chico enganchado a los videojuegos
Ilustración: Russlan
Tecnología

Jugué tanto a videojuegos que dejaron de ser divertidos

Pasaba tanto tiempo jugando que hice llorar a mi madre. Le pedí que me contara cómo vivió aquella época.
MA
traducido por Mario Abad

Corría hacia las torres de defensa y lancé una estocada a mi oponente que acabó con su vida. El tiempo apremiaba; se acercaba el momento en que el enemigo resucitaría. No había tiempo que perder, así que grité al micrófono del auricular: “¡Presionad hacia el centro!”. Los cuarteles enemigos empezaron a derrumbarse. Casi podía ver la humareda verde que anunciaba nuestra gloriosa victoria. Pero de repente recibí el ataque de un enemigo inesperado: mi madre.

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“Lo he desenchufado”, dijo desde el otro lado de la puerta. “Y te juro que como te vuelvas a poner a jugar partiré el cable en dos”. No me di la vuelta. Caí en la cuenta de que llevaba cinco horas jugando sin parar a Dota 2, a pesar de que tenía un examen de Historia al día siguiente por la mañana.

Cuando tenía 18 años, jugaba videojuegos. Jugaba cuando me aburría y durante las horas previas a un examen. Jugaba cuando estaba feliz o triste; para premiarme cuando sacaba buenas notas o para distraerme cuando no me iba tan bien. Seguía jugando cuando estaba en buena racha y jugaba mucho más aún cuando mi suerte empeoraba.

Hoy, ocho años después, no dejo de preguntarme si era adicto a los videojuegos. En 2018, la OMS clasificó la adicción a los videojuegos como enfermedad. En mayo de 2019, se adaptó esta clasificación para definir esta adicción como un trastorno que provoca el abandono de familiares y amigos, la negligencia de las obligaciones académicas y laborales, alteraciones en la alimentación o privación del sueño.

Tenía diez años cuando me regalaron mi primer ordenador, un viejo PC de sobremesa de segunda mano que muchas veces me soltaba descargas al reiniciarlo. Se suponía que debía prepararme para los exámenes del conservatorio al que iba, pero en lugar de practicar piano, dirigía ejércitos de caballeros medievales en Age of Empires II y libraba batallas épicas en Warcraft III, a veces durante días seguidos.

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Cada vez que oía los pasos de mi padre subiendo la escalera, saltaba de la silla del ordenador a la banqueta del piano en la sala contigua. Muchas veces mi padre iba directo a la habitación del ordenador y ponía la mano sobre la torre para averiguar si estaba caliente. Casi siempre lo estaba.

Cuando tenía 15 años, un adolescente armado asesinó a 15 personas en un colegio de Winnenden, Alemania. Aquello suscitó un acalorado debate nacional sobre los videojuegos estilo shooter en primer persona. Un debate que me pasó desapercibido porque estaba demasiado ocupado suplicando a mis padres que me llevaran a las fiestas LAN que celebraban mis amigos cada fin de semana.

Mientras que otros adolescentes se dedicaban a beber alcohol y a enrollarse unos con otros en fiestas caseras, mis amigos y yo lo dábamos todo en Call of Duty 4, luego en Counter-Strike y vuelta a empezar. No medíamos el tiempo en horas, sino en rondas. La mayoría de las veces nos pasábamos la noche entera jugando hasta altas horas de la madrugada, sin darnos siquiera cuenta de que el sol había salido hacía horas.

Jakob Florack es psiquiatra especializado en niños y adolescentes en el Hospital Vivantes de Berlín. Ha estado ofreciendo servicios de asistencia a jóvenes adictos a los videojuegos desde 2015. Florack cree que esta afición se convierte en un problema cuando se usa como forma de evadirse de la realidad. “Por ejemplo, alguien que se mete en muchas peleas o tiene mucha presión en el colegio”, cuenta Florack, “y recurre a los videojuegos para evitar confrontaciones o pensamientos asociados a sus problemas”.

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En aquel entonces, ni siquiera me había parado a pensar si yo controlaba al hobby o este me controlaba a mí. Supongo que era porque no me consideraba adicto ni creía tener motivos para sentirme culpable. Lo único que sabía era que jugar me hacía feliz.

Mi madre no lo ve así. Durante ese periodo estuvo muy preocupada por mí y una vez incluso se puso a llorar mientras yo estaba inmerso en lo que pasaba en la pantalla frente a mí. Por eso, cuando la llamé y le dije que quería escribir de ese episodio de mi vida, su respuesta fue: “¡Por fin!”.

“Bajo mi punto de vista, fue mucho peor”, me explicó. “A veces ni siquiera apartabas la mirada de la pantalla, ni pestañeabas”. Una vez, a los 16 años, mi madre dejó un plato con gajos de naranja sobre mi escritorio. Dos horas después volvió a llevarse el plato. No lo había tocado. “Yo te hablaba, pero seguías jugando. Se te ponía la cara roja y parecías estar muy tenso, como si hubieras tomado drogas”.

Mi madre me confesó que sentía un conflicto interno. Sopesó los pros y los contras: la libertad y el descanso bien merecido que quería darme después de las clases, por un lado, y su preocupación por mi salud y mi futuro, por otro. Nunca me prohibió acudir a los encuentros para jugar ⎯”No quería que fueras el único de tu amigos al que le prohibían ir”⎯, a veces, cuando la situación la superaba, arrancaba el router de la pared y lo guardaba bajo llave en el armario. Hubo una ocasión en que, en un ataque de ira, mi madre me tiró las llaves. Falló de largo, pero yo reaccioné gritándole hasta quedarme afónico.

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“Me daba miedo que me odiaras”, me dijo por teléfono.

“¿Tú me odiabas en aquel entonces?”, pregunté.

“No. Por muy malo que fueras, nunca podría odiarte”.

Esa fue la primera vez que hablamos de aquel episodio de nuestras vidas. En determinados momentos, parecía que mi madre estuviera hablando de su experiencia con otra persona, en lugar de conmigo. “No quería hacerte daño”. añadió.

Le pregunté si me consideraba un adicto. “Era muy grave”, repuso, y añadió que creí que estaba desarrollando dependencia, pero que nunca acudió a un psicólogo para consultarlo. “Todo el mundo juega a lo suyo de un modo u otro”, dijo. Y ese era el problema: que todo el mundo lo hacía. Según un estudio, en Alemania hay 34 millones de personas que juegan videojuegos ⎯una de cada tres⎯, si bien solo una pequeña parte de ellas lo hace de forma excesiva.

¿Dónde trazar la línea que divide la dedicación intensa al hobby y la pura adicción? Contacté con varios amigos del instituto para hablar del tema. Aquella fue la primera vez que echábamos la vista atrás para analizar nuestros yos de 15 años. Al salir de clase, nos conectábamos a TeamSpeak, un programa que usábamos para comunicarnos con los auriculares. Hacíamos juntos los deberes y luego jugábamos a World of Warcraft durante el resto de la noche.

Un amigo me dijo que a menudo se levantaba en plena noche para jugar en alguna incursión de WoW. Otro dijo que a veces se sentía excluido porque a él no le gustaba jugar y no entendía de qué hablábamos. Ahora, casi todos los chicos con los que solía jugar creen que quizá tenían un problema, pese a que ninguno de nosotros considerábamos que fuera una adicción en ese momento.

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“Los juegos de ordenador son un bien cultural muy valioso”, señala Florack, quien además cree que es crucial diferenciar entre adicción y una dedicación intensa a una afición. “La pregunta es: ¿en qué medida te satisface tu vida? ¿Hay algo que te gustaría cambiar?”.

Que el juego sea divertido y te haga sentir bien es positivo. Lo peligroso es cuando estamos compensando sentimientos negativos, cuando matar enemigos no es importante o ya no disfrutas ganando partidas; o cuando los niños se refugian en los videojuegos para evitar el estrés que les provoca discutir con sus padres. Pero el hecho de que los juegos se conviertan en un “problema” no depende necesariamente del tiempo que se pase jugándolos.

Esa frontera entre la adicción y la afición intensa sigue siendo difusa. Los videojuegos modernos están habilidosamente diseñados para incitar la ambición de los jugadores con eventos y clasificaciones programados en los que pueden obtener recompensas especiales. Florack denomina a estos elementos “factores lúdicos vinculantes”. Son peligrosos porque están limitados temporalmente y generan una presión que a su vez provoca dependencia.

No sé exactamente cuándo o por qué dejé de jugar tanto. No hubo ningún punto de inflexión; no suspendí los exámenes, y la situación tampoco llegó al extremo de que mis padres tuvieran que quemar el ordenador. Simplemente fui perdiendo el interés por jugar. De vez en cuando echo alguna partida, como en diciembre, cuando terminé los exámenes finales de la universidad. Me pasé un mes sentado frente al televisor, recorriendo el mundo de The Witcher 3, encarnando al brujo cazamonstruos. Incluso lloré cuando mi mentor, Vesemir, murió.

Mi madre cree que jugaba con el único propósito de hacerla enfadar. Quizá tenga razón. Todo esto me ha servido para reconocer que me arrepiento de algunas cosas que hice. De las cosas que le dije a mi madre. De las cenas a las que no quise ir. Sería genial tener un botón de reinicio en la vida real.

Este artículo se publicó originalmente en VICE Alemania.