
Ilustraciones por Nick Nold.
Fue uno de esos momentos raros en que te das cuenta de que te has metido en un problema sin solución. Estaba teniendo sexo cuando algo se rompió. De inmediato, me senté como un idiota al pie de la cama, mirándome la entrepierna con ojos de sorpresa y la boca abierta.
‘¿Será colorante del condón?’.
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Mi chica de aquel entonces era demasiado despreocupada para mi gusto. Continué mirándome el pene, demasiado pasmado como para responder.
‘No, definitivamente no es el condón’.
Después de hacer un rápido rebobinado mental, mis peores miedos se materializaron. Encendí la luz de la habitación y para mi horror y sorpresa, vi lo que parecía un cúmulo de sangre en un lado de mi posesión más preciada. Sólo podía hacer una cosa: de muy mala gana le pedí a la chica que me llevara al hospital.
Hay que tener en cuenta que, hasta ese momento, había logrado esquivar a los médicos. Incluso ahora, a los 26 años, mi madre tiene que inventarse alguna mentira para que vaya al médico. Estoy casi seguro de que hace tres años me rompí el brazo derecho, pero a pesar del intenso dolor que me recorría el brazo desde el meñique hasta el codo, me mantuve firme en mis principios. En este caso concreto, no me quería arriesgar y, por suerte, vivía a unas calles del único hospital decente en Oakland.

Después del momento incómodo en el coche y de caminar dos manzanas con mucho cuidado, me apresuré a entrar en urgencias con la esperanza de que un pito roto fuera un criterio de máxima prioridad a la hora de decidir a quién debían atender en primer lugar. Atravesé la sala medio llena de gente enferma y me acerqué al mostrador para ser recibido por la última persona que quería ver en esta situación: un tío brasileño, alto y con una brillante calva, con su pijama de enfermero y unos Crocs. Con bastante calma y seguridad —justamente lo que se espera de alguien con una de esas pulseras religiosas— se giró hacia mí.
‘Hola, amigo, ¿en qué te puedo ayudar?’.
No había terminado la frase y yo ya había plantado ambas manos sobre el mostrador.
‘Creo que me he roto el pito. Necesito que me vea un médico ahora’.
‘¿Perdón?’.
‘Creo que me he roto el pito. Necesito que me vea un médico ahora’.
Inclinó burlonamente la cabeza, con un movimiento casi reptil. En este hospital no hay mucha acción. Momentos más tarde, estaba enseñándole a ese desconocido mi trasto, que por cierto tenía peor aspecto que en el momento del accidente. Entendió la urgencia de mi situación y pidió a gritos la presencia de un médico.
Me acompañaron a una sala, donde una enfermera ataviada igual que en Anatomía de Grey me recibió y me puso una vía. Antes de que me diera tiempo a decidir si debería confiar en una enfermera con un uniforme tan mediocre, llegó el médico. Cada opción de tratamiento sonaba peor que la anterior.
‘Bueno, tenemos que analizar las opciones, pero lo más seguro es que te metamos un líquido por la uretra que hará más visibles las venas, y a partir de ahí ya veremos’.
‘Por lo menos que me dé un Vicodin’, pensé.
El doctor continuó diciendo: ‘Ya han llamado al Dr. Cherrie, nuestro urólogo, y estará contigo en una hora’.
Esperé. Luego descubrí que los urólogos son un poco vagos. Son de esos que se van a jugar al golf tres veces a la semana y luego llaman para decir que están enfermos. Así es el típico médico del pito.
La chica que me llevó al hospital ya se había marchado y la enfermera me dio una dosis de morfina.
El experto en penes parecía molesto por que le hubieran despertado y para nada preocupado. Le pregunté si llegó tarde debido al tráfico.
‘Son las tres de la mañana, Jesse. Así te llamas, ¿no? Quítate el pantalón’.
Me inspeccionó el pene durante 20 segundos y luego se encogió de hombros.
‘Bueno, parece que hay que operar’.

Soltó la frase con la gracia y el desparpajo que caracterizan la jerga médica. Me dijo que tenía una fractura en el pene. Me explicó lo que me había pasado con todo lujo de detalles que no le había pedido.
Me dio la opción de esperar una o dos semanas pero me dijo que el riesgo de sufrir daño permanente incrementaría de manera drástica. No lo dudé. Llamé a mi amigo Nick y le dije que necesitaría que me viniera a buscar al día siguiente. Apoyé la cabeza en la almohada y dejé que la morfina me invadiera.
Lo siguiente que recuerdo es despertar después de la operación. Nick estaba ahí, con cara de dormido y una sonrisa en la cara. Había llegado temprano. Me llevó de vuelta a casa, donde descansé y dormí. En mi cama ya no estaba aquella chica que fue testigo de mi fractura de pene.
A la mañana siguiente, me sentía como veinte años más joven, muerto de la vergüenza mientras esperara que viniera mi padre a recogerme. Siguiendo con la racha de buena suerte, llegó mi madre en su coche y entré.
Hubo un silencio sepulcral durante todo el camino, hasta que mi madre dijo: ‘Lo que sea que has hecho o intentado, nunca lo vuelvas hacer’.

Pasé el siguiente mes en la cama, drogado y con dolor. Junto a la cama, mi padre, que estaba muy enfermo en aquel entonces, me había dejado algunas de sus pastillas más fuertes, un poco de maría que él decía que era ‘demasiado potente’ y una bolsa con hielo.
¿Por qué una bolsa de hielo? Claro, para aplacar las erecciones matutinas. No puedes tener erecciones durante tres semanas después de la operación. Si se te pone dura, se te pueden saltar los puntos. No hay ninguna pastilla con el efecto contrario al de la Viagra, solo el alcohol y las bolsas de hielo.
Después de cuatro meses, me encontraba lo suficientemente bien como para ‘volver al mundo’, pero mi corazón no estuvo listo hasta el otoño. Me llevó un año y mucho alcohol para dejar de preocuparme.
He intentado crear otra versión de la historia, una que pueda contar en fiestas. Pero para ser sincero, mis amigos la cuentan mejor que yo. Si lo que te interesa saber es qué aspecto tiene mi pene o si todavía funciona, pues sí, en efecto, está muy bien.
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