Música

La Cocina del Alma

“La salud mental de los jóvenes mexicanos triunfó sobre la

proyección sórdida y angustiosa de Morrison y The Doors”.

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Raúl Velasco

Poco antes de que se le apareciera el fantasma de Juan del Diablo, Sebas había posteado el anuncio de su suicidio en Facebook, pero sin el complemento de la foto del nudo de la horca alrededor de su cuello: cuando buscó el teléfono para tomarla, descubrió que mientras le obligaban a beberse sus orines en los baños, Elmer y sus amigos se lo habían sacado de la mochila.

Era el segundo del año y su mamá aún no acababa de pagar el primero a cómodos plazos en Elektra. Por eso y porque la amaba, hizo como que chateaba en la compu hasta que se quedó dormida en el sillón viendo una de Jorge Negrete.

—¿No estarás hablando con una muchacha, verdad?— le preguntó, feliz, entre bostezos.

Se hizo el chiveado y la dejó sonreír. No había razón para que supiera que, como cada noche, borraba los insultos que los de su grupo le ponían en Facebook. La escuchó roncar suave, y escribió su despedida de este mundo.

Ya tenía listo un mecate. Se acarició el vientre, sopesó, y fue a cortar otro del tendedero. Había encontrado las instrucciones en Internet: el nudo debía encajar en el hueco de la nuca y lo mejor para conservar la dignidad eran el ayuno o los pañales. Le pareció de mínima justicia elegir el ayuno y hacerlo en la escuela. En los baños. Y para allá fue entre las banquetas quebradas y grasientas de Coacalco, acompañado por los ladridos de perros distantes.

No pensaba ni en su vida ni en la muerte; tan sólo en aquello de lo que por fin se iba a librar: las risotadas, la multiplicación de los apodos, el dolor. Le habían roto un brazo y ese compás casi le había perforado el pulmón. Envuelto en el feliz estruendo del alivio no escuchó la pregunta de Jim Morrison.

El fantasma la repitió en voz alta.

—Are you hungry, man?

Sebas no supo si aquel desconocido brotado de la nada que campea sobre la Gustavo Baz le pedía comida o anunciaba su enojo. Debido a su historial de maltrato y ante lo que le mostraban sus ojos (un delgado y hermoso muchacho sin camisa y en pantalones de cuero), asumió que se trataba de lo segundo, y se replegó contra la pared esperando el castigo en turno.

Tres cosas habían decepcionado a James Douglas Morrison sobre la muerte.

La primera de ellas era que, debido a rigurosas normas y un férreo control sobre el tejido del espacio-tiempo, Morrison, como cualquier hijo de vecino, sólo podía deambular en el mundo de los vivos durante noches como esa y desvanecerse antes de la llegada del sol. O, de lo contrario, los perros.

—¿Tienes algo de comer, chavo?

La segunda era que los vivos presencian a un fantasma en la forma de aquello a lo que más temen. Lo que por una parte no estaba mal: a Jim Morrison no le gustaba que lo relacionaran con Jim Morrison.

—¿Nada? Are you serious, man?

Entendía que este pobre niño intentara fundirse con el muro hasta deslizarse y quedar sentado a sus pies. ¿A qué le tendrían miedo los muchachos en esta época, en esta tierra de meseros indómitos? ¿Lo estaría viendo como un payaso con sangre por maquillaje? ¿O como a un hombre lobo con las fauces abiertas hasta mostrar un vientre lleno de anémonas?

—¿Algún, cómo los llaman… tamal? ¿Cualquiera de esos panes bellamente azucarados que parecen tortugas?

No sabía que Sebas le veía como Jim Morrison, con una voz que sonaba a elepé rayado, que era como escuchar la crepitación del fuego. El suicida reconoció en ella las risas de las chavas de su salón cuando Elmer le quitó la camisa para que vieran el tamaño de sus chichis. Las lágrimas le llenaron los ojos.

—Tranquilo, hombre. Sólo soy alguien que ha cancelado sus credenciales para la resurrección…

A cambio de las prohibiciones, a Morrison se le permitía gastar los eones apareciéndose en donde y a quien le viniera en gana. Y su lugar preferido para encarnarse era México: el único lugar del mundo en el que se le recuerda como a un impostor panzón.

Sabía que en México nadie lo amaba (lo que se cumplía al menos, con Sebas, que era más onda Joaquín Sabina y Nacho Vegas), ni siquiera por que había intentado expiar sus conciertos en el DF de 1969 subiendo a lo alto de la Pirámide del Sol, sórdidamente crudo. ¿Quién podía aspirar al perdón de México?, pensó tendido en aquel entonces sobre la cima teotihuacana.

Como fantasma había comprobado que México era un campamento indígena en el que imperaban el hambre y la vigilia. No importaba donde decidiera aparecer: sierra, caserío, muelle o mina, siempre había gente comiendo o esperando el final de la cocción al pie de los fogones. Cuando el alimento llegaba, se apuraban a destrozar la comida con las manos y la masticaban como a pájaros de metal fundido. Y ante ellos, siempre silente, una mujer entre cortinas de humo o de vapor, con ojos de obsidiana fijos, abanicando el fuego bajo las ollas con una manopla de palma.

—No llores, niño: te ves como un hombre nacido de una mujer así.— Demandó Morrison y fue a sentarse junto a Sebas, espalda contra el muro. Los faros de los camiones iban y venían sobre la avenida, únicas estrellas en el Estado de México.— Serías un gran mesero. ¿Esos lazos para qué son?

Sebas se tragó los mocos y no respondió. Tenía claro que este chavo le hablaba en inglés para llevarlo a una trampa. En cualquier momento vendría el ¡Oinc, oinc!, y sacaría un compás o una botella de Coca llena de orina.

—Una lástima— dijo Morrison con un puchero que a Sebas le pareció el anuncio del primer gruñido, aunque no. En cambio, el Rey Lagarto observó con aprobación el amplio estómago—. Estoy seguro de que me hubieses podido describir los sabores de esta tierra. Extraño el puré de papas.

La tercera cosa que Morrison lamentaba sobre el hecho de estar muerto era la incapacidad de padecer hambre y de comer que aflige a las ánimas.

Se quedaron en silencio, ambos pensando en la muerte. La inminente y la lejana. Un perro se acercó a oler las botas con puntera metálica de Morrison, y el ex frontman de los Doors acarició el lomo erizado de la pobre criatura.

—Sólo eres el mensajero— le dijo al perro.

—Da igual si me entiendes o no, si me tocas o si me dejas en paz: Me voy a matar— dice, al fin, Sebas—. Así que mejor no me hagas nada. Vas a perder tu tiempo.

Morrison tampoco comprendía nada de lo que Sebas le decía, pero cuando el niño levantó los dos mecates con orgullo, Morrison reconoció una determinación ciega, ante la que nada podía oponerse, si bien carene de sentido, como la de los meseros de El Fórum.

—¿Para qué son esos lazos, niño?

Lo que el fantasma de Morrison recuerda acerca su concierto en la Ciudad de México en 1969 es el recelo del público. Manzarek lo había arrastrado a esa última gira con argumentos sobre los hijos, las bajas ventas de Morrison Hotel y la idea de escenificar Carmina Burana… Tras el Incidente de Miami y la cancelación de la gira mundial no tuvo más remedio que aceptar.

—Sólo quería ver cómo se veía mi pito bajo las luces del escenario…— le contó a Sebas.

Morrison estaba tan macerado en alcohol que se limitó a cerrar los ojos en Miami, y abrirlos en Houston, y cerrarlos en Las Vegas, y abrirlos sobre las basureros en llamas y las vacas sobre el asfalto y la mujeres que tendían la ropa en los alrededores del Aeropuerto Internacional Benito Juárez. Al aterrizar les entregó la Llave de la Ciudad el hijo del presidente, que como todos los hijos de dictadores tenía un grupo de rock.

Apenas y lo bañaron los primeros flashes se corrió el rumor de que no se trataba de él, sino de un doble gordo y barbado, muy pedo, dispuesto para estafar a la Juventud Mexicana. Morrison decidió honrar esa idea, y salió al escenario de El Fórum sin haber probado una gota de alcohol durante las 24 horas anteriores y bajo tres suéteres y dos pantalones que lo hacían verse aún más redondo y gastado. “Hippie”, escuchó entre bambalinas, y complacido dio un firme paso hacia el proscenio para vomitar. Entonces se quedó helado bajo la luz del reflector. El silencio en el recinto…

—Lo peor de todo es que… tengo hambre. No sirvo más que para tener hambre— dijo el niño obeso y se golpeó el estomago con puños gemelos. Morrison le pasó de brazo sobre los hombros.

—No había gritos ni chicas con los pechos desnudos montadas en los hombros de hombres sofocados por el humo de la yerba sagrada, muchacho— Morrison se acercó a Sebas para convencerlo de la sinceridad de sus palabras, y el pequeño suicida pudo percibir el aliento a ceniza y savia del fantasma—: no había público; sólo mesas como de un banquete, y personas en traje y vestido de noche bebiendo sodas y comiendo como si se tratara de un desayuno de la City en el que se dirimiera el precio de la madera. Manzarek, preocupado por nuestro porcentaje, comenzó con los arpegios de Light my fire, pero lo llamé al silencio. Estábamos en el infierno, pequeño amigo.

Morrison hizo un gesto que abarcaba a los tráilers, los altos pastizales, a los edificios idénticos en falso ladrillo rojo que se repetían hasta la locura en el horizonte de Coacalco, a los perros que con los belfos desnudos les iban cercando, y Sebas descubrió (no sin sorpresa) que era idéntico al actor aquel que la hacía de pirata en una telenovela que su mamá veía en el Canal del Recuerdo. El fallecido Eduardo Palomo.

—Eso no fue lo peor, hombre. Entre aquellos seres que comían sin apetito y bebían sin embriagarse, caminaban estos meseros. Con charolas en alto llenas de refrescos con una servilleta medieval doblada sobre el brazo, morenos y en impecables fracs. Y no nos miraban ni a sus amos ni a mí. Eran como los extras del Limbo. No les importaba que la banda hiciera silencio ni que sus patrones les demandasen un limón o el salero agitando billetes. No estaban ahí por la propina: iban y venían como esos verdugos que se negaban a subir al cadalso por la misma escalera que el condenado. Y nuestro cuello, nuestro cuello… Eran el silencio hecho carne.

Jim Morrison se cubrió los ojos con el dorso de la mano, con ese mismo gesto con el que había intentdado otear a los meseros entre la luz de los reflectores.

—Entendí que eran el alma de México, y que me sería inalcanzable, vivo o muerto— confesó sin atreverse a mirar a este descendiente de aquellos meseros.

No supo si era por que el muchacho sin camisa hablaba como si estuviera drogado o por la fríaldad y peso de su brazo, pero Sebas sintió pena por él.

—También tienes hambre, ¿verdad? Tengo algo que hacer después, pero podemos ir a mi casa por un taco.

Se puso de píe y le ofreció la mano temblorosa. Morrison vio esa pequeña mano en el aire, más larga y más antigua y más sacra que la escalinata de la Pirámide, y se apoyó en ella.

Siguió al niño entre calles angostas. A su paso los perros formaban pasillos y vallas que prefirió ignorar. A Sebas todo lo que le importaba era que el recalentado le evitara una madriza más antes de morir.

Su mamá seguía dormida en el sillón frente al televisor encendido. Le señaló a Jim la mesa del comedor minúsculo y fue a buscar una almohada y una cobija. De fondo se escuchaban los albures del Caballo Rojas. Morrison se dijo que aquel hombre de enorme quijada y rodeado por mujeres en bikinis plateados sólo podía estar pronunciando alguna poesía de Blake.

Sentado a la mesa con mantel de plástico vio regresar a Sebas con una camisa para él y una almohada y un sarape.

Como el huérfano voluntario que había sido en vida, Morrison reconocía las despedidas definitivas, y vio una en la forma en la que el niño se demoraba acomodando los cabellos de su madre, zambutiendo la manta para que ningún hilo de frío la tocase. Comprendió, también, la finalidad de los mecates que había dejado sobre la mesa. Se apuró a ocultarlos en su regazo. Lo asaltó un terrible deseo de beber. En la televisión, el hombre caballo corría en calzones por una calle de árboles falsos.

Sebas calentó la comida que se había negado (fideos y picadillo), y le sirvió un platote al fantasma de Eduardo Palomo. Había sumado dos más dos mientras hacía tiempo con la sábana (la piel fría, el aliento de desodorante, el hecho de que la luz del foco más que iluminarlo lo rodeaba…). La revelación le asaltó con una naturalidad que adjudicó a que se encontraba más allá que acá. En todo caso: ¿Qué mejor compañero de última cena que un muerto?

Tragó con desesperación, y ni siquiera se fijó en que el fantasma no tocaba la comida limitándose a dejar que el vapor de la sopa traspasara su rostro. Morrison apretó los mecates entre sus manos: no soportarían el peso, pero habría otras cuerdas, definitivas…

—Cuando tenía tu edad pesaba lo mismo que tú. O más— confesó Morrison mientras Sebas pasaba al picadillo—. Me habían dado una tarjeta para el comedor del colegio, y cada vez que me perdía una comida me sentía asaltado. De manera que me levantaba cada día a las seis y media de la mañana para recibir e desayuno, que como toda comida académica estaba hecha, sobre todo, de almidón. Huevo, salchichas, tostadas, leche… Iba a un par de clases y de regreso a la comida: puré de papa sobre un trozo de algo parecido a la carne. Más clases, y la cena: más puré de papas. Llegué a pesar 85 kilos. ¿Qué hay de malo en estar gordo? ¡Yo era sólido, hombre¡ Me sentía como una coloso, como un mamífero bestial. Cruzaba por los pasillos abriéndome paso majestuoso. ¡Estar gordo es hermoso! ¿Quién quiere ser pajizo y frágil! ¡Hasta el viento te puede arrastrar!

Había dicho todo esto con los ojos clavados en los mecates, haciendo nudos y deshaciéndolos. ¿Cómo devolver a este niño la majestad de los meseros que le habían arrancado el dolor y la humillación? ¿Cómo hacerle vencer? Sus palabras no eran suficientes. Apremiado por hallar aquello que si lo fuera, repitió:

—Fat is beatiful— como un juramento o una promesa.

Sebas no le escuchó: se había quedado dormido sentado, masticando un último bocado, sonriente.

Morrison rodeó la mesa y le susurró al oído:

—…is beatiful.

Fue a la ventana y abrió la cortina. Los primeros rayos de sol alargaban las sombras de la manada de perros que reunidos y rígidos en el patio común de la Unidad Habitacional esperaban para hacerle cumplir: tenía que desvanecerse apenas y el amanecer. Había cachorros y otros con apenas cuerpo bajo la sarna. Escuchó sus graves gruñidos. Mostraban los belfos.

Jim Morrison miró por encima del hombro al niño y negó con la cabeza. Apoyó la frente contra el cristal de la ventana y con los mecates apretados entre las manos, se aferró a este mundo, y dijo que no.