FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

El grunge nos convirtió en auténticos gilipollas

Aquellas bandas marcaron a una generación y hay que seguir reivindicándolas aunque no hay por donde cogerlas.
Foto cortesía de HBO procedente del documental 'Kurt Cobain: Montage of Heck'

Si solo puedes comprar o regalar un libro en lo que queda de año, por favor, que sea Todo el mundo adora nuestra ciudad , escrito por Mark Yarm y recién publicado en España por la editorial Es Pop. Esta historia oral del grunge es una jodida maravilla. En una época de estresante ajetreo laboral me ha durado un fin de semana, así que puedes hacerte una idea de lo que se cuece en sus casi 600 páginas: absolutamente todos los implicados en el levantamiento de la escena de Seattle aparecen por aquí ofreciendo testimonios de gran valor personal, musical e histórico relacionados con uno de los movimientos musicales más importantes de los 90. Vale cada maldito euro que te pidan por él, en serio.

Publicidad

Pero más allá del revelador y potentísimo contenido de este ensayo entrado en carnes –señor tochaco os lleváis a casa–, lo mejor de Todo el mundo adora nuestra ciudad es que para varias generaciones de aficionados a la música su lectura supone un impagable ejercicio de nostalgia y revisión del pasado. Vigila si tienes más de veinticinco años y cae en tus manos este libro, porque de repente te encontrarás metido en una espiral de regresión a un periodo de tu vida que quizás tenías olvidado o semienterrado y que para bien o para mal forma parte de tu educación cultural, social y personal.

Quien más y quien menos tiene una historia que contar directamente conectada con los grupos de Seattle. Tú quizás no; yo sí, desde luego. A los nacidos entre 1975 y 1980 el grunge nos pilló con cuatro pelos en la barba, una adolescencia sin grandes titulares y mucha tontería encima. Es decir: en el momento más apropiado. Éramos carne de cañón. Aquellas canciones deprimentes, torturadas, ruidosas, sucias y amargadas cayeron como una bendición en nuestra rutina porque te daban la excusa perfecta para sentirte bien comportándote como una oveja negra totalmente alienada del rebaño mainstream.

Foto de Bruce Pavitt y Steve Double

Eran los 90 y yo básicamente escuchaba grupos de rap y grupos de thrash metal. El problema es que los dos estilos apelaban e incitaban a un estilo de vida con el que era imposible identificarte. Con el rap todo eran inconvenientes. Ni fumaba porros, ni bebía litronas, ni tenía pistolas escondidas en el pantalón. Lo peor que podía pasar en mi barrio es que algún skater fumado me pidiera suelto. No llevaba fajos de billetes encima ni montaba barbacoas rodeado de chicas culonas. Y por supuesto las únicas panteras negras que había visto en mi vida estaban hechas un Cristo en el zoo. Me flipaban las canciones de NWA, pero cuando veía un coche patrulla no salía corriendo, más bien todo lo contrario, me sentía seguro y reconfortado.

Publicidad

Y qué decir del metal. Ni la estética ni los rituales me representaban. Por no hablar de sus canciones: o bien la cosa se centraba en historias de playmates, excesos y todo tipo de desenfreno o bien en relatos de violencia, satanismo y oscuridad. O sea, todo lo que contaban Mötley Crüe, AC/DC, Metallica, Anthrax o Megadeth estaba muy bien y sus canciones me marcaron muy en serio, pero el suyo no dejaba de ser un mundo de fantasía –sexual, etílica o gótica– que chocaba frontalmente con una realidad mucho más convencional, monótona y vulgar a base de partidos de baloncesto, exámenes aprobados, programas de tele o partidas de PlayStation.

Entonces llegó el grunge. Joder, ahora sí. Aquella sí era una escena que te hablaba de tú a tú. No la formaban traficantes de drogas con diez mujeres y veinte hijos repartidos por el barrio. Ni tipos con el pelo lleno de laca, cocaína hasta las cejas y la polla hecha trizas. Nah, los de Seattle podían colar perfectamente como tus colegas, eran tipos igual de grises, negativos y previsibles, tenían la misma falta de entusiasmo y atrevimiento y no era difícil reconocerse en esas caras con pinta de tener poca actividad sexual y mucha tendencia a la depresión. Estaban hundidos, o eso decían, y eso, por extraño que parezca, te hacía sentir bien.

Foto de Bruce Pavitt y Steve Double

Lo mejor de todo es que con ellos tenías la excusa perfecta para explotar y recrearte con el angst adolescente. Si Kurt Cobain odiaba a la humanidad y vivía recluido en su mundo, ¿quién o qué te impedía hacer lo mismo? Era una liberación en negativo porque ya no era necesario hacer un esfuerzo para comportarte con normalidad, acorde a lo establecido. Era la antítesis de la rebeldía teenager: en vez de salir por ahí a ponerte ciego, a pelearte con el primero que pasara o a pintar paredes te recluías en casa y te comportabas como un bicho raro. No solo eso: además, las canciones de Soundgarden, Alice in Chains, Pearl Jam o Screaming Trees te hacían sentir especial y diferente, diría que incluso superior al resto, sin tener que impostar o traicionar tu personalidad.

Publicidad

Era algo así como "los grupos que me gustan son unos malditos cenizos amargados de la vida y lo peor es que son más guays que las mierdas que escuchan los demás compañeros de clase". Y lo veías perfectamente en el recreo del instituto: las botas Martins, la chaqueta militar con la bandera alemana (todos se la copiamos al jodido Eddie Vedder), la camisa de cuadros de franela abierta con una camiseta debajo y unos tejanos que ya estaban para hacer trapos. El grupito de turno, aislado de la plebe. El intercambio de CDs o de grabaciones en cassette. Las reseñas y entrevistas del Popular 1, que te sabías de memoria. Las rajadas contra los críticos del Rockdelux, que ponían a caldo a Pearl Jam y Soundgarden y tú no entendías por qué. En esos años nació el postureo, creedme.

Fotografía de Bruce Pavitt.

Porque es indiscutible que a muchos el grunge nos convirtió en auténticos gilipollas. Niñatos que nos creímos la película de malditismo, tormento interior y nihilismo existencial de todas esas canciones y que en esa fase de abducción desaprovechamos unos años de floreciente adolescencia cuestionándonos ideas absurdas y dándole la espalda a actividades mucho más lúdicas y satisfactorias. No tengo la menor duda: mientras nosotros nos sumergíamos en el pozo depresivo procedente de Seattle, el tipo ese que se sentaba tres filas más adelante, el que escuchaba El Último de la Fila o Eric Clapton, vestía chinos color crema y llevaba unas Stan Smith, ya se había enrollado con media clase. Éramos unos nerds. Con buen gusto musical, pero nerds al fin y al cabo.

Pero por otro lado, ese mundo de grupos nuevos nos abrió todo un abanico de descubrimientos, muchos de ellos directamente derivados de esa escena, que tendría una relación directa y estrecha con los discos que devoramos en los años inmediatamente posteriores. Para muchos el grunge fue el principal generador de un hambre de música que acabaría marcando nuestro periplo personal, profesional y emocional. A veces necesitas un clic en tu vida, un chasquido que lo cambie todo. En cierto modo se puede decir que la escena musical de Seattle fue quien activó ese clic.

Y aunque es indudable que con el paso de los años te acabas distanciando de algunas bandas de aquella época, jamás se me ocurriría renegar de ellas, todo lo contrario. Hay que seguir defendiéndolas aunque seas consciente de que algunas no hay por donde cogerlas ni hay forma humana de reivindicarlas. Da igual. A muerte con ellas. Y a muerte con este maravilloso Todo el mundo adora nuestra ciudad que nos permite reencontrarnos con un trozo de nuestro pasado.