Artículo publicado por VICE Argentina
Desde hace una semana intercambio mensajes con Micaela y Lucas, una pareja de jóvenes que practica la exploración urbana (o simplemente urbex) y ha aceptado introducirme en su mundo. Me interesó contactarlos porque no parecen diletantes, inspiran confianza, la página que administran en sus redes sociales se ve profesional, y así lo confirma el compromiso estricto que me hacen aceptar antes de juntarse conmigo: no revelar direcciones, no publicar rutas ni puntos de acceso, no dañar ni robar nada, ir ligero, utilizar calzado con suela resistente y asumir toda la responsabilidad ante cualquier accidente. Con todo, no puedo dejar de sentir cierta ansiedad y una pizca de miedo. Al fin y al cabo las actividades que realizan los que “urbanean” rayan en la ilegalidad y no están exentas de peligro. Como me advierte Lucas, “muchos exploradores irresponsables son descubiertos, y eso, además de significar un mal rato, se traduce en un refuerzo de la custodia de los lugares abandonados, lo que los hace aún más inaccesibles”.
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Me citan en una esquina que obviamente no puedo revelar. Basta decir que se encuentra dentro de Capital Federal, y que al bajar del colectivo intuyo que el lugar debe estar dentro del enorme predio que se encuentra frente a mí. Efectivamente, me adelantan que nos internaremos en uno de los pabellones clausurados de una antigua ciudadela hospital. Aprovecho la breve caminata por los senderos de aquel terreno para preguntarles algunas cosas básicas, por ejemplo por qué hacen urbex. Mica me explica que “surge de una sensibilidad estética hacia la materialidad del abandono”, algo que ya podía imaginar. “Pero no es una actividad superflua” se apura en aclarar, “también se vincula con la historiografía”. Lucas también lo ve así, me cuenta que antes y después de visitar un sitio ambos dedican un tiempo a recabar antecedentes. “Y esa misma información te abre nuevas búsquedas: por ejemplo, cuando identificás al arquitecto que diseñó una construcción, ese nombre te puede conducir a otras casonas, otros edificios de la misma época que también pueden estar abandonados”.
Paralelamente a este trabajo de investigación sobre el pasado, los exploradores urbanos deben hacer uso de la creatividad. Para entrar a un espacio clausurado (y salir ileso) se requiere una estrategia. A esta etapa del proceso se le llama “infiltración”. Mica me cuenta que lo primero es chequear el área exterior de los predios o inmuebles y evaluar los posibles puntos de ingreso, detectar la altura y dificultad de los mismos, saber si la zona es “jodida” con los extraños, y calcular a qué distancia deben estacionar el auto en el que viajan para no llamar la atención. Lucas agrega que hay que saber si algún cuidador hace la ronda, si viven okupas en el inmueble, si hay perros guardianes o si el lugar es usado como refugio por vagabundos. Les pregunto cómo obtienen toda esta información. Dicen que algunos datos se pueden encontrar en Internet, pero que otras cosas no están disponibles públicamente. Por ejemplo, cuando se trata de estancias abandonadas en el medio del campo o en lo profundo del bosque, por lo general cerca de pueblos donde antiguamente llegaba el ferrocarril, la única forma de hacerse una idea de lo que se puede llegar a encontrar es conversando con otras personas que practican la misma actividad, es decir con colegas exploradores. Son ellos los que pueden orientar con recomendaciones, datos sobre rutas para acercarse en automóvil o huellas de caminos para recorrer a pie. De todos modos, nada está asegurado. A veces la información con la que se cuenta no está actualizada o es incompleta. Por ejemplo, los chicos me cuentan que el fin de semana pasado visitaron Máximo Fernández, una estación de tren abandonada a 20 kilómetros de la ciudad de Bragado.
Cerca de la estación se encuentran las ruinas de una estancia llamada “La Matilde” donde su dueño hizo construir una plazoleta, una capilla neogótica, un molino harinero, un aserradero e incluso una pequeña usina para generar energía. La propiedad fue adquirida en 1904 por los Salaberry-Bercetche, acaudalados y excéntricos oligarcas del campo bonaerense, quienes además de excavar una laguna artificial, hicieron erigir una pajarera de aves exóticas y una jaula para leones u otras fieras. Guiándose por coordenadas de terceros, Mica y Lucas intentaron dar con este vestigio arquitectónico. El problema era que la maleza había crecido y varios árboles habían sido derribados por los fuertes vientos que arrecian en la llanura cuando hay tormenta. A raíz de esto, el sendero había sido borrado, por lo que prácticamente tuvieron que inventar un nuevo camino para llegar hasta el objetivo. En estos casos, cuando la información es opaca, Mica y Lucas no tienen reparos en hacer uso de recursos tecnológicos, como es el caso de la cartografía online. Antes de arrancar suelen examinar los caminos y posibles escollos con imágenes satelitales en modo 3D para identificar relieves en el terreno. También se valen de aplicaciones con GPS. Mica me explica que incluso cuando no hay señal de Internet el puntero avanza en el celular y sirve para guiarse sobre un mapa previamente descargado.
El relato es tan interesante que tardo un poco en recordar que estamos en medio de una misión. Mis guías han adoptado una actitud de alerta. Lucas vigila en una dirección y Mica lo hace en otra. Yo debo seguirlos y hacer lo que me digan. De pronto dobla un vehículo y se dirige lentamente hacia nosotros . Al sentirnos descubiertos sacamos los celulares para disimular y fingir que estamos perdidos, pero yo quiero volverme invisible. Pasan unos segundos muy lentos y el vehículo sigue de largo. Ahí Lucas no pierde tiempo y camina deprisa hacia una puerta que está trabada con un madero, le da un fuerte empujón y logramos entrar.
Apenas comenzamos el recorrido y mi corazón ya bombea a mil por hora. Los exploradores dan por iniciada la visita y me cuentan que el pabellón en el que nos encontramos data de mediados de la década del 20 del siglo pasado y que en 1977 fue clausurado por los militares. Era un área de maternidad destinada a atender mujeres tuberculosas, quienes al parir eran separadas de sus hijos para disminuir el riesgo de contagio. El interior del edificio es tan imponente como desolador y las viejas escaleras de mármol y hierro, todas cubiertas de óxido, son el atractivo principal. Algunas salas están cubiertas de azulejos enmohecidos, otras con empapelados amarillentos y desgarrados. Cada uno de estos espacios cumple una función de almacenamiento. Algunas acumulan camillas, sillas de ruedas, o colchones de espuma. En otra habitación se guardan registros manuscritos de cadáveres, muestrarios de sangre, viejas máquinas electrónicas para hacer exámenes. Lucas me dice que dentro del círculo urbex es común hacer referencias a lo paranormal. No son pocos los que ganan fama exacerbando el morbo o citando historias en las que abundan los espíritus, el ectoplasma o las voces del más allá. Ellos prefieren limitarse a apreciar en silencio los paisajes inertes. Yo concuerdo aunque es imposible no sugestionarse un poco. Incluso exorcizando los malos pensamientos, los síntomas de la neurosis se manifiestan en el cuerpo: estoy un poco mareado, me sudan las manos, las tripas se me revuelven. Mica y Lucas se mueven con soltura por pasillos y escaleras. Es la quinta vez que están aquí y ya se uno de sus lugares favoritos.
Cuando llegamos al final de un largo corredor nos encontramos con una ancha escalera de loza que desciende hacia un salón en penumbras al cual, por suerte, no vamos a ingresar. Lucas pide que me fije en la escalera: hay dos rieles cincelados que la recorren a lo largo y forman parte de su misma estructura monolítica. Estoy a punto de imaginar la función de esos rieles cuando Mica me explica que ese salón es la morgue, y que por ahí se deslizaban los ataúdes. Sencillamente no puedo creer que haya aceptado venir hasta este lugar tan siniestro. Estoy a punto de pedirles que nos vayamos, cuando repentinamente logro sosegarme. Parece como si la descarga de adrenalina hubiera llegado a mi cerebro, permitiéndome continuar adelante en un estado de contemplación sin emociones. Después de eso vamos hasta el otro extremo del pasillo y bajamos por una escalera curva y angosta hasta los sótanos del hospital donde se encuentran las antiguas calderas. Es difícil caminar en esta sección, el piso está cubierto con una capa de lodo putrefacto mezcla de metales corroídos, agua de lluvia, aceite de motor y arena que se desprende de las paredes. También hay detritos de gatos muertos. Me pregunto si los habrán envenenado. Mica tiene otra hipótesis: es común que haya colonias de gatos viviendo en los parques de los hospitales públicos. Éstos son alimentados por los funcionarios, pero nada más. Los gatos viven en un estado semisalvaje y, como otros animales, cuando están maltrechos y sienten que van a morir se apartan voluntariamente, buscan lugares ocultos para poder estilar la pata sin ser molestados. Este sería entonces el cementerio de los gatos.
Ahora nos toca recorrer los pisos altos. Acá el panorama es otro, fundamentalmente por el efecto de la luz que se cuela a través de las ventanas rotas y los tejados caídos. Muchas de las paredes tienen grandes agujeros donde queda expuesta la sólida estructura de ladrillo con la que fue construido el pabellón. Se puede mirar de una habitación a otra por estos orificios, lo que genera una especie de extrañamiento, un soñar despierto en el que las delimitaciones espaciales a las que estamos acostumbrados se tergiversan. Lo mismo pasa con el cielo raso ausente, que es reemplazado por los inusuales ángulos de las vigas y el techo trapezoidal.
Cuando llega la hora de dejar el edificio, Mica y Lucas parecen relajados. Dicen que no hay nada que temer: la parte violenta es entrar, pero salir es un trámite. Caminamos tranquilos en dirección a la calle. Creí poder imaginar de qué se trataba el urbex, pero la experiencia superó todas mis expectativas. Me voy con la satisfacción de haberlo hecho en compañía de dos jóvenes expertos, necromantes delicados, sigilosos testigos de las criptas y los osarios.