbe, otra y había un cordón de no pasar, otra más y era sentido contrario. Así estuvieron una cuantas horas hasta que pudo salir del Centro.

Iban a dar las cuatro de la tarde cuando el chofer llegó al Parque de los Venados, a la esquina de División del Norte y Miguel Laurent. Carmen bajó del taxi, se colgó la maleta, cargó a Norma y tomó a Luis de la mano. Cruzó un par de calles y tocó el portón blanco de una casa. Su mamá abrió la puerta.

—¿Cómo está mi Gaby? —preguntó con premura.

—Tu hija está bien. Se cayó un edificio de la secundaria pero los niños todavía no entraban. No le pasó nada. Yo fui a recogerla.

—¿Y mi hijo? Voy por él al internado.

—No. No te preocupes. Está bien, las monjas lo están cuidado.

Entonces Carmen abrazó a su mamá. El nudo en la garganta que había aguantado por horas se desató. Lloraba de miedo, de angustia y alegría. Lloraba como cuando era niña y no podía detener ni las lagrimas ni el sentimiento alojado en su pecho. Una sensación de alivio y desahogo llegó mientras estaba en los brazos de su madre. Por fin estaba a salvo. La ciudad no se la comió, ni a ella ni a sus hijos.