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Hay actos y bandas que volvemos nuestras sin realmente conocer a fondo su obra. Las vemos en playeras, pósters, calcomanías y en parches en la mochila de algún compañerito en la preparatoria. Esas bandas nos ayudan a darnos un lugar durante la adolescencia, en esa constante búsqueda de identidad donde nos colgamos de los símbolos que nos ayudan a definirnos hacia la adultez. Dentro ese conjunto de íconos redentores se encuentran la lengua de los Stones, el relámpago de AC/DC, la tipografía de Metallica, el rostro de Iggy Pop y una incontable lista de logotipos y marcas que terminan generalmente en el lugar común: la maquinaria de la cultura pop en todo su esplendor.
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Hace un par de fines de semana, en una de esas noches de excesos y canciones épicas, salió este tema a relucir. ¿Cómo es posible que haya bandas que de alguna forma te definen, aunque no conozcas ni la tercera parte de su obra? Y salió el nombre de Queen. Todo el mundo conoce a Queen: Freddie Mercury y su extraordinario rango vocal, el SIDA, el nombre, el bigotito, Wembley, la cabellera de Brian May, “We Are the Champions”, Wayne’s World, los coros esquizofrénicos de “Bohemian Rhapsody” (y la versión de Molotov en ese tributo del rock en tu idioma), los musicales en Broadway, los covers, la nueva gira de la banda con otro vocalista, “We Will Rock You” en los eventos deportivos. Queen persiste por todos lados. A menos de que vivas en una caverna incomunicada con el mundo occidental, algo debe decirte esta banda que grabó catorce álbumes de estudio (más uno póstumo, y otro en el estudio, con grabaciones perdidas de Mercury).
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Puedo contar varios momentos de mi vida en donde las canciones de Queen han estado presentes, de manera cuasi generacional. Recuerdo vagamente la muerte de su vocalista, cuando era niño. Ahí aprendí lo que era el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Recuerdo haber comprado un cassette pirata en Chapultepec, con sus grandes éxitos. Las campanas que anuncian “Bicycle Race” me remiten inmediatamente a esa grabación que tenía los títulos de las canciones traducidos (“Rapsodia Bohemia”, “Somos los Campeones”, “Nosotros te meceremos”). Después, hubo un tiempo en donde el dueto que hicieron con David Bowie sonaba hasta el cansancio en todas las fiestas. Ahora, es “Don’t Stop Me Now”. Suena como himno y la gente enloquece “because we’re having a good time”. Escuchamos a Queen y nos sentimos parte de algo. Es sabido que fue una banda de envidiable trayectoria, pero pocos se han dado a la tarea de realmente escuchar lo que hay detrás de esos greatest hits que puedes fácilmente escuchar en una reunión familiar con tu tía abuela.
En medio de anécdotas, un buen amigo se levantó (tambaleó) hacia el iPod para poner una rola. “El Queen que no han escuchado”, dijo. “Seguramente les suena la otra versión, pero esta me reventaba el cerebro cuando era niño. Veía la portada del álbum (el Sheer Heart Attack de 1974) y sabía que mi inocencia disminuía un poco cada vez que veía la mirada de los tipos que salían en la portada.” Y puso esto:
El primer minuto del lado B del Sheer Heart Attack es capaz de abofetearle las neuronas a cualquiera, en el momento que sea. Un experimento casi wagneriano que juguetea con el sonido cuadrafónico, con hermosas capas vocales, un piano frenético, guitarras sobrepuestas, orquestación monumental. Una invitación: “déjalo a merced de los dioses”. Y luego entra un Mercury insólito, rebajado, que describe un instante inolvidable: el sentimiento de pensarlo todo en función al otro, el roce de los labios, la sumisión provocada por el enamoramiento. A modo de diálogo, se comunica con la primera parte de la canción que evoca poderes sobrenaturales y nos recuerda el vacío en el estómago que significa entregarse al amor. Quizás en este caso, no es a una persona, sino a la música en sí. El viaje dura un minuto y medio en total —aunque la relatividad del tiempo lo hace parecer mayor— y aterriza por fin en ese sonido familiar que se puede cantar en un estadio. Un minuto y medio histórico, siempre impredecible. No importa cuántas veces se escuche, hay elementos que resplandecerán y sonarán nuevos.
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“The Lap of the the Gods” tiene un desenlace hacia el final del álbum. Un reprise que es conocido por el álbum grabado en Wembley. Había que hacerle justicia en vivo al concepto, a la ambición de una banda que de alguna forma, se encomendó a los dioses para hacer lo que quisieran con sus instrumentos y desbordar su talento en tan poco tiempo. En algún momento, Freddie Mercury afirmó que este track era un preludio para “Bohemian Rhapsody” y la definió como “un encuentro entre Cecil B. Demille y Walt Disney”. ¿Cleopatra cogiéndose al Pato Donald? ¿Moisés batallando contra el dragón de La Cenicienta? De alguna forma, la canción del asesino y su viaje al infierno, tienen su origen en el romance y delirio esta de canción: un coqueteo previo al álbum que le ganó fama y reconocimiento internacional a esta banda (A Night At The Opera, 1975). “The Lap of the Gods” son los cimientos, un fragmento de plataforma de despegue, un argumento para que cuarenta años después, el nombre, el logotipo y las canciones de la banda, sigan moldeando personalidades a parti r de los gustos musicales. Escúchenla de nuevo.