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La pura puntita

Falsa liebre

La primera novela de Fernanda Melchor.

La joven escritora veracruzana Fernanda Melchor ya nos había sorprendido con su libro de crónicas Aquí no es Miami. Amablemente Almadía nos manda un fragmento de su primera novela, Falsa liebre.

(…)

Despertó con el cuello empapado de sudor, la almohada húmeda bajo su mejilla y la convicción de que no debía olvidar el sueño, de que debía repetir sus imágenes, una y otra vez, en la pantalla de su mente antes de que las molestias y el maldito calor adquirieran demasiado peso. Se resistió a despertar, se hizo ovillo bajo las sábanas y apretó mucho los párpados pero la luz que bañaba el cuarto volvía anaranjado el interior de su cabeza. Tomó la almohada de Pamela y se la colocó en la cara. Después de un rato su propio aliento le pareció insoportable. Arrojó la almohada al suelo y pataleó enfurecido contra el colchón, maldiciendo a Pamela y su maldita costumbre de abrir la ventana. La lavadora de la vecina inició el ciclo de centrifugado entre estertores y sacudidas, lo que obligó al borrachito del 5 a subir el volumen de su radio, fijado en la sempiterna estación de música romántica. Una voz de mujer madura berreaba entre sintetizadores:

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Lo cierto es que te quiero más que a mí.

Pachi bramó. Se giró de nuevo en la cama hasta quedar bocabajo. No era justo; quería dormir más pero aquel barullo se lo impedía: la lavadora, la radio, los gritos de la niña desde el baño, el camión de la compañía del gas, los ladridos atiplados de Coco –el insufrible schnauzer de la gorda del 3–, los graznidos insolentes de los zanates posados sobre el árbol del terreno de atrás. El calor del sol aumentaba. Tuvo que arrastrarse hacia el otro lado del colchón; buscó alguna bolsa de frescura atrapada entre las sábanas, sin suerte: ya tenía la frente y el bigote y hasta la raja del trasero bañados de sudor. Apartó la ropa de cama a tirones y liberó su cuerpo. Ya estaba despierto por completo, sólo le faltaba abrir los ojos.

Uno. Dos…

Su mujer canturreaba tras la puerta cerrada del baño.

Entreabrió los párpados. El cuarto estaba inundado de luz blanca.

–Perra–masculló Pachi.

En cualquier momento, Pamela saldría del baño y aparecería en el umbral de la recámara, con el cuello talqueado y el fleco alisado, y diría, con fingida inocencia:

–¿Ya estás despierto, gordito? Ay, ¿por qué no vas a dejar a la niña? Total que hoy no tienes nada que hacer.

–Estás pero si bien pendeja–gruñiría Pachi.

O no, mejor:

–Vete a la verga y déjame dormir.

Perra. Había abierto las ventanas a propósito, para que se despertara. ¿Por qué no podía entender que lo único que Pachi quería hacer en su día libre era dormir? Ella trabajaba en una oficina con aire acondicionado, de lunes a viernes, de nueve a cuatro, mientras que Pachi sólo tenía un día de descanso cada quince días, en aquella maldita agencia aduanal que le exprimía hasta la última gota de vigor que su cuerpo de 19 años era capaz de destilar. Pasaba las mañanas a bordo de una maltrecha motocicleta, empeñando la vida en las congestionadas calles del puerto, con el sol abrasador sobre la nuca y el vapor de los escapes quemándole las piernas, yendo y viniendo de oficinas climatizadas donde las secretarias –morenazas pulcramente uniformadas, como su propia mujer–lo miraban con asco al verlo llegar con el rostro colorado y las ropas sudadas, mendigando un sello o una firma para el fardo de papeles que apretaba bajo el sobaco. Pamela comía en casa de su madre y hasta tenía algún tiempo libre para hacer la siesta durante las horas más calurosas de la tarde; Pachi, en cambio, se conformaba con engullir fritangas en puestos callejeros entre sus visitas a los inhóspitos patios del muelle y las discusiones con los vistas aduanales en esas explanadas azotadas por remolinos de arena y coque.

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¿Era mucho pedir que Pamela le permitiera dormir hasta mediodía, que lo liberar de la carga de la niña y la llevada y la traída de infame guardería? ¿No merecía Pachi un día para él, un día en el que pudiera dedicarse a beber unos cuantos litros de cerveza, quizás fumarse un porro en la playa o sólo echarse un chapuzón en el mar para desentumir su cuerpo castigado por la rutina? Hacía semanas que los músculos de la nuca le ardían, que los nervios de la espalda baja le punzaban y las rodillas le chasqueaban tras cualquier movimiento, como a un anciano artrítico; ¿y acaso Pamela se había ofrecido a hacerle un masaje?

No dejaba ni que le agarrara las tetas. No le hacía ni un huevo frito.

Se retorció para que las articulaciones de la espalda le tronaran. Necesitaba dormir más, dormir sin interrupciones, sin pesadillas como las de esa mañana. Aún podía recordar partes del sueño: el mar inmóvil como una laguna oscura, los escombros del puerto devastado, los monstruos y los hoyos rojos de sus caras y aquella terrible sensación de no poder moverse más que en cámara lenta. Estiró sus miembros para alcanzar las cuatro esquinas de la cama. Tendría que contarle a Vinicio lo del sueño; más tarde iría a visitarlo. Conseguirían algo de marihuana, beberían cerveza; Pachi convencería a Vinicio de salir de su deprimente alcoba por una horas y darían un paseo en la playa, cuando el sol se ocultara detrás de los edificios, cuando el calor no fuera mas que un recuerdo que la brisa del atardecer arrastraba hacia las montañas.

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–¿Pachi?

Era Pamela, a través de la puerta entreabierta del baño.

–¿Estás despierto?

Pachi se acurrucó en el lecho. Eligió la posición más cómoda para fingirse dormido: de lado, con las manos juntas bajo la mejilla izquierda, las rodillas ligeramente flexionadas, los párpados bien apretados. Permaneció inmóvil hasta que escuchó que Pamela se encerraba de nuevo en el baño. Se rió quedito. Remoloneó un poco entre las sábanas: le pareció que apestaban ligeramente a orines. Maldijo a la niña. Era su culpa: la muy cabrona se salía de su camita por las noches para colarse en la cama de ellos. Hacía unos meses apenas que había dejado el pañal y aún no controlaba del todo su vejiga. Pachi odiaba que la mocosa se metiera en su cama; cada vez que, durante la madrugada, se despertaba con deseos de acurrucarse junto a Pamela, pegar su pelvis al trasero de ella y abrazar su vientre inflado y el bebé que dormía adentro, se topaba con el cuerpo de la niña: un bulto pequeño, duro, todo huesos y cabellos olorosos a sebo, un obstáculo que Pachi hubiera querido empujar al borde de la cama hasta sacarla, pero que empezaba a berrear tan pronto sentía su mano encima.

Y Pamela lo permitía. La culpa era de ella, de sus mimos ridículos. Se negaba a nalguear a su hija cuando esta se portaba mal, cuando se empeñaba en gritar durante horas con aquellos alaridos de animal salvaje. En vez de callarla con una buena bofetada o una sonora palmada en el culo, la estúpida de Pamela hacía como que no la oía, y la mocosa malcriada la perseguía por toda la casa, berreando hasta ponerse púrpura. Esos eran los momentos en los que a Pachi le entraban unas ganas desquiciadas de sujetar a la niña del cuello y arrojarla contra la pared, para que aprendiera, pero se las aguantaba. Por eso odiaba hacer de niñero: sentía que tarde o temprano se le escaparía la mano para castigar a la niña, y que al hacerlo sentiría un placer semejante al de quien se rasca una roncha, el mismo que sentía cuando le gritaba, pero magnificado. Y aquello no estaba bien, aquello no era correcto: no porque la niña no se lo mereciera sino porque él había jurado, cuando Pamela le confesó que tenía una hija, no intervenir jamás en la educación de la mocosa. Si Pamela quería malcriarla, adelante. Él ya bastante tenía con mantener a esa criatura ajena; no debía insistir en la conveniencia de una buena nalguiza, un pellizco en el bracito, un cachete en el momento adecuado, inofensivo pero sonoro, como cuando se castiga a un perrito: no hace falta darles duro, sólo hacer mucho ruido para que el espanto los discipline, rumiaba, durante las pataletas de la niña, cuando fingía concentrarse en el partido de futbol por televisión y dejaba que su mujer se las apañara sola. Ya bastante hacía él con dejarla y recogerla a diario en la guardería, cruzar la ciudad en el tráfico de mediodía para entregársela a la madre de Pamela. Y no lo hacía por su mujer; lo hacía por compasión a la niña. A pesar de no soportar su presencia, la mocosa le daba lástima: tan poco agraciada, tan torpecilla, sin un padre que viera por ella. Una verdadera desgracia.

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Su hijo sería diferente, pensaba todo el tiempo. Su hijo: el bodoque que crecía en el vientre de Pamela y que él pensaba sería un niño, un varón. Su carne y su sangre, su propio rostro puesto en un cuerpo nuevo, su clon. Su hijo sería diferente: su hijo jamás se atrevería a golpearle el rostro con sus puñitos como lo hacía la niña con Pamela durante sus berrinches. Su hijo sería inteligente, fuerte, robusto; sus ojos estarían llenos de viveza y picardía, no serían canicas oscuras, opacas. Su hijo, que en aquel mismo momento flotaba dentro del vientre de Pamela y crecía hasta llenar por completo aquella cavidad aterciopelada que ella no le dejaba visitar desde que se iniciara el último trimestre. Si al menos Pamela le condescendiera a prestarle su boca y sus manos de vez en cuando, Pachi le perdonaría los ataques hormonales. No tendría que aplacarse a tirones en la regadera las señoras erecciones con las que amanecía. Pero ella se negaba; decía que le daba asco, cosas del embarazo.

Qué desperdicio, pensó, acariciándose la pinga erecta por encima de la tela de los calzoncillos.

–Calma, Capitán América, ya pronto nos desquitaremos.

El bulto entre sus piernas dio un brinco, en respuesta.

Soltó una risilla. Su mujer odiaba cuando él se refería a su miembro como a un personaje, pero él no podía evitarlo. A veces era el Capitán América, otras la Serpiente del Desierto, o el Madero Turgente. Había veces que, en pleno coito, recordaba los diálogos de las gacetillas procaces que leía de niño, escondido en el baño, y se partía de risa para fastidio de Pamela. Su mujer, por cierto, tenía un cuerpo parecido al de las mujeres que aparecían en esas historietas: caderas redondeadas, pezones gordos como chupetes y un trasero inabarcable. El embarazo le engrosó la cintura pero no la deformó del todo: Pachi seguía excitándose nada más de verla caminar en shorts por la casa.

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–Perra egoísta–la maldijo.

Se contorsionó para bajarse el calzoncillo hasta la mitad de los muslos. ¿Qué le costaba mamársela de vez en cuando? ¿Eso era lo que le pasaba a los hombres casados, terminaban todos masturbándose en el baño como chamaquitos de secundaria? Rodeó el grande con el pulgar y el índice y comenzó a frotarlo. Encontró que había demasiada fricción y se escupió en la mano. Pamela acababa de encender la secadora de pelo: aún tardaría algunos minutos en salir del baño, y ese era todo el tiempo que Pachi necesitaba. La chaqueta exprés, le decía: unos cuantos tirones y su frustración saldría a borbotones a endurecer las sábanas.

Pensó en Aurelia; lo hacía a menudo cuando se la jalaba , casi con nostalgia. Sólo una vez le había dejado tocarle las tetas; eran pequeñas, de piel muy pálida y cabían casi enteras en la boca de Pachi. Aquello había ocurrido en el siento trasero de la camioneta de ella, con Vinicio al volante. Aurelia, entre besuqueos y sobadas, se quitó la parte inferior de su traje de baño y se sentó en él, se enterró en él hasta la raíz de su miembro palpitante. Su coño era jugoso y dolorosamente estrecho y la hubiera follado con rudeza de no haber visto que Vinicio los miraba muy serio a través del espejo. A ella no parecía importarle pero Pachi sintió remordimientos; se la quitó en encima después de un rato; no quería venirse en ella, no llevaba puesto un preservativo.

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Frotó su miembro mientras pensaba en la escena. Imaginaba que el círculo de sus dedos era un anillo de carne: el sexo de Aurelia, el ojo de su culo, su boquita apretada. En su fantasía, Aurelia, sola con él en el auto, se desnudaba entera y le ofrecía su trasero redondo, su coño sonrosado. Una perla de lubricación se le escapó, junto con un gemido, mientras imaginaba el momento en que, sujetándola de las caderas, le enterraba el miembro duro hasta sentir que topaba.

Estaba a punto; ya sentía ese calambre familiar en las piernas. Alzó la mirada para tomar una esquina de la sábana y se topó de lleno con los ojos de la niña, que lo miraba, impávida, al pie del lecho. Llevaba los cabellos mojados apretados en dos coletitas y la lonchera rosa en la mano.

–¡Puta madre! –gritó Pachi, mientras se cubría con la sábana.

La niña ni siquiera parpadeo.

–Me lleva… ¡Lárgate!

La boquita de la niña se abrió en una sonrisa invertida de la que brotó un bramido doliente.

–¡Lárgate, pendeja! ¿No escuchas?

La niña rompió a llorar, sin moverse de su sitio. La muy payasa se frotaba los ojos secos con los puños apretados.

Pachi golpeó el colchón con la mano abierta.

La puerta del baño se abrió con un crujido.

–¡Pachi…!

El schnauzer de la vecina se unió al coro de chillidos. Pachi apenas tuvo tiempo para subirse los calzoncillos y fingirse dormido, antes de que su mujer entrara a grandes pasos al cuarto.

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–¡Francisco Erubiel!

El corazón de Pachi retumbaba dentro de su pecho, pero no movió ni un músculo. Se obligó a respirar profundamente.

–No te hagas pendejo. Sé que estás despierto.

Pachi tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no estallar en carcajadas.

–Voy tardísimo al trabajo. Te toca llevar a la niña–insistió Pamela.

Pachi no se dio por enterado.

–Hijo de toda tu chingada madre… –maldecía su mujer, al lado de la cama. Pachi podía verla a través de una disimulada rendija que abrió entre sus párpados: una sombra de cabellos rizadas, aun húmedos, enfundada en una camisola verde oscuro. La niña, de la que apenas veía la cabecita, tiraba del pantalón de ella con insistencia: quería que Pamela la cargara.

–Más te vale, cabrón, y óyeme lo que te digo, hijo de la chingada, porque se que estás despierto y haciéndole al pendejo como es tu costumbre. Más te vale que pases por la niña a mediodía, ¿eh?… Si no quieres cuidarla, si prefieres irte de pedo con la bola de mariguanos esos, la pasas a dejar con mi madre… ¿Me oíste?

Sin abrir los ojos, remolón, Pachi se giró para darle la espalda y fingió un ronquido. Pamela lanzó un rugido de frustración y le azotó la espalda desnuda con la toalla mojada.

–¿Me oíste?

Aquello le ardió como el diablo a Pachi, pero se aguantó. No le daría ninguna satisfacción a la perra esa.

–Me las vas a pagar–gritó ella.

Cerró la puerta de la entrada con tanta fuerza que los vidrios de toda la vecindad se estremecieron.

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–Puto–masculló, al pasar junto a la ventana.

Pachi abrazó la almohada y rió quedito mientras escuchaba el zapateo de Pamela por el patio, el balbuceo necio de la niña, el chirrido de la reja principal, el tintineo de las llaves de Pamela al poner el candado. No abrió los ojos sino hasta que se vio rodeado de los sonidos reconfortantes de la casa vacía: el traqueteo del viejo refrigerador, la gotera de la ducha. La radio del vecino canturreaba:

Esta chica es mía

casi casi mía

Está loca por mí

pero aún no se fía.

Oh, aquello había sido mejor que insultarla, pensó.