La tradición de los musicales tiene un largo historial de soñadores ―Annie sueña con tener una familia; Dorothy sueña con regresar a Kansas; María y Tony sueñan con estar juntos―, además de una capacidad sin igual para resumir y ajustarse al espíritu de esas aspiraciones. Canciones que celebran la promesa de un “mañana”, de un “lugar más allá del arcoíris” y de “algún día” nos inspiran para soñar con nuestras propias posibilidades y esperanzas. Pero la apoteosis del sueño musical, incluido en obras como Billy Elliot y Hairspray, es autorreflexiva: lograr la fama en el mundo del espectáculo.
Y es a esta categoría de sueños a la que pertenece La La Land, el nuevo musical de suaves colores y carácter exagerado, ambientado en la época actual y protagonizado por Emma Stone y Ryan Gosling. Mia (Stone) desea ser una actriz de éxito y Sebastian (Gosling) es un pianista de jazz que quiere abrir un club en el que poder tocar jazz antiguo, clásico y “puro”. Pero, como cualquier protagonista de musical que trata de triunfar, Mia y Sebastian tienen obstáculos que superar. Tienen que lidiar con una enorme competencia para interpretar a una mujer blanca pelirroja y con la muerte del jazz, respectivamente.
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Los esfuerzos de Mia se destilan impecablemente en una de las primeras escenas de la película. Está trabajando como camarera, queda extasiada cuando una celebridad entra en el bar y de repente se da cuenta de que llega tarde a una audición, a la que su jefe se opone enfáticamente. Con las prisas, cuando sale del local se choca con un hombre que lleva un café en la mano y este se vierte por toda la camisa blanca que lleva ella. En la audición, el director rechaza a Mia que, llevando una chaqueta azul para ocultar la mancha de café, camina por un pasillo a cuyos lados permanecen en fila montones de actrices pelirrojas que llevan la misma camisa blanca que ella se ha manchado.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Sebastian espía desesperado el club de jazz donde solía tocar, que recientemente se ha convertido en un local de “samba/tapas”. Regresa y se dirige a su lugar de trabajo, en un restaurante de lujo, donde promete a su jefe que tocará solo las canciones navideñas incluidas en su contrato. Interpretando de manera exagerada su papel de músico explotado, toca las canciones con resentimiento, de forma aburrida y sin gracia, hasta que de pronto le llega la inspiración y comienza a tocar una melodía que él mismo ha creado. Le despiden por haber desobedecido las órdenes.
Las penurias de Mia y Sebastian continúan por este camino ―más audiciones fallidas, más desmoralizadoras interpretaciones al piano―, pero a lo largo del camino se conocen y se enamoran. Cuando Sebastian anima a Mia a escribir guiones para sí misma en lugar de esforzarse por encajar en papeles ya existentes, ella escribe un monólogo. Tras escuchar casualmente cómo Mia promete a su madre que él encontrará un trabajo estable, Sebastian empieza a tocar el piano para una banda de jazz extremadamente lucrativa, los Messengers, dirigida por su viejo amigo Keith (interpretado por John Legend). Durante el primer ensayo, Sebastian encuentra una vez más que su arte se ve menospreciado por las influencias musicales populares ―la banda incluye, Dios nos asista, una guitarra eléctrica―, pero él se aferra a ello, pensando que Mia desea que él encuentre un trabajo estable.
Sebastian sale en largas giras con una banda que no se ajusta a su personalidad, dejando a Mia sola para preparar el monólogo que él insistió en que escribiera invocando los mismos valores que él ha sacrificado. Pero nunca acaba de mostrarse con coherencia cuáles son exactamente esos valores. Tras instruir a Mia para que no se preocupe de lo que la gente piense sobre ella, Sebastian le recuerda que todos los gigantes del jazz se hicieron un hueco en la historia desafiando aquello que no se ajustaba a ellos. Pero cuando se enfrenta a una banda que se enorgullece de romper con lo establecido añadiendo sintetizadores y coristas, se resiste ante la idea de que transgredan las grandes tradiciones.
La película finaliza cinco años más tarde, cuando Mia, que ahora es toda una celebridad, regresa a LA y entra en el café donde solía trabajar, atrayendo las miradas de la gente y suscitando murmullos. Más tarde aquella misma noche, ella y su atractivo nuevo marido entran por casualidad en el exitoso club de jazz de Sebastian, lleno de pequeñas mesas circulares de madera con lamparitas y parafernalia de las antiguas leyendas colgando de las paredes. Mientras Sebastian toca su canción más emblemática, vemos un montaje altamente estilizado ―que incluye siluetas y figuras semi-ilustradas― de lo que podría haber sido si Sebastian nunca se hubiera unido a los Messengers y hubiera, en su lugar, seguido a Mia hasta París para rodar su primera película. Cuando se dispone a salir del club, Mia se gira para compartir una sonrisa de complicidad con Sebastian. Se nos hace entender que sus éxitos han sido posibles gracias a su separación y ambos parecen muy satisfechos con el camino que han tomado sus vidas. Es un final feliz en toda regla: persiguieron sus sueños y los hicieron realidad, incluso aunque no lo hicieran juntos.
La La Land está cargada de nostalgia o, como algunos críticos lo han expresado, la “lucha entre lo antiguo y lo nuevo”. Hay un optimismo que mira al pasado muy aparente en todo, desde el vestuario de Mia ―vestidos en tonos pastel que acentúan su cintura, reminiscentes de los estilos de los 40 y los 50―, hasta el claqué y los bailes de salón que animan cada escena. Al principio de su relación, Mia explica a Sebastian que su ambición por actuar comenzó cuando su tía le enseñó antiguos clásicos como Encadenados, La fiera de mi niña y Casablanca, y su imagen del estrellato se inspira en las (supuestamente) dignificadas vidas de las estrellas del antiguo Hollywood y no en las constantemente difamadas actrices de hoy en día, que no hacen más que aparecer en los tabloides.
La nostalgia de Sebastian es incluso más patente. Sobre el hecho de que su antiguo club de jazz se haya convertido en un local de “samba/tapas”, dice en cierta ocasión: “esto es una jugarreta contra la historia” y en otra: “No puedo dejar que bailen la samba sobre la tumba de su historia”. Lamenta el descenso de popularidad del jazz; está muriendo, dice, pero “no lo va a permitir”. Cuando expresa su preocupación acerca de este declive ante Keith, que dirige una exitosa banda de jazz que se encuentra muy lejos de morir y que incluye elementos pop, Keith dice a Sebastian que “el jazz está muriendo por culpa de gente como él”, porque se ha quedado anclado en ideas románticas sobre el pasado.
El hecho de que uno de los filmes más descaradamente alegres de este año haya salido justo cuando lo ha hecho (poco después de las elecciones presidenciales norteamericanas) no pasa desapercibido. La La Land nos rescata de nuestra pesadumbre colectiva, de los malos tiempos, recordándonos cómo es soñar y tener aspiraciones, pero ―aun a riesgo de sonar exageradamente escéptica o despectiva―en ningún caso resulta obvio con qué tipo de optimismo se supone que debemos abandonar el cine. Por supuesto, muchas de las escenas bailadas (especialmente las que incluyen excelentes bailarines profesionales junto a los aceptables aunque poco destacables Emma Stone y Ryan Gosling) me hicieron querer bailar. También me sentí conmovida por la historia de amor que no puede ser, por la relación de apoyo mutuo que permite a ambos miembros de la pareja medrar de forma independiente (me di cuenta de que la secuencia del tipo “qué habría pasado si” representaba un sacrificio profesional por parte de Sebastian y en cambio la carrera de Mia nunca se pone en duda, a pesar de que muchísimas películas cargan la responsabilidad de elegir entre el éxito romántico y el profesional en el personaje femenino). Pero el tipo de esperanza que inspira la película es, en última instancia, narcisista y de carácter excepcional. Si Mia y Sebastian consiguen hacer su sueño realidad, yo también debería poder, nos decimos a nosotros mismos. Si el rostro de Mia puede acabar en el cartel de una película, el nuestro también podría. Pero para quienes no nos dedicamos al mundo del espectáculo, no queda muy claro qué tipo de esperanza inspira La La Land.
Hay muchas escenas adorables en La La Land y las personas que no se sientan horrorizadas por las repentinas apariciones de canciones y bailes sin duda encontrarán placer en ellas, pero los logros reales de este filme son modestos y sus propias conclusiones optimistas ―Mia puede, después de todo, ser la pelirroja entre un millón que Hollywood desea y Sebastian puede tener éxito rindiendo tributo a la historia del jazz tal y como siempre ha querido― dicen muy poco acerca de las circunstancias de la mayoría de la gente, ya sean personales o políticas. Lo que resulta más condenable es que La La Land nos invita a rendirnos a la tentación de la nostalgia, una cualidad cuya utilidad es muy limitada y cuyos peligros son bien reales. El título de la crítica escrita por Dargis, “La La Land devuelve el esplendor a los musicales”, es un reflejo de la estructura retórica de la promesa de campaña más famosa de nuestro demagogo presidente electo, la que se basa en la imaginada grandeza de los tiempos pasados o, mejor aún, la auténtica grandeza para unos pocos. Esto no significa que Fred Astaire, La fiera de mi niña o Cantando bajo la lluvia no merezcan nuestro más profundo respeto, que volvamos a verlos una y otra vez, o incluso que los imitemos. Pero esa amplia percepción nostálgica carente de visión crítica puede arrojar cierta niebla sobre la realidad social de cualquier “edad dorada” y eludir detalles importantes acerca de para quién fue dorada en realidad.