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Identidad

El papel de un gay feminista en las celebraciones navideñas

Unas fiestas como estas, que van de quererse, compartir y reencontrarse, son la oportunidad perfecta para que rompamos con las tradiciones machistas.
Todas las imágenes cortesía del autor. Imagen modificada por VICE

Mi familia y yo somos de Cádiz y siempre celebramos las fiestas en casa de mis abuelos maternos. Les adoro, y nunca he considerado a mi familia más machista que otras que conozco. En estas celebraciones, sin embargo, percibo unas desigualdades muy gordas en ellos por las que no puedo pasar. Por muchísimo que lo intente.

Para mí, la Navidad es la época en la que la sociedad capitalista y machista brilla en todo su esplendor, a través de esta especie de obligación de adaptarnos a nuestros mayores y perpetrar una tradición súper injusta.

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Mis únicas peleas gordas con mi familia han sido en estas fechas, y han girado en torno, siempre, al machismo. Cada año la lío, y me pregunto por qué sigo yendo.

Quiero pensar que este machismo no lo vivo solo yo, y que por eso estáis leyendo este artículo. Decir en casa que iba a escribir sobre esto ya me ha servido para algo. En este momento, mi padre no quiere ni oír hablar del tema, y mi madre me ha ayudado a recordar situaciones donde haya vivido en sus propias carnes esa desigualdad.

En mis cenas navideñas somos cada vez menos personas. Los últimos años hemos sido mis padres, mis abuelos maternos, mis dos hermanos, Álvaro y Carlos (de 21 y 19 años), y yo (de 34).

Se aviva el resquemor: llega el catálogo de los Reyes Magos

Atmósfera general cuando el río navideño lleva demasiado caudal. Mi madre, mi abuela y mis hermanos, 1998

Cuando era pequeño, yo no quería absolutamente nada de lo que venía en la parte azul de los catálogos de los Reyes Magos, nada. Quería Barbies, solo Barbies. Millones. Nunca se las pedí a los Reyes Magos, porque creía que se reirían de mí por mariquita. Tenía 6 años, y era lo que me llamaban los niños del colegio.

Dos años más tarde, yo seguía queriendo una Barbie muchísimo, y ya no era edad de Reyes Magos. Un día, después de mucho pensar, me planté delante de mi madre en los grandes almacenes donde ella trabajaba con una una Barbie sirena preciosa con una melena rubia platino larguísima, en su caja rosa.

Esa muñeca era literalmente la ilusión de mi vida, y la necesitaba. Le pedí que me la comprara, y se lo argumenté con todo lo que se había estado pensando esos días: mis buenas notas, mi actitud, mi ayuda en casa y, sobre todo, lo injusto que me parecía tener que jugar con las Barbies más feas de mis amigas, que eran las únicas muñecas que me prestaban. Me la compró, y aún tengo esa muñeca. Fue mi primera victoria contra el patriarcado.

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Este año mi resquemor navideño empezó con la campaña de Lidl de “juega a ser mayor”, que muestra a a un lado planchas y batidoras rosas, y a al otro taladros y radiales. Cuando veo estas cosas, pienso en los niños que tampoco se atreven a pedirles algo que quieren a los Reyes Magos por miedo a que se rían de ellos, y me da muchísima rabia, y no puedo entender a quien decide qué va en estos catálogos, y cómo.

Tampoco a los padres que aún dudan en si comprarle un balón de reglamento a su hija o un disfraz de princesa a su hijo, por mucho que lo quieran. Los juguetes, simplemente, no deberían tener género. Ser homosexual, que por cierto es maravilloso, además, no está relacionado con eso. Si jugar con mi Barbie fue lo que hizo que me atrajesen sexualmente, muchísimo más tarde, los hombres, también debería haberme convertido en una preciosa sirena capitalista, y la verdad es que no.

La pestiñá

La pestiñá es una reunión navideña previa a todo este caos para las mujeres, en la que se amasan y elaboran los pestiños, dulce típico de Navidad. Y solo van mujeres. Se suelen juntar muchísimas, no solo familiares cercanas. A final es lo de siempre, mujeres trabajando para algo que van a disfrutar también los hombres, pero yo tengo un buen recuerdo de cuando iba a esto con mi madre.

Me parecía súper guay ver a mi abuela borracha, y no ver a ninguna de esas mujeres sirviendo a las demás

Hace años que no voy, y en parte es porque mi cabeza ha desarrollado esa imagen infantil y la ha transformado en una especie de fantasía feminista maravillosa, el matriarcado perfecto. La pestiñá es, de alguna forma eso, un espacio donde las mujeres se dan fuerza y ánimo para soportar lo que les espera. Recuerdo a estas mujeres que tanto quiero fumando, riéndose y bebiendo mucho alcohol con mucha alegría, una vez terminados los pestiños. Me parecía súper guay ver a mi abuela borracha, y no ver a ninguna de esas mujeres sirviendo a las demás.

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Las compras navideñas

Mi abuela, Milagros, se pasa prácticamente todas las fiestas en esta cocina. En casa de mis abuelos, 1992

En mi casa solo compran las mujeres, siempre. No solo compran, también gestionan el dinero, miran la oferta, y comprueban el ticket. Saben comprar. Si alguna vez va mi padre a por la compra de Navidad, mi madre termina devolviendo un montón de cosas y comprando otras iguales pero más baratas. Es por eso que vamos la Lucy (mi madre), la abuela (Milagros) y yo a hacer la compra de Navidad. Las tres.

Este año he ido con ellas además con la idea de escribir este artículo, y me he fijado en el resto de personas, perdón, de mujeres, que había en el super de mi barrio. Creo que he visto solo a 2 o 3 hombres en el supermercado y eso que el sitio estaba a rebosar. Pero eran todo mujeres; mujeres que hacían maniobras para estar en la pescadería y en la carnicería a la vez, empujando carros llenísimos, estresadas. ¿Y dónde estaban los hombres y el espíritu navideño? Los busqué.

Una señora que no conocíamos nos miró y nos dijo 'odio estas fechas, no puedo más. No han empezado todavía, y ya quiero que terminen'

Descubrí que ese super tiene una cafetería, y allí estaban todos. Hombres, alcohol, risas y jerséis de lana. Feliz Navidad. Me parecía, simplemente, flipante. Volví a mis compras, que se me pasaba el número. Ya en la cola, contándole el hallazgo que había hecho a mi madre, una señora que no conocíamos pero nos había escuchado, nos miró y nos dijo, como si de verdad necesitara decirle esto a alguien desde hacía mucho tiempo, “odio estas fechas, no puedo más. No han empezado todavía, y ya quiero que terminen”.

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Cuando salíamos, le he preguntado a mi abuela por qué ella lo hace todo esto mientras mi abuelo descansa cómodamente en el sofá, y le he contado que por eso me cabreo siempre en nochevieja. Me he dado cuenta entonces de que nunca le había dado esta explicación a mi abuela, y de que se la debía. Me contestó, muy seria, y muy triste, que “porque tiene que hacerlo”. Creo que mi abuelo nunca ha ido al supermercado.

Los sitios en la mesa y el reparto de tareas por géneros

Algunas de las mujeres que llevan trabajando todo el día, y mi abuelo. Casa de mis abuelos, 1994

En mi casa las mujeres cocinan, ponen la mesa, sirven, recogen, friegan, hacen el café, traen los pestiños (que también han hecho ellas), sirven a todos antes que a ellas y cuidan de los niños. Los hombres no hacen absolutamente nada que no sea para su (único) placer. También se quejan si algo no está a su gusto, y reciben elogios por sus aportaciones culinarias, si las hay.

En cuanto a la distribución de la mesa, los hombres más hombres mayores se sientan de frente a la tele, y todas las mujeres y los niños (y yo ahora, aunque sea un hombre mayor) más cerca de la cocina. Y de espaldas a la tele. Nosotras no tenemos que ver la tele. No podemos, de hecho, porque estamos todo el rato yendo y viniendo de la cocina.

Los hombres no hacen absolutamente nada que no sea para su (único) placer. También se quejan si algo no está a su gusto, y reciben elogios por sus aportaciones culinarias, si las hay

Mi abuelo es una persona de una bondad arrolladora, pero sufre depresión crónica, y es una persona que te arrastra por tus peores sentimientos demasiado fácilmente. Quiero a mi abuelo y le temo a partes iguales, y no puedo perdonarle que hable sistemáticamente mal a mi abuela. Tampoco puedo permitírselo.

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En las celebraciones navideñas, él hace la función de patriarca. Se sienta en el centro de la mesa, decide el curso de la velada, cuándo se come, cuándo se ve la tele, qué se ve y qué música se escucha. También es su humor, siempre serio con matices, el que impera en la sala. Esa es nuestra tradición.

La especialidad culinaria masculina que hay que elogiar

Las mujeres más mayores a veces no se quitan el delantal ni para cenar. Soy el de la sudadera con letras azules. Casa de familiares maternos, 1994

He observado que en cada núcleo familiar de mi entorno, hay una especialidad culinaria de grandes cualidades que es elaborada de manera (casi) íntegra por los hombres el día de nochevieja.

En el caso de mi padre, su especialidad es la ensaladilla, buenísima. Hace 10 años que no la hace, y pensando en escribir esto le he preguntado a mi madre si ya no la hacía por algo en concreto. Mi padre, Juan, es muy efusivo y solar. Demasiado, algunas veces.

Él necesita que tú sepas que le gusta algo mucho. Tanto, que te dice diez veces lo mucho que le gusta, hasta que ya no puedes repetirle una vez más lo mucho que te gusta eso que a él le gusta tanto. Pues cuando algo que le gusta mucho, y además lo ha hecho él, imagináoslo. Es adorable esto, sí. Pero el Juani es que te pregunta mucho, muchas veces, queriendo que le digas siempre la misma respuesta, y solo esa: “qué buena está la ensaladilla, hay que ver cómo está de buena".

Cuando en las navidades de hace diez años mi padre le preguntó a mi madre por quinta vez si la ensaladilla estaba buena y cómo de buena estaba la ensaladilla que había hecho, mi madre le dijo que sí. Que estaba buenísima. Pero que a ella también le saldría así de buenísima si tardara 3 horas en hacerla, porque fuera lo único que tenía que hacer.

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Todo el tiempo que las mujeres de mi familia (y yo) están (estamos) trabajando en la cocina, los hombres de mi casa beben. Muchísimo

Mis hermanos eran pequeños y poco autónomos aún por aquel entonces. Mi madre es la única que los bañaba si no estaba yo. Desde esa desafortunada respuesta de una mujer con dos hijos pequeños, cansada y quemada, nadie ha vuelto a probar la ensaladilla buenísima de mi padre.

Mi abuelo es capaz de superar a mi padre en esto, veréis. Él fue chef de cocina, pero en su casa cocina siempre mi abuela. Su contribución masculina anual es una empanada exquisita. La que compra las cosas y hace todo el trabajo sucio es mi abuela, pero la empanada la hace él.

Siempre debemos decirle lo buena que está. Hace unos años, se equivocó con algo del horno y se le quemó por arriba. Esa empanada, esa única empanada no tan exquisita, dijo que se había quemado por culpa de mi abuela. Nadie decía nada, y monté mi espectáculo navideño, el de siempre. Todos, incluidas mi madre y mi abuela, me miraban con desaprobación.

Los peces en el río

Ambiente general masculino en todas las celebraciones que recuerdo. Casa de unos tíos, 1988

Todo el tiempo que las mujeres de mi familia (y yo) están (estamos) trabajando en la cocina, los hombres de mi casa beben. Muchísimo. Y hay un problema muy gordo que traen estas fechas en ese sentido y que se pasa por alto todos los años. No solo mi abuelo, también mi padre ha vivido una infancia muy dura. Los dos han trabajado desde que eran niños, y han tendido siempre a la depresión. Ni esta condición ni los antidepresivos son amigos en absoluto del alcohol, y esto en Navidad en mi casa se olvida cada año en diciembre, y luego se recuerda en enero.

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Hace relativamente poco, pensando en los hombres de mi familia en nochevieja, flipé con el sentido que de repente cobró la letra del villancico en el que los peces en el río “beben, y beben, y vuelven a beber, los peces en el río, por ver a dios nacer”.

La risita nerviosa

Esta es la primera copa de cava, que siempre sirve mi abuela y es siempre para mi abuelo. Casa de mis abuelos, año 1992

Un clásico de cualquier celebración donde los peces beban en el río con tanto caudal como hay en navidades, trae como consecuencia meteduras de pata, y risitas nerviosas. La risita nerviosa es, por ejemplo, la que les da a las pezas cuando los peces han bebido en el río más de la cuenta y le tocan la teta a otra mujer que no es la suya, de broma.

También es algo que detecto, sin tener que llegar a esos términos, cuando hablo de feminismo en casa. Esta risita de mi madre o mi abuela, sirve para intentar desviar la conversación por su carácter, y a menudo lo consigue. También está la sonrisa nerviosa, que es una sonrisa como con miedo.

Y es, también, como dar la razón sin estar de acuerdo, para no discutir. Otra cosa que se hace mucho es cambiar de tema muy forzadamente cuando salen los temas prohibidos en reuniones de este tipo: sexo, política, drogas, y feminismo. El resto del tiempo no hay risitas de ningún tipo.

Otra cosa que se hace mucho es cambiar de tema muy forzadamente cuando salen los temas prohibidos en reuniones de este tipo: sexo, política, drogas, y feminismo

Hoy, justo antes de ponerme a escribir esto, he vivido un momento de risita nerviosa. Mi padre, que es un hombre muy guay y al que, a pesar de todo lo que os cuento, no tengo por una persona más machista en absoluto que sus amigos, hoy me ha hecho un mini mansplaining y me ha llamado “loca” en masculino.

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Ha venido a la cocina cuando estaba contándole yo a mi madre, con la voz un poco alta, porque me altero con estas cosas, que ella y mi abuela estaban siendo esclavas de sus maridos. Al escuchar lo que estaba diciendo, mi padre se ha reído, con altanería. “Esclavas, tú estás loco, esclavas dice, esclavas”. Y entonces, al mirar a mi madre buscando su mirada de apoyo, ella tenía plantada en la cara la sonrisa nerviosa.

El papel de las personas no machistas en estas reuniones

Este soy yo en un sitio donde me encantaba estar, los brazos de mi tío Paco. Año 1984

Os he dicho antes que cada vez somos menos, pero no que estas reuniones cada vez me parecen menos alegres, ni por qué. La razón principal es que falta una persona muy importante en la familia, que es mi tío Paco.

Era el hermano menor de mi madre, su alma gemela y su único aliado en la lucha contra la desigualdad que vivían cada día. Su alegría era tan grande y su muerte fue tan inesperada para todos, que ha dejado un vacío enorme en los espacios que compartió con nosotros.

La Navidad pasada, pensar en él fue lo que me recordó por qué sigo yendo a estas reuniones, aunque lo pase tan mal. Y es que en mi casa en Navidad hay un momento clásico, que es el momento en el que mi abuelo , sin decir nada, saca una radio portátil y pone cintas de flamenco o copla.

“Si en estas fechas tuvieran que trabajar los hombres y no las mujeres, las navidades se celebrarían en los bares”

Yo para ese momento de la tarde ya había dado mi discursito anual exasperado y estaba de muy mala leche. Fue entonces cuando sonaron los primeros acordes de “Procuro olvidarte” en esa radio. Mi abuelo la pasó, porque él pasa todas las canciones, que son las mismas desde que se compró ese aparato. Nunca le discuto eso, y mucho menos discuto con él dos veces seguidas, pero de repente me salió del alma (y del coño) decirle a mi abuelo que no la pasara. Que rebobinara, que era mi canción favorita de Bambino.

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Me miro, muy serio, y vi en él algo que iba, por primera vez en muchísimos años, más allá de la seriedad y el mal humor. Me dijo que esa también era la canción favorita de mi tío Paco. Y la escuchamos. Fue entonces cuando entendí que no solo debo, sino que tengo que hacer lo que él querría que hiciera, que es esto lo que estoy haciendo. Paso por todo esto, y pasaré, porque tengo que luchar por la igualdad hasta que no me queden gritos ni portazos que dar.

Mi tío Paco es el único hombre, además de mi padre, al que recuerdo cogiéndome en brazos de pequeño. Fue la persona que más me defendió, que más me alentó a que siguiera todas mis pasiones. Es el único hombre de mi familia que me entendía perfectamente, que me leía por lo que era (y soy), y no por lo que la sociedad quería que fuera.

En mi familia es muy normal mirar fotos navideñas, posando, en delantal. Casa de mis abuelos, año 1992

Se había criado con unas mujeres maravillosas, mi abuela y sus hermanas, que le habían enseñado algo que a la mayoría de niños heterosexuales se les niega, lo importante que es la empatía.

Pienso en qué pasaría si los hombres tuvieran, de hecho, un poquito más de esa cualidad que podría salvar el mundo. Podría empezar con algo tan sencillo como que los hombres entendieran que en el momento en el que las mujeres, tradicionalmente, se levantan para recoger, no es porque tengan que hacerlo. No es su obligación, sino la de todos. Y que decidieran hacerlo ellos, por supuesto sin esperar un sonado agradecimiento.

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Yo creo, con firmeza, que unas fiestas como estas, que van de quererse, compartir y reencontrarse, son la oportunidad perfecta para que mi familia cambie la tradición de aprovecharse de la bondad de las mujeres a las que queremos

Hablando con mi madre y mi abuela de esto, entre risas nerviosas y pequeños llantos, me contaron que la Navidad antes no era así.

Mi abuela me contó que “la gente antes no cenaba en una casa. Cada uno llevaba algo y se comía alrededor de una hoguera en un patio”. Luego se pasaban toda la noche “cantando por ahí, y bebiendo”. Que “una vez mi tía Luisa (a la que a todas sus hermanas consideraban la más loca) se emborrachó y le entró la pena, se puso a llorar tanto que no conseguíamos llevarla a su casa, ni entre todas”.

Y de repente me di cuenta de una cosa y es que, solo por este artículo, que aún ni estaba escrito, mi madre y mi abuela estaban hablando honestamente entre ellas, por primera vez delante de mí, de feminismo.


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Y la Lucy, que es una mujer muy sabia, terminó con esta reflexión: “si en estas fechas tuvieran que trabajar los hombres y no las mujeres, las navidades se celebrarían en los bares”.

Yo creo, con firmeza, que unas fiestas como estas, que van de quererse, compartir y reencontrarse, son la oportunidad perfecta para que mi familia cambie la tradición de aprovecharse de la bondad de las mujeres a las que queremos, fueran de practicar la empatía. De quererse, y decírselo, y de reírse mucho y respetarse como se hacía en las pestiñás que ya no se hacen. Como hacen siempre las mujeres entre ellas. Y todo esto, claro está, con Bambino a todo trapo.

Eso sí que sería una Feliz Navidad.