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“Un coche con tres chicos blancos, típicos barriobajeros de las afueras en esa época, cervezas, porros hablan de Renaud, el cantante. […] Como llevamos minifalda, como tenemos una el pelo verde y la otra naranja, sin duda, ‘follamos como perras’, así que la violación que se está cometiendo no es tal cosa. Como en la mayoría de las violaciones, imagino. Imagino que, después, ninguno de esos tres tipos se identifica como violador. Puesto que lo que han hecho es otra cosa. Tres con un fusil contra dos chicas a las que han pegado hasta hacerles sangrar: no es una violación. La prueba: si verdaderamente hubiéramos querido que no nos violaran, habríamos preferido morir, o habríamos conseguido matarlos. Desde el punto de vista de los agresores, se las arreglan para creer que si ellas sobreviven es que la cosa no les disgustaba tanto”.
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Teoría King Kong, Virginie Despentes.
Gilberto (no es su nombre real) y yo nos conocimos en el ambiente laboral. No trabajábamos para la misma empresa pero sí en el mismo medio. Intercambiamos redes sociales y números desde el principio y formábamos parte del mismo círculo. Coincidíamos en eventos de trabajo al menos una vez a la semana y llevábamos una relación “de cuates”.
Hace dos años me lo encontré en una convención que se llevó a cabo fuera de la Ciudad de México, donde vivo. No iba ninguno de mis amigos cercanos y procuré estar cerca de él para no quedarme sola durante las actividades programadas. Me dio la impresión de que había atracción entre nosotros, aunque ninguno quería ser muy obvio. Una noche salimos en grupo a una cantina. Empezaron a pedir rondas de mezcal con su respectiva cerveza, y después de tomarme la primera, le dije a Gilberto que terminaría en calidad de bulto si seguía bebiendo de esa forma. Él me dijo que no me preocupara, que podía confiar en él y que cuidaría de mí. Tal vez fue un error creer en alguien que no conocía a profundidad y cederle la supervisión de mi integridad física como si fuera una nimiedad. Conforme avanzó la noche, él pedía más y más mezcales para mí. Decliné algunos y otros los tomé. También pedí refresco y agua, según yo para aminorar los efectos del alcohol, pero fue muy tonto de mi parte creer que podría controlar la borrachera que se aproximaba. Él también bebió, pero en menor cantidad y a un ritmo más lento. Ebria yo y envalentonado él, me tomó de la mano y nos besamos frente a todos los asistentes. Aparentemente, el ligue se había armado. Un par de horas después de haber llegado a la cantina, el grupo decidió moverse al bar del hotel. Ahí comienza a distorsionarse mi memoria.
Gilberto, otra persona y yo, fuimos a una tienda de conveniencia y recuerdo que compró condones. No habíamos hablado del tema pero supongo que dio por hecho que tendríamos relaciones sexuales. No dije ni hice nada y para ese momento ya comenzaba a tambalearme y a arrastrar las palabras.
En el hotel, unos se quedaron a apartar un área grande del bar mientras que otros subimos a uno de los cuartos. Alguien sacó una pipa con mariguana, le di una fumada y Gilberto también. La pipa dio otra vuelta. Ya no quise fumar y él tampoco. Bajamos a donde estaban los demás y ahí terminan mis recuerdos de esa noche. La combinación de sustancias provocó un corto circuito en mi cerebro.
Si han tenido lagunas mentales, saben lo aterradoras que pueden ser. A la mañana siguiente desperté completamente desnuda al lado de Gilberto, que tenía puesta una camiseta y unos boxers. Me dolía todo el cuerpo, principalmente el área genital, las piernas y el abdomen. Me dolía la cabeza y tenía una punzada en el estómago de que algo andaba mal. Desperté a Gilberto y le pregunté qué había pasado. Me miró despectivamente y se rio.
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—¿Cómo que qué pasó? Lo que todos sabían que iba a pasar, lo que tú querías que pasara. Cogimos y ya. ¿Que no te acuerdas?— preguntó.
—No, Gilberto, ayer estaba súper mal, no me acuerdo de nada.
—Ay, ajá, si no estabas tan mal.
—Estaba ahogada… ¿Usaste condón?
—Sí, ahí está en el piso, ya no estés de intensa.
Me dio la espalda y siguió durmiendo. Claro que quería seguir preguntándole cosas, detalles, quería saber por qué había tomado la decisión por los dos cuando yo, claramente, no estaba en una posición consciente para elegir nada. Pero no lo hice. Comencé a asustarme y a querer salir de ahí lo antes posible. Vi el condón tirado, pero no lo toqué. Recogí mi ropa, me vestí en el baño y al verme en el espejo, noté que tenía una cortada en el labio inferior, que estaba hinchado, además de un moretón considerablemente grande en la misma zona del rostro. Me revisé todo el cuerpo, tenía moretones y rozaduras por todas partes, señales de que me había tratado con gran brusquedad.
Llegué a mi cuarto de hotel en total histeria. La punzada en el estómago se hacía cada vez más grande y dos voces luchaban en mi cabeza para ser escuchadas. “Ese cabrón abusó de ti”, decía una, mientras que la otra, la más agresiva, la que odio y me hace sentirme como una mierda la mayor parte del tiempo, me dijo con frialdad: “Él tiene razón, no te hagas pendeja. Tú querías, sólo que no te acuerdas, todo esto es tu culpa, así que ni te quejes. Todos los vieron besándose, ¿crees que alguien se va a poner de tu lado, golfita? No eres más que una borracha, una puta, una vagina. Esto es lo que tú mereces”.
Pasé horas bañándome y escuchando a las voces. No supe qué hacer. Evité ver a Gilberto durante el día, pero a la mañana siguiente tendríamos que convivir en las actividades de la convención, forzosamente. A la fecha me cuesta trabajo entender mi comportamiento, pero en la terapia me han explicado, una y otra vez, que fue como un pequeño síndrome de Estocolmo. Me quedo cerca de mi agresor para que no me haga más daño. Me porto como si nada hubiera pasado para cuidar las apariencias y proteger mi maltrecha dignidad ante los demás.
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Cuando llegué con los compañeros, todos sabían lo que había sucedido, o al menos la versión que Gilberto les había contado. Bien maquillada y con el labio menos inflamado, traté de investigar casualmente lo que ellos habían visto esa noche. Básicamente, después de haber fumado, bajé arrastrándome a la convivencia, por lo que el amable sujeto me llevó a su habitación para evitarme un oso. Una colega, que tenía el cuarto contiguo, me dijo que escuchó gritos y golpes secos, ante las risas de todos, que me guiñaron el ojo y se dedicaron a bromear sobre la intensidad de la noche. Me dieron ganas de llorar, pero me aguanté. Gilberto apareció y se portó como si fuera mi novio. Yo no hice nada al respecto. Me preguntó el por qué de mi desaparición el día anterior, y me dijo que esa noche tenían planeada una nueva ronda de cantinas. Rechacé la invitación, y concentrada en saber más de lo que había pasado, le dije que si podíamos ir a su cuarto después del desayuno. Minutos después estábamos en esa asquerosa habitación, y luego de cerrar la puerta, él se estaba desvistiendo con desesperación. Lo observé desconectada de mi cuerpo, me sentía como una tercera persona ajena a la situación. Como si fuera una película. Se acercó a mí y con una facilidad dolorosa, me cargó y me aventó contra la cama para intentar quitarme la ropa. Ahí me di cuenta de lo sencillo que había resultado aprovecharse de la situación, si yo no estaba en posibilidades de defenderme, de salir corriendo, de decir con firmeza “no”. Cuando sus manos toscas me jalaban la blusa y el pantalón, volví en mí, le dije que había cambiado de opinión y que tenía que irme. Él se molestó, y del puro coraje, soltó un dato importante:
—¿Sabías que ese día terminaste como muerta? Ya ni te movías ni nada, estabas inconsciente. Pero la neta como sí me quería venir, pues le seguí.
Salí corriendo de ahí y procuré evitarlo el resto del evento.
Volví a mi casa en el DF y caí en una profunda depresión e incluso me sentí responsable por haber confiado en un simple conocido. Pero también sabía que nunca, en mis años de borracheras y pachequez, había tenido relaciones sexuales casuales, ni se me había violentado de esa manera. Cuando le conté de esto a un par de amigas muy cercanas, me sorprendí cuando cuestionaron mi manera de actuar:
—Pero es que si abusó de ti, ¿por qué le seguiste hablando los días siguientes? ¿Por qué volviste a su cuarto? Yo te creo porque soy tu amiga, pero no sé, tu forma de actuar estuvo rara— dijo.
Esa plática me desmotivó por completo. Yo sabía que ese individuo había abusado de mí pero no me sentía digna de hacer ninguna reclamación, de tomar acciones legales ni de llamarle una violación. La culpa se comió a la responsabilidad, y me sentía tan vulnerable, expuesta y juzgada, que preferí evitar a la justicia. Yo sabía que ese individuo había abusado de mí pero no me sentía digna de hacer ninguna reclamación, de tomar acciones legales ni de llamarle una violación.
Así como a alguien alcoholizado no se le permite manejar o cerrar tratos importantes, entre otras cosas, porque no está en posibilidades de tomar una decisión bien pensada, tampoco está permitido tener relaciones sexuales con una persona que no está en sus cinco sentidos porque eso la pone en una situación de desventaja. Tampoco es válido, si tienes un mínimo de decencia y humanidad, tocar, restregarte o penetrar a una persona que está en calidad de bulto. No importa si acordaron algo antes de que perdiera la conciencia. No lo hagas. Déjala en paz y quita tus asquerosas manos de encima. No uses su cuerpo como un receptáculo de semen, porque no está bien, ¿de verdad necesito explicarlo?
A las pocas semanas de lo sucedido, el horror se multiplicó a niveles insospechados. Había quedado embarazada. Busqué como loca a Gilberto, quien no contestaba mensajes, llamadas ni whatsapps.
Tomé la decisión de abortar y me siento en extremo privilegiada de haber tenido la libertad de hacerlo en un ambiente seguro y confiable. No imagino la vida con la obligación de mantener dentro de mí a ese óvulo fecundado en una noche tan horrorosa. Tras una plática con la psicóloga de la clínica, el pago de 2,500 pesos y el apoyo moral de tres amigas, se concretó la interrupción legal de mi embarazo. También se me realizaron análisis para comprobar que no tuviera enfermedades de transmisión sexual y afortunadamente, todo estaba en orden en ese departamento.
Como tenía pocas semanas, el procedimiento fue con pastillas y la cena del 25 de diciembre la pasé entre la alegre plática de mi familia, que no supo nada del asunto, y un profuso sangrado.
Seguí buscando a Gilberto con insistencia. Quería confrontarlo, mostrarle los análisis, decirle que era un ser humano despreciable y que no tenía derecho a hacer lo que hizo. No se apareció durante semanas, hasta que un día, me envió un mensaje que sólo me provocó una amarga risa.
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“Natalia, perdón que no te haya contestado, es que estoy metido en un pedote. Una morra me anda buscando porque dice que soy el padre de su hijo y me quiere hacer una prueba de ADN. Luego te busco”.
Después de haberme hecho cargo de la situación, quise olvidar el asunto y bloquearlo de mi mente a como diera lugar. No pensar en él nunca más. Borré a Gilberto de todas mis redes sociales, le pedí a los amigos que tenemos en común que nunca lo volvieran a mencionar y consideré seriamente un cambio de trabajo para no encontrármelo. Durante un año dejé de beber alcohol y preferí encerrarme en mi casa a fumar mariguana, mi sedante más efectivo.
Tiempo después comencé a hablar de lo sucedido y a trabajarlo en terapia intensiva. A la fecha, no siento que me lo haya perdonado. Tampoco he perdonado a ese abusivo de mierda. Este evento, de terribles consecuencias, me provocó un nuevo pensamiento obsesivo, que consistía en una combinación de “Tú tuviste la culpa”, “te lo mereces” y “no vales nada, zorra de mierda”.
Desarrollé un síndrome de estrés post-traumático que me hace estar híper alerta en todo momento, en especial cuando hay más hombres que mujeres a mi alrededor. También cuento, de manera automática, el número de hombres que hay en el vagón del metro, en el camión, en el consultorio o en el súper. Comienzo a planear rutas de escape de cualquier lugar. Me mantengo cerca de la palanca de emergencia o de la salida por si tengo que huir. Siempre que sea posible viajaré en el vagón de mujeres, y cuando tengo que usar el vagón mixto, siento que mi cuerpo hormiguea, arde y se quema si es rozado por un hombre. No aguanto muchas estaciones bajo estas circunstancias sin que me den ataques de pánico. También evito usar audífonos en la calle y procuro siempre tener un objeto afilado en la mano. Me dan pesadillas horribles y explícitas en las que me violan, golpean, estrangulan o introducen objetos punzo cortantes a mi vagina.
Otro aspecto de mi vida que se vio afectado tras el abuso fue, por supuesto, mi vida sexual. A la fecha me es imposible disfrutar del sexo como un momento de intimidad. Puedo tener relaciones pero me desconecto inmediatamente y mi mente se va a otro lugar, piensa en todo menos en lo que está sucediendo. No siento nada, estoy ida. A veces me viene un pensamiento que me desagrada; que sólo sirvo para eso, que soy como una muñeca inflable, que mi papel es complacer a los hombres sin que yo tenga derecho a la misma satisfacción. Es injusto y duele, es un rol que no estoy dispuesta a jugar y trabajo duro para erradicarlo.
No suena como la gran vida, pero ha mejorado con el tiempo.
Una de mis terapeutas favoritas me repite la frase: “A veces no sabemos por qué hacemos las cosas. Ya perdónate”. Sé que me he puesto en situaciones terribles pero he aprendido de ellas. Y lo mejor que puedo hacer ahora es mantenerme sobria, no cederle a nadie la responsabilidad de ver por mi integridad física y tener la seguridad que si algún día estoy en una situación de peligro, voy a pelear con todas mis fuerzas para defenderme.