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Cultură

Las peores historias de roomates

Vivir con las personas equivocadas te puede meter en problemas muy grandes.

Ilustraciones por Alex Jenkins.

Compartir un departamento se ha convertido en prácticamente la única manera de salirte de casa de tus padres. Las rentas impagables para salarios de mierda nos llevan a buscar las opciones más baratas para acomodar nuestra existencia. Buscamos las mejores zonas y un cuarto con balcón, ponemos nuestra mejor sonrisa, y salimos a buscar un rinconcito para llegar ahogados los fines de semana, creyendo que eso será lo más difícil del proceso. Pero vivir con las personas equivocadas puede meterte en problemas enormes. Aquí hay algunas de las peores historias de roomies, para que lo pienses bien antes de mudarte con la primera persona que te diga que sí.

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Nunca vivas con jipis

No hay cosa más chaca que pueda hacer un roomate que jinetear el dinero de la renta.

Hace un par de años viví en un departamento del centro de la Ciudad de México, a la altura de la Alameda. Mi roomate era una fotógrafa freelance de unos 30 años. Una de esas jipis que hablan de la vibra, el universo y energías, y pasan todo el día en pants. La conocí por chamba y algunos amigos en común. "Te robé un sandwich", me decía cuando tomaba de la despensa que compraba para mis semanas, y el arenero de su gato lo limpiaba hasta que el olor era insoportable. Aún así, eran cosas que soportaba. El contrato del departamento estaba a su nombre y ella se encargaba de pagar la renta. Una vez al mes le daba el dinero de la renta y ella se lo entregaba al casero. Todo bien.

Un día me dijo que se iba de viaje y no iba a estar en el departamento durante un mes. Que le diera el dinero de la renta para pagarla. Que una amiga suya iba a ir a visitar y a limpiar el arenero de su gato y que ahí nos veíamos luego. La amiga nunca fue y el arenero se llenó de mierda rápidamente. Semanas después el casero tocó la puerta. Iba por la renta. Le expliqué que mi roomate ya la había pagado, pero dijo que no. "No han pagado desde hace varios meses". En ese momento llamé a mi roomate y le pregunté qué estaba pasando. Se trabó; dijo que ella se arreglaba con el dueño cuando llegara y que no me preocupara. Con mucha pena le expliqué al casero que yo no me encargaba de eso y que según yo los pagos habían sido puntuales. "De pura casualidad, ¿cuánto pagamos de renta?", le pregunté. El monto que me dijo era igual a mi parte "proporcional" de la renta: ella y el gato vivían de gratis ahí. —Alejandro, 28 años.

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Cuidando borrachos cagados

Me preparaba para ver una película con mi novia mientras una de mis roomies tomaba con sus amigos en el patio. Como iban a salir de antro, estaban precopeando desde unas horas antes para gastar menos. Se despidieron mientras yo hacía unas palomitas, y unos minutos después (antes si quiera de acabarnos las palomitas), volvió mi roomie con una de sus amigas. Las traían cargando. Estaban pedísimas, una de ellas inconsciente.

Los güeyes que las trajeron se regresaron al antro y las dejaron ahí. Mi roomie, como pudo, se fue a su cuarto y se quedó acostada en la cama, pero dejó a su otra amiga tirada en el piso. Cuando nos acercamos, vimos que estaba meada y cagada. Un charco café de diarrea salía de su vestido y se expandía por el piso de la sala. Pocas veces había visto a alguien tan borracho; incluso creí que se podía morir.

En lugar de película, mi novia y yo nos quedamos viendo a la amiga borracha de mi roomie mientras decidíamos qué hacer. Su amiga estaba dormida de ebria y sus otros "amigos" en el antro. Finalmente, después de pensar que en verdad podía pasarle algo si nadie la cuidaba, llamamos al casero. Cuando llegó, nos dijo que él se hacía cargo y finalmente pudimos ver la película, aunque ya ni pusimos atención. Al otro día todavía se podían ver las huellas de popó en el piso. —Juan, 25 años.

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Se masturbaba en mi cama

Compartía depa con un tipo en Boston. Un día llegué a casa y cuando agarré la manija de la puerta de mi cuarto, esta se abrió sola. Mi roomie estaba frente a mí, de pie, vestido solo con unos pantalones muy cortos y empapado de sudor.

En cuanto me vio, empezó a vomitar su excusa: que se descompuso su laptop y tenía que consultar el correo. "Va, todo bien", respondí mientras se retiraba a su cuarto.

Más tarde me di cuenta que Safari estaba abierto, y yo jamás uso ese buscador, así que eché un vistazo al historial de búsquedas. Fue entonces cuando descubrí una larga lista de enlaces a CreamPie.com o algo así. Saqué a relucir mis dotes detectivescos y descubrí una aplicación que convierte la webcam del portátil en una cámara de seguridad que, en cuanto detectaba el movimiento, se ponía a hacer fotos.

Esa noche me fui a dormir a casa de un amigo y no volví a casa hasta el día siguiente. Fui directo a comprobar la carpeta en la que debían guardarse las fotos que hiciera la cámara y… ¡pam! La carpeta estaba llena de fotos de mi compañero jalándosela. Con mi laptop. En mi cama.

En un principio no supe bien qué hacer con aquella información, por lo que opté por no decir nada hasta pasado un mes, cuando él inició una discusión conmigo por alguna mamada. La discusión fue subiendo de tono hasta que al final grité: "¡Al menos yo no me chaqueteo en tu cama!"

Se quedó helado y al cabo de un instante me dijo que estaba loco por "inventarme" algo así. "Mira, güey, tengo fotos en las que sales haciéndolo", le dije. Ahí sí tuvo que callarse y no volvió a abrir la boca. —Stephen, 29 años.

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Incendió la casa

Vivía en una casa de cuatro cuatros en Nueva York que era como una fiesta continua. Una de mis compañeras era una chica bajita que fumaba muchos porros. Una noche dejó una vela encendida encima de una silla en su habitación y se marchó de casa. Unas horas después, recibí una llamada de los vecinos avisándome de que había un montón de camiones de bomberos frente a nuestra casa. Cuando llegué, la casa estaba en llamas.

Al final solo se había quemado su cuarto, pero todo el piso y todas mis cosas habían quedado destrozadas con el agua que habían echado los bomberos. El casero no contestaba el teléfono porque era judío jasídico y aquello ocurrió un sábado.

Por su parte, mi compañera nunca admitió que fue su culpa. Fueron los bomberos los que tuvieron que decirme lo que había pasado. —Carol, 30 años.

El Pepino me entregó a la policía

"Güe, se metieron a robar al depa. Necesito que vengas. Aquí está la policía". Era la llamada que arruinaba mi consomé y por la que debía movilizarme de inmediato al lugar donde vivía con tres roomies: un adicto a los videojuegos y las bongas mohosas que se encontraba fuera de la ciudad ese día; y una pareja de amigos que hacía algunos meses atrás habían viajado del norte del país para vivir en México.

Al llegar al edificio noté tres partrullas con torretas encendidas, lo cual elevó mi ritmo cardiaco al máximo pensando que quizás Pepino, el roomie que me llamó, había logrado capturar al ladrón, o mejor aún, que todo había terminado en algo violento con algún individuo lanzado desde las escaleras de nuestro cuarto piso.

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Noté cuatro oficiales resguardando la entrada del departamento. Tres más rondaban por dentro, revisando clósets y cajones. Pepino me esperaba en mi cuarto junto con un teniente y su segundo.

De inmediato comenzaron a cuestionarme: nombre, lugar de nacimiento, ocupación, qué me encontraba haciendo por la mañana. Al mismo tiempo el segundo al mando me cacheaba y revisaba mis pertenencias y mochila.

Conforme avanzaba el cuestionario, las preguntas comenzaban a parecerse más una acusación que a un levantamiento de denuncia. Pensé que mi acento norteño, las botas de armadillo y la camisa a cuadros daban la sospecha al teniente de que pudiera estar involucrado con el narco, pero todo se confirmó cuando uno de los oficiales entró al cuarto con una bolsa ziploc conteniendo las porciones de mariguana de todos los habitantes del departamento, más algunos artículos de parafernalia como pipas y bongas.

Pepino había dejado entrar a un grupo de policías corruptos a levantar la denuncia, pero después de encontrar una bonga en el clóset de servicio, lo comenzaron a cuestionar. Conforme vieron sus nervios aumentar, decidieron revisar el departamento y vaya sorpresa al encontrar debajo de mi colchón una bolsa conteniendo tres porciones distintas de mariguana. La cantidad en total no llegaba ni a media onza, pero al verse acorralado Pepino decidió que era mejor idea decir que toda era mía y llamarme para que viniera personalmente a dar razones a la policía. Y de paso que me llevaran arrestado por narcomenudeo.

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¿Sabes lo que hay en esta bolsa?, preguntó el segundo al mando mientras el Teniente me miraba fijamente a los ojos buscando una reacción que me condenara. "Es mota, unas bongas y una pipa. No me vaya a decir que no la conoce, Teniente. Una de esas bolsitas es mía pero las demás son del resto de los que viven aquí". Y comenzó el interrogatorio. ¿Para quién trabajas? ¿Dónde la conseguiste? ¿Dónde la conseguiste? ¿Dónde la conseguiste?

Nueve veces se me preguntó, nueve veces respondí lo mismo: trabajo para un medio de comunicación y esto me lo regaló un amigo. La décima respuesta fue: "¿Qué no saben español? Si va a tronar, que truene de una vez. No tengo tiempo para sus mamadas".

Eso bastó para salir escoltado por policías de mi departamento mientras el Teniente me amenazaba a gritos sobre lo mal que la iba a pasar si no le decía para quién trabajaba y dónde conseguía mi mercancía.

Mientras esperaba en la patrulla, logré mensajear a un amigo para pedirle su abogado, y publicar un tweet sobre mi detención arbitraria y el rumbo hacia donde me dirigía. La guerra del narco brillaba en su apogeo, y las desapariciones a manos de la policía eran el pan de cada día.

Nuestra primera parada fue la comandancia de policía de la colonia Roma. Pepino y su chica también me habían acompañado en la patrulla, y nos tenían sentados en espera para levantar la denuncia de robo. Justo antes de llegar nuestro turno, pasa el Teniente con un par de oficiales y señala en voz alta que yo voy "directito a la PGR". Ahí donde se tratan los delitos relacionados al narcomenudeo.

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La PGR, como cualquier oficina de gobierno, es horrible. La decoración noventera se había tornado más deprimente aún gracias al ollín y smog que se ha quedado pegado en sus ventanas y lobby principal. Y el olor a torta de pierna y papel bond, no ayudaba en nada a la escena.

Al llegar a ventanilla los dos oficiales explicaron la razón por la que estaba ahí. Estaba siendo acusado de narcomenudeo, sin embargo omitieron todo el detalle de que habían entrado a mi departamento sin el debido permiso, y que estaban ahí por denuncia de robo, no para investigar.


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Esto lo detallé al momento de dar mi declaración. Justo después de presentar mis debidas credenciales como miembro de un medio de comunicación y mi credencial de periodista. Hubiera pagado dólares por haber podido grabar la palidez de la cara del secretario del ministerio público mientras le contaba que trabajo para un medio internacional.

Para mi fortuna, dado que era hora de comida, la oficina se encontraba lo suficientemente vacía como para que no estuviera presente la Ministerio Público en turno, por lo que era su segundo al mando quien nos atendía: Un norteño de mediana estatura que creció muy cerca de donde yo, y que entendía perfecto mi acento y jerga.

Y fue con ese mismo acento y jerga que me hizo a un lado y regañó en privado sobre cómo debo reaccionar ante situaciones como la de ese día, y sobre lo tonto que era al haberme expuesto así.

Minutos después hubo una reprimenda similar para los oficiales que me habían presentado, la cual pude escuchar se aderezó con frases como "no sean pendejos" y "¿Qué le voy a decir yo a la ministerio, que se les dio la gana de levantar a alguien?"

Después de esto, el secretario nos reunió a los tres y le pidió a los oficiales que me llevaran a casa. Estrechamos manos y saludos. Y de nuevo me subí a la patrulla. Esta vez con rumbo a mi hogar, todavía escoltado por un policía a mi derecha que insistía en que denunciara al teniente por corrupción y secuestro, mientras me aconsejaba que dejara de drogarme en la calle y que le hiciera como él, un periquito, una puta y un cuarto de hotel.

Llegué a casa antes de que Pepino regresara de levantar la denuncia. Se sorprendió al verme de regreso en mi cuarto. "¿Qué haces aquí?", me preguntó. Solo pude responder: CHTM.—David, 32 años.