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Comida

Fundé una confitería vegana por accidente que me puso mi vida de cabeza

Nada de esto fue planeado. A pesar de mi secreto sueño de adolescente de ser un chef de repostería, fui a la universidad y obtuve un diploma en inglés, y me había quedado con ser correctora de estilo en el sitio de una importante revista.
Photo courtesy of La Pirata.

Un periódico local me llamó "La reina de los no-lácteos". Mis galletitas de linzer eran famosas entre los bloggeros. Un hombre tomó un micrófono en una reunión de veganos en Nueva York de la que hice el catering y dijo: "He sido vegano por veinte años y estas son las mejores galletitas de chispas de chocolate que he probado".

Nada de esto fue planeado. A pesar de mi secreto sueño de adolescente de ser un chef de repostería, fui a la universidad y obtuve un diploma en inglés, y me había quedado con ser correctora de estilo en el sitio de una importante revista. Esto trajo esa inquietud que es requisito a mediados de los 20 años, y empecé a hornear mucho. Más o menos una torta cada pocos días. Estaba constantemente en Williams-Sonoma, acariciando las batidoras KitchenAid hasta que finalmente ordené una para mí. En el tiempo libre que tenía en mi trabajo, leía recetas de forma obsesiva y miraba al costo de las escuelas culinarias. No me parecía posible, así continué con el horneado amateur, incluso cuando hice la transición al veganismo. Cuando las recetas veganas básicas resultaban tener un gusto horrible – una torta de crema grasosa Earth Balance y aceite de canola seco – desarrollé una mantequilla basada en aceite de coco que replicaba perfectamente los lácteos en las cremas mantecosas y galletitas.

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Lo única cosa que se me ocurría hacer con este exceso de dulces veganos era llevarlos a mi estudio de yoga, donde eran recibidos felizmente sin ningún tipo de juicio de cualquier tipo por la gente amable que desesperadamente necesitaban una excusa para sentirse menos culpables al complacer sus ágiles cuerpos ganados con mucho esfuerzo. De repente, tenía una orden de 200 cupcakes para un evento, pedidos de tortas de cumpleaños, y una conexión a una tienda de comida natural local. Considerando mis aspiraciones de sueños adolescentes y el hecho de que miraba maratones de la Guerra de los Cupcakes en el Food Network, pensaba en el nombre que le pondría a mi confitería. No creía que debía pasar estas oportunidades, a pesar de no tener ninguna idea de cómo manejar un negocio. Tenía un logo diseñado, compré el nombre del sitio web, y desarrollé un menú completo par La Pirata Kitchen – un nombre que a ninguno de mis amigos le gustó, y lo que me hizo que me gustará aún más.

No le puse La Pirata porque sabía que la forma en que lo estaba haciendo todo – en la cocina de mi apartamento sin papeles o entrenamiento para el manejo de alimento- era ilegal. Simplemente me gustaban los piratas, y el idioma español y pensé que era cool que fuera explícitamente femenino. Dándole el "kitchen"(cocina) en vez de confitería también me permitiría, en un futuro distante, extenderme a los productos salados. Esto fue todo una locura, pero no fue hasta que empecé un negocio de comida accidentalmente que descubrí el tipo especial de infierno en el que me metí.

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El darse contra la pared es parte del curso cuando uno intenta profesionalizar una pasión, y parece que cuando tu pasión es la comida es aún peor. Una vez que empiezas a ponerle el precio correcto a tus productos y ves lo que tienes que cobrar para obtener una ganancia, es difícil no caer en un espiral de terror y auto-odio. La mantequilla basada en aceite de coco orgánica que yo mezclaba con un montón de azúcar orgánica de comercio equitativo era hermosa y deliciosa en teoría, pero en la práctica cuesta $.50 por cupcake. Los cupcakes de chocolate, hechas con –por supuesto- cacao en polvo de comercio equitativo cuestan $1 cada una. Un envoltorio para cupcake sin lejía o clorina es tal vez un centavo si compras una gran cantidad del lugar adecuado, así que por lo menos en eso estaba bien. Pero si empaquetas tu cupcake en un contenedor de plástico de maíz de $1.50, le agregas una etiqueta hecha de forma sostenible impresa por el pequeño negocio de un compañero vegano, e imprimes una etiqueta con los ingredientes en la impresora de tu casa, le agregas otros $.75. Y es así como tu cupcake se transforma en $4.25. Si la vendes en una tienda, haces $2 de ganancia, pero si lo haces al por mayor depende de tu trato con la tienda. El subirle el precio puede hacerlo inaccesible y hacer que se consuma en una estantería, un miedo constante cuando tu producto es perecedero, de nicho, y un lujo.

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Los márgenes eran tan estrechos que no podía considerar el pagarme yo misma. Cada dinero que entraba iba directo devuelta al negocio, para nuevas ollas, un nuevo procesador cuando una noche el pequeño que tenía empezó a echar humo cuando hacía el mazapán de rutina. Aún tenía mi trabajo en la revista, así que me despertaba a las 5 AM, horneaba magdalenas y le ponía la crema a los cupcakes que había congelado la noche anterior, iba a yoga a las 7 AM, hacía una entrega, y volvía a casa para empezar mi trabajo por ocho horas. Cuando la confitería creció empezó a tomar más de mi tiempo, los aspectos piratas de la operación empezaron a ponerme nerviosa, y sabía que no iba a renunciar a mi trabajo sin legitimar el negocio o registrar una LLC, comprar un seguro, obtener un certificado con el Departamento de Agricultura, alquilar una cocina comercial, y más. Para hacer todo eso, necesitaba alrededor de $3000. La forma más amable de suplicarle a mi familia y amigos a que me ayudaran fue a través de un Kickstarted, así que un amigo me hizo un video y mi campaña logró todos sus fondos en un par de días. Fue tan exitosa tan rápido que el periódico de Long Island Business News, un canal de noticias local, u otros medios de prensa pequeños lo cubrieron. Finalmente tenía algo de dinero, y todas las certificaciones estaban saliendo. Solamente necesitaba una cocina real.

La investigación me llevó a unas incubadoras de pequeños negocios en Long Island que ofrecían espacios de cocina a precios relativamente bajos y prometían ayuda con la expansión. Una reunión con una incubadora también expresó interés en invertir, me preguntaron – luego de todo mi rollo acerca de que todo era hecho de la nada con ingredientes orgánicos – si consideraría agregarle M&Ms a mis galletitas. Una cocina comercial privada quería $135 por cuatro horas, sin horas adicionales para la limpiezas. Mi tercera y última opción era una incubadora financiada por la universidad Stony Brooke en North Fork, Long Island, a una hora de donde vivía en Huntington. Ellos ofrecían el mejor apoyo y costo, así que firmé con ellos, tomé mi curso de manipulación de alimentos, y reservé el único tiempo disponible antes de mis eventos de re-lanzamiento: Jueves de 10 PM a 2 AM. El hacer las cosas legítimamente no iba a hacer esto menos agotador.

La Pirata Kitchen legal debutó en el Festival Vegano de Long Island el sábado 14 de julio de 2013 a un año exacto del día que hice mi primer pedido de 200 cupcakes. Desde el cambio de cocina el jueves, me he estado preparando sin parar: empaquetando galletitas y cupcakes, haciendo carteles rústicos de pizarrones, y promoviendo la confitería lo mejor posible. Vendí todo en el festival a pesar de hacer cientos de galletitas, lo que hubiera sido un motivo de celebración si no hubiera significado que no tenía nada para ofrecer en la feria de granjeros el día siguiente. Luego de todo el esfuerzo de tener una cocina comercial, estaba todavía despierta la noche del sábado cocinando en mi apartamento. Por siempre pirata.

El agregar las ferias de granjeros de los fines de semana a las tres entregas al por mayor que estaba haciendo cada semana, además de los pedidos especiales, fue la verdadera flota, si no te ahogabas en el negocio. O continuaba mi labor a través de el agotamiento hasta que pudiera pagarme a mi misma un pequeño sueldo y renunciar a mi trabajo o tendría que desilusionar a todas las personas en mi vida que creyeron lo suficientemente en mi como para darme su dinero. También estaban todos los clientes a los que había llegado a adorar, lloraba luego de que las madres me llamaran para agradecerme porque sus hijos con alergias al huevo o a los lácteos habían disfrutado sus tortas de cumpleaños.

La decisión resultó no estar en mis manos. A principios de agosto, mi novio y yo rompimos. Él había sido un apoyo de fondo – haciendo un programa de computadora que ponía precios a los productos, manteniendo el tiempo de cocina bien organizado, y explicándole a la gente mejor que yo por qué el veganismo era una elección válida (a pesar de que él era omnívoro). Era claro para él que el quedarse conmigo significaría manejar una confitería, y eso no era lo que él quería; era claro para mi que no podía hacerlo completamente sola. Aturdida por los próximos días, tuve que cocinar la torta de cumpleaños final que había sido ordenada. Ninguna de las tortas había sido tan difícil de hacer. Cada momento que una vez me había dado tanto placer – fue un esfuerzo. Sería mi última torta por meses.

Me mudé casi inmediatamente de Long Island a Brooklyn, lejos de la cocina comercial que había estado usando. No había lugar para hornear en la cocina que compartía con cuatro compañeros de departamento. Cuando unos meses más tarde pensé que tenía la fuerza suficiente como para hacer galletitas, el aroma de la vainilla me hizo caer en el suelo llorando. El final de mi relación fue una lección; lo que realmente me dolía era mi confitería, y mi sueño que se fue con ella. Necesitaba la comunidad de amigos que tenía en la ciudad. Necesitaba resolver mi vida sin la persona que era la más cercana a mi- no había lugar para el negocio que dependía de nuestra relación para funcionar. Ahora puedo hornear nuevamente, pero no voy a intentar abrir una confitería de nuevo. La inocencia, la magia y el momento que eran esenciales para ello se han ido. Sólo las recetas, alrededor de 25 libras de azúcar orgánica, cientos de etiquetas y un par de miles de dólares en deudas permanecen.