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Cultură

El porno de ayer

Hoy es mi cumpleaños y sólo por eso, andaré de nostálgico.

Hoy es mi cumpleaños y sólo por eso, andaré de nostálgico.

ENTRE CINEMAX Y UNA MUJER DESNUDA

En los noventa el porno era más complicado. Antes de internet, el sexo llegaba a nuestras casas como película de Cinemax (quizá el mayor educador sexual de mi generación) y en menor grado, Showtime. Era la mejor televisión que ha existido: los pubertos de principios de los noventa pudieron haber visto Naranja mecánica como película porno (salían mujeres desnudas al fin de al cabo) y no enterarse sino años después de que en realidad se trataba de una obra de arte. A ciertas horas de la noche, Cinemax intercaló cine de increíble calidad con películas de chicas que se quitaban el bikini a la menor provocación. Esa doble enseñanza difícilmente se podría repetir con la programación actual de los canales de cable.

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Por algún motivo de husos horarios, las nueve de la noche era una hora propicia para que alguna actriz acabara con los pechos al aire, mientras la trama –incomprensible de tanto cambiar de canal para disimular– acontecía a volumen bajo. Lo curioso fue lo viejo que llegaba a ser el porno con que mi generación se educó. De Black Emanuelle (uno de los múltiples sucedáneos a la cinta de Just Jaeckin), a Inhibition (lloren conmigo), las lecciones de anatomía vinieron con cuerpos de los setenta (y con tramas más o menos parecidas: una chica experimentada llevaba poco a poco a la inocente al lado oscuro). Quizá por eso, por no remitir a la misma realidad de los otros programas (donde todas las actrices y cantantes parecían haber salido de Flashdance), el cine erótico de Cinemax llegó a ser de sumo entrañable.

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A principios de los noventa, en un mismo estanquillo convivían los libros de la colección RBA (joyas como El tambor de hojalata, 1984 o Los amores difíciles) y las revistas Private. Ambos inaccesibles si tenías 13 años y vivías en Campeche, pero igualmente tentadores si comenzabas a ser lector a la par de adolescente. La gran literatura y el porno despertaban la misma fascinación desde sus empaques de nylon imposibles de romper. Y sobre la cubierta estaba siempre esa etiqueta que te recordaba tus dos desgracias: ser menor de edad y, peor que eso, ser pobre. Eso únicamente conseguía que rondaras el puesto de revistas como tiburón alrededor de un bañista desangrado.

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Estaba en secundaria cuando un amigo revisó bajo su colchón sólo para encontrar una revista Playboy con portada de Paco Stanley y Elizabeth Aguilar. Veinte años después dicha imagen no es sólo una reliquia sino una aberración, pero en ese entonces fue el primer acercamiento a un mito. Playboy era la revista para adultos por excelencia (se decía que podías encontrar fotos de Pamela Anderson y Jenny McCarthy), pero en ese momento a la mano sólo teníamos al conductor de Pácatelas! y a la primera playmate nacional. No fue un buen inicio. Ese primer número de Playboy, abierto y gratuito (cortesía del hermano mayor de mi amigo que lo había olvidado) era un producto ingrato: demasiadas letras y una sesión fotográfica que, bueno, no era capaz de excitar a nadie. Sólo para redimir al imperio de Hugh Hefner, meses después hicimos una vaquita para comprar el más reciente número de Playboy de ese momento. Por lo menos no llevaba a comediante alguno en portada, pero la extrema higiene de los donantes nos obligó a descuartizar la publicación. Eran tan poco el material para repartir que a mí me tocó llevarme una entrevista con Alex Lora.

Para el bajo presupuesto, siempre estuvieron a la mano Pimienta, Fotopimienta y Erótico (La guía del amor exótico), un trío de revistas cuya edición siempre fue un misterio. Se pirateaban fotografías de otras publicaciones y reciclaban historias y “estudios sobre sexualidad” de los setenta (hablaban de Linda Lovelace como si acabara de llegar al estrellato). Para un lector adolescente, fue un extraordinario tránsito de la imagen a la narración, pues muchos de sus cuentos no sólo estaban bien escritos sino que eran insuperables al momento de describir las maniobras que tres o más cuerpos desnudos o escasamente vestidos pueden efectuar a lo largo de cinco páginas. Una prueba más del predominio de las letras sobre las armas.

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En primer año de secundaria, las videocaseteras ofrecían la oportunidad de que no todo el porno aconteciera a deshoras (cuando no iba algún maestro y uno podía escaparse de la escuela, nunca faltaba quien ofreciera su casa para ver una película). Al mismo tiempo nos dieron nuestras primeras lecciones de electrónica cada que la película se atascaba o las imágenes eran tan borrosas como el Playboy Channel sin codificar (en estos casos nunca faltaba el amigo que recomendaba “limpiar” los cabezales de la video poniendo alcohol o perfume en el casete de los 15 años de tu hermana).

Lo mejor de esta época eran los videoclubes, que ofertaban en una sola área restringida o en una carpeta sobre el mostrador todo un catálogo de imágenes prohibidas. No pocos establecimientos de mi adolescencia tenían auténticas rarezas como la versión –decir “porno” es demasiado suave para el caso, los alemanes y los brasileños son los campeones de las categorías inclasificables respecto al sexo– de ET. En el área de caricaturas recuerdo especialmente una: Cojan al Bárbaro, los primeros dibujos animados eróticos de los que tuve noticia.

Incluso cuando estudiaba en la primaria (finales de los ochenta, principios de los noventa), la papelería donde todo mundo acudía por un lápiz, dulces o en su defecto un álbum de figuritas, también funcionaba como videoclub, yo intuyo que erótico, porque nunca vi una película que no tuviera a por lo menos una actriz apellidada Lynn en su reparto. Con una pared tapizada de mujeres que te miraban de modo morboso era difícil concentrarse en las estampitas de Thundercats que pedías al dueño de la tienda. Siempre terminabas llevándote sobres equivocados del álbum Tú y yo.

Anteriormente en A tranquear el zorro:

"Concupisciencia"

¿Arte o porno?