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Fotografías de Ollin Velasco.

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Cultură

Este grupo de ciegos da masajes gloriosos en el centro de la CDMX

Según cuentan quienes han necesitado sus servicios, se trata de unos genios que ven y hablan con las manos.

Artículo publicado por VICE México.

Huele a humedad. El número 43 de la calle Donceles, en el Centro de la Ciudad de México, es una casa vieja, oscura y fría, a la que sólo entran el ruido del exterior y una que otra persona con el cuello contracturado, la espalda hecha nudos por el estrés o la cadera maltrecha.

Una estancia con los muros tapizados de plantas que nadie sembró, da a un pasillo donde ocho sillas componen la sala de espera del Centro de Masajistas “Dr. Alfonso Herrera”. Sería un lugar común y corriente de terapia, de no ser porque los nueve hombres que atienden son ciegos y, según cuentan quienes han probado sus servicios, son unos genios que ven y hablan con las manos.

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Terapia en la oscuridad

Me siento en una de las sillas. Nadie ha llegado aún a cubrir el turno de la tarde. Luego escucho pasos. Es uno de ellos. Viene caminando despacio por el pasillo, con la mirada triste y perdida de los que no ven. Pasa de largo. No nota que estoy ahí porque no hago ruido. Luego le digo “buenas tardes” y voltea en dirección a mi cara. “Buenas tardes, señorita, ¿en qué le puedo servir?”

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Leonardo Guayuca trabaja ahí desde hace 11 años, aunque el sitio lleva 29 abierto. Mientras habla conmigo, cuenta tres pasos a la derecha y cuatro al frente hasta llegar a una caja metálica cerrada con un candado. Saca de su bolsa del pantalón unas llaves. Abre sin titubeos el armatoste y saca una bata blanca.

“Aquí damos masajes de dos tipos. Uno es el antiestrés, que tiene varios precios: si es de un brazo o pierna, cuesta 150 pesos; de medio cuerpo, 200, y si es completo, 300. El otro es el masaje deportivo, que es más complicado. Para ese sí tienes que estudiar por lo menos dos años antes de poder hacérselo a alguien”, dice, al tiempo que toca la pared más cercana para orientarse y llega a sentarse a mi lado.

Según cuenta el hombre de 58 años, el Centro de Masajistas empezó por iniciativa de siete egresados de la Escuela Nacional de Ciegos, especializados en la carrera técnica de Masoterapia. De ellos, sólo uno sigue vivo y labora ahí todavía.


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“El trabajo es muy tranquilo. Nos permite tener contacto con otras personas y ayudarlas. Yo me siento seguro de hacerlo porque, además de mi carrera en la Escuela Nacional de Ciegos, hice tres talleres en la UNAM: de anatomía, medicina del deporte y masaje deportivo”, cuenta.

Los masajes más socorridos en esa pequeña clínica, incrustada en una calle donde por tradición se venden libros de segunda mano, son para aliviar dolores propios de la edad. Quienes más los visitan son adultos de entre 30 y 70 u 80 años. Atienden a una decena al día. Los jóvenes, dice Leonardo, “se curan a la primera porque son como de goma.”

Entonces le pido al terapeuta que me enseñe el lugar donde trabajan. Él se levanta. Luego cuenta cinco pasos al frente, dos a la derecha y entra al área de cabinas. Son cuatro y, como todo en ese edificio, también huelen a humedad.

Cada una tiene su cama de masajes, una silla, un anaquel donde guardan aditamentos y un póster didáctico con todos los músculos del cuerpo. Las paredes de cada cuarto tienen la pintura blanca carcomida. Pero el espacio real de trabajo luce impecable: las sábanas con olor a lavandería, el piso recién hecho, las toallas nuevas a la mano. Todo es muy austero, pero funciona para lo que se necesita.

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En el trayecto de vuelta a la sala de espera, él me adelanta que va a contarme su historia, “porque está interesante”. Yo acepto. Llegamos a las sillas del principio. Nos acomodamos al lado de unos números antiguos de la revista del Palacio de Hierro y de la Gaceta de la UNAM, así como un tomo amarillento de Las Profecías de Isaías.

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Entonces me platica la historia y finalmente entiendo por qué asegura que, por más de una razón, su mundo es oscuro.

Ciego o no

Leonardo recuerda muy bien el día en que perdió la vista: estaba muy borracho, caminando sin rumbo a las tres de la mañana en las calles de Santa Marta Acatitla, un pueblo al noreste de la CDMX donde se encuentra la cárcel de mujeres.

De pronto, un grupo de jóvenes se le acercó. Lo rodearon. Le pidieron sus pertenencias. Él, por el estado en el que iba, se envalentonó y opuso resistencia. Le dispararon en el costado de la cabeza y ahí se nubló todo. El mundo se volvió negro. Perdió la vista por completo. De un momento a otro quedó ciego para toda su vida.

“En el Hospital de la Ceguera, dijeron que la bala me había rozado y dañado por fuera el ojo derecho, y que se había quedado alojada detrás del ojo izquierdo. Luego me metieron a cirugía, sacaron el proyectil y unos cinco días después volví a ver cerca de un 25 por ciento del lado izquierdo. Me dijeron que habían hecho todo lo que estaba en sus manos.”

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El hombre se deprimió, pensó que su vida estaba acabada. Había terminado una carrera en ingeniería en alimentos, pero nunca se tituló, así que no podía pedir trabajo en ninguna parte. Menos con su restricción visual.

Luego pensó en ser abogado, pero recordó que otros amigos suyos lo habían hecho y estaban desempleados. Él no podía darse ese lujo. Necesitaba el dinero. No tenía más familia que sus primos y hermanos, pero no quería ser una carga.

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Por un tiempo fue vendedor ambulante de perfumes, al lado de Palacio Nacional. Pero era muy difícil y agotante. El tiempo hizo lo suyo y su visión fue deteriorándose. Ya sólo veía 5 por ciento en un ojo. En su puesto la gente lo empujaba, le robaban mercancía, tenía que empacar y salir corriendo como pudiera por los operativos de la policía. Un desastre.


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“Un día me decidí y me inscribí en la Escuela Nacional para Ciegos. Escogí inicialmente la carrera de Masoterapia porque era la que más pronto me dejaría ganar dinero. Pero con el tiempo le tomé cariño. Me ayudó mucho a agudizar los demás sentidos.”

Aunque ya hace cerca de 30 años que se acostumbró a un mundo sin luz, Leonardo dice que no hay día que no extrañe su vista. La experiencia le dejó muchas enseñanzas, pero asegura que no poder ver a la gente que quiere es algo que le duele.

Afortunadamente le gusta su trabajo. Todos los días hace dos horas de trayecto en transporte público desde La Raza, hasta el consultorio, y lo mismo de regreso. Y dice que no le pesa. Que ya se conoce bien la ruta. “Ciego o no ciego, uno tiene que comer. Y por lo tanto, ciego o no ciego, uno tiene que trabajar”, dice con una gran sonrisa.

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