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Coronavirus

Tristeza, ansiedad y miedo: por qué prefiero que siga habiendo cuarentena total

Me niego a ceder a la idea de una nueva normalidad que nos permita hacer borrón y cuenta nueva.

Formentera ya está en la fase dos y Barcelona, la ciudad en la que vivo, ha entrado en fase 0,5, pero hasta ayer yo aún no había salido a dar un paseo. Tenía insomnio, no trabajaba y era demasiado pronto como para trastear en casa con mi pareja y mi perro durmiendo. Pensé que era la ocasión ideal para cumplir con aquello que todo el mundo parece estar encantado de hacer: caminar, divagar, recorrer las calles sin rumbo fijo, como una Cenicienta de estrictos horarios que tiene que estar en casa antes de que la magia termine y empiecen las multas. Mi ruta consistió en ir y volver a la oficina cerrada donde antes me sentaba frente a un ordenador ocho horas seguidas, para asegurarme que la vieja normalidad seguía allí, esperándome. Al llegar casa mi pareja y mi perro seguían dormidos.

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Durante todo el trayecto no puede dejar de pensar en los muchos mensajes que han corrido estos días por redes sociales, argumentando que pasear es una de las pocas actividades antisistemas que nos quedan. Andar por el simple hecho de mover las piernas, de respirar, de mirar distraídamente a nuestro entorno, pura ociosidad en movimiento. Pero mientras lo hacía, más que la libertad del flâneur, lo que sentía era que estaba validando el sistema, haciendo un doble check a los imperativos productivistas. Pensaba todo esto, por supuesto, porque yo no sé pasear: cuando cruzo el portal de mi casa no tengo ni idea de para qué lado de la calle tirar, me angustian las miradas de la gente, las mascarillas, las personas que no las llevan, saber que nadie va a ningún lado y que en los balcones puede haber mirones acechando como hermanastras envidiosas.

Pero no soy la única. Antes de salir de casa tenía en la cabeza a una señora que contó en el telediario lo mucho que le habían defraudado los paseos: después de oír a sus familiares y amigos referirse a esta actividad con todo tipo de grandilocuencias, ella lo único que sentía era cansancio en las piernas. La noticia, de hecho, era que esa señora no pensaba volver a salir de su casa. A continuación se mostraban algunos casos similares: gente harta de este proceso ambiguo y lento hacia la nueva normalidad. Gente que prefiere no participar en esta gala de Operación Triunfo donde no tenemos ningún poder individual para demostrar que podemos cruzar la pasarela hasta la siguiente frase. Gente que tiene miedo a que otra vez se inunden los hospitales, a que la curva remonte, a que la cifra de muertes no deje de crecer.

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Entre esa gente también está mi amiga Andrea, que me ha superado en esto del confinamiento estricto y hasta ahora ha esquivado prácticamente todas las salidas posibles. “La verdad es que en mi cabeza desde que empezó todo esto el plan era adaptarse al confinamiento, pensando que duraría cinco o seis meses, y después creía que un día nos abrirán las puertas y ya está, que nos dirían venga, vuelve la vida a las calles. Ese día se abriría todo de golpe, restaurantes, bares, cines, sitios de bailar”. Al mismo tiempo, me advierte que dada la situación actual, entre la confusión y los mensajes contradictorios en medios y redes, tampoco encuentra motivos concretos para no salir, simplemente piensa que quedarse confinada es la mejor opción para ella. “En mi cabeza la desescalada nunca existió y creo que tampoco nos la explicaron para no asustarnos, porque la desescalada es el auténtico drama: la dosificación de ir a la calle y sumirte en la mierda, ver todo cerrado, ver que no puedes tocarte con las personas. Yo no sé qué tipo de plan es ese de quedar con tus amigos a pasear sin tocarte, pero a mi no me vais a ver ahí”.

Esta es otra de las cuestiones que rondan mi cabeza, cuando por fin nos habíamos adaptado a la normalidad de la cuarentena, de golpe tenemos que asimilar nuevas normas y horarios para poder salir; y tenemos que hacerlo semanalmente y casi por obligación: en la calle nos espera un sistema de vigilancia a base de multas aleatorias –así lo demuestra la celebración sin apenas intervención policial de manifestaciones de extrema derecha en el centro de Madrid– para verificar lo buenos ciudadanos que somos. Sin embargo, no se trata solo de que tengamos que leer rápidamente el BOE a pocas horas de su aplicación, sino de que estas directrices sobre las que apenas tenemos control marcan nuestra forma de relacionarnos con amigos y familiares, los días que nos faltan para poder abrazar a nuestra madre y también los que le quedan a nuestros abuelos para conocer a ese nieto que nació durante la cuarentena.

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“La sensación que tengo es como si de alguna manera estuvieran engañando a nuestra mente todo el rato con este juego de libertades”, sigue Andrea, que además me dice que ayer pensando en la cama encontró una analogía para lo que estamos viviendo: “la desescalada me recuerda a cuando en el aeropuerto la gente se levanta muy nerviosa porque parece que van a abrir las puertas de embarque. Todo el mundo tiene el billete con su número de asiento pero igualmente se levantan: hay que hacer una cola, hay que estar de pie incluso tres cuartos de hora antes. Yo veo así la desescalada, estamos de pie sabiendo que vamos a poder entrar igualmente en el avión, pero en lugar de escoger estar sentados escuchando música, leyendo un libro, o mirando el móvil en los asientos cómodos que nos ofrecen, la gente intranquila necesita apelotonarse en esas colas porque eso les hace sentir más cerca del objetivo, montar en el avión o en este caso, volver a nuestra vida de antes”.

Me río con este mensaje porque es innegable lo predecibles que podemos llegar a ser: basta que nos digan que podemos hacer algo que antes no podíamos para que nos lancemos a ello. Pero a mi, lo que más me sigue pesando es que esta reflexión opera en un contexto, la nueva normalidad, donde la incertidumbre se ha coronado como característica principal. El caso es que mientras tratamos de adaptarnos a lo que se puede y no se puede hacer, las cifras indican que, aunque en una curva descente, el virus sigue circulando. Las preguntas son inevitables: ¿y si aun respetando todas las normas soy una portadora asintomática y con ese primer abrazo también provocó un sufrimiento futuro? ¿Qué consecuencias funestas pueden tener nuestros paseos en la salud de los demás? ¿No sería mejor esperar a estar seguros de que no habrá un retroceso para salir a la calle?

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“El exceso de información de los medios ha ido alimentando el miedo de la gente. No olvidemos que nos han inculcado durante dos meses por la tele cada cinco minutos el eslogan ‘yo me quedo en casa’. Por este motivo ahora salir a la calle supone convivir con el peligro del que nos hemos estado refugiando durante todo este tiempo”, explica el psicólogo del portal ypsihablamos? Octavio Liñán, experto en trastornos de ansiedad, que se refiere a este fenómeno como “el síndrome de la cabaña”, y aunque explica que no se trata de una patología, sí que advierte que se hará más peligroso cuanto más tardemos en enfrentarlo: “nuestra casa era hasta hace unos meses un lugar de descanso y de seguridad para cobijarnos. Todo esto ha cambiado, el hogar ahora ha pasado a ser nuestro refugio, nuestra barrera ante los peligros del exterior. Si las primeras veces que la persona sale a la calle experimenta tensión, nerviosismo, alerta o ansiedad, y evita estos sentimientos refugiándose en casa, la próxima vez que tenga que salir estas emociones se habrán reforzado”.

Claudia se siente reflejada en algunos de estos síntomas y por eso, a pesar de que en su ciudad ya están en la fase uno, ella sigue haciendo prácticamente lo mismo que hacía cuando el desconfinamiento no era ni siquiera un tema de conversación. Entre sus razones vuelve a salir a relucir lo costoso que ya fue adaptarse a la cuarentena –“aunque los primeros días se me hacían interminables, ahora me he acostumbrado y me va a costar mantener el ritmo de la vida que llevaba antes”– así como el miedo a vivir una situación de emergencia como la que seguimos afrontando, su situación es aún más delicada porque convive con familiares de alto riesgo. “En mi opinión es temprano para salir a la calle, creo que la desescalada se están llevando a cabo de manera muy precipitada, y hemos pasado de no poder salir de casa a poder ir a una terraza super rápido. Yo no siento la necesidad de ir a charlar a un bar cuando cientos de personas están muriéndose cada día”.

En una situación semejante está Alícia, que vive en Manacor, en Mallorca, donde también están ya en la fase 1. “Yo miedo no tengo, pero me da rabia ver que la gente tiene tantas ganas de volver a su vida normal, que no es consciente de en qué punto estamos: hay un montón de gente en los bares, de fiesta o haciendo botellón”, me cuenta preocupada. Le inquieta la posibilidad de que haya un rebrote, por lo que quedarse en casa es para ella una cuestión de responsabilidad sanitaria. Sin embargo, más que el angustioso síndrome de la cabaña, Alícia siente que el encierro ha evidenciado que ciertos modos de vida no tenían nada de normal: “la gente se ha vuelto más consciente de cómo era su vida de antes, y no quieren pasarse el día básicamente trabajando y haciendo las labores de casa, sin tiempo para ti y para los tuyos. Con la desescalada nos vemos forzados a volver a esa vida normal, entre comillas, pero ya no desde el punto donde estábamos antes, que íbamos con piloto automático”.

Ante esta sensación de mejoría en algunos aspectos el psicólogo también cree que deberíamos ser cautelosos, puesto que “para nosotros los mediterráneos nuestra verdadera naturaleza era la anterior. En efecto, somos gente sociable, de poca distancia interpersonal y de mucho contacto físico. Poco a poco, tenemos que salir de ese mundo de pantallas con contactos virtuales e intentar ir adaptándonos a la búsqueda de lo que teníamos en nuestra vida anterior, de quienes somos y qué queremos dentro de esta nueva realidad”.

Lo cierto es que aunque me ayuda que haya quien esté en una situación parecida, tampoco me veo reflejada del todo en estos síntomas: evidentemente me pesa el miedo a que haya nuevos contagios y a que se repitan las imágenes de hospitales desbordados, pero no estoy paralizada en casa, he conseguido superar la angustia de la incertidumbre si alguna amiga me insiste para salir a dar un paseo y hablar un rato. Lo que ocurre es que todavía me niego a ceder a la idea de una nueva normalidad que nos permita hacer borrón y cuenta nueva, como si la desescalada fuese una forma de reconquistar el pasado y no una transición hacia una realidad nueva, diferente, que no nos permitirá olvidar la pandemia como a un desamor de verano.

Es volviendo a una columna de Alana Portero escrita hace ya casi dos meses, en plena crisis, cuando me doy cuenta de que lo que me persigue, en realidad, es más difícil de describir que el miedo a una multa o las ganas de dar un abrazo. Si no quiero afrontar la nueva normalidad rápidamente es porque allí habrá cosas que habremos perdido sin remedio, nombres e historias que merecen ser reconocidas como importantes y que aún no hemos encontrado cómo hacerlo: las vidas de las víctimas y el dolor silencioso por esas pérdidas que no encontraron forma de expresarse sin funerales o entierros. “A menudo leo cómo nos preguntamos unas a otras qué es lo primero que vamos a hacer cuando termine el confinamiento”, escribe Portero, “antes de los besos, de los abrazos, de los paseos, de esa cerveza fría al sol o de correr unos kilómetros, me gustaría despertar de este sueño de sudadera y calcetines gordos y llorar un mundo, sentir todo el miedo de golpe, experimentar el vacío de los que se han ido en toda su amargura, reconectar con ese mundo que ahora veo a través de unas cortinas feas, aburridas y no demasiado limpias”.