Me infiltré en el mundo de los prostíbulos sirios

FOTOS DE FALKO SIEWERT

No regresé al club ni contesté al teléfono cuando me llamó el jefazo, pero aquella historia me había atrapado. Había sido una aventura insensata y cruel, pero había sacado algo de ella. Quería visitar más prostíbulos.

El siguiente viernes por la noche fui a una discoteca en el sótano del Hotel Meridien, esta vez con un amigo árabe. Después de que mi amigo se presentara a unas cuantas prostitutas, me confirmó que todas eran refugiadas iraquíes. Algunas de ellas habían ejercido la prostitución bajo el régimen de Sadam y otras habían acabado allí tras los cataclismos siniestros, violentos e inconcebibles que la guerra había llevado a sus vidas. Todas ellas estaban tan borrachas que se tambaleaban, mientras subían y descendían por las escaleras enmoquetadas, bajo las tenues luces de discoteca barata.

Yo tenía una implacable cola de saudíes vestidos con chilabas tocándome el culo. Gran parte de los clientes de los burdeles de Siria procede de Arabia Saudí. Todos ellos estaban ligeramente borrachos y resultó que me convertí en la principal atracción. Mi amigo le explicó a uno de ellos que me había contratado para toda la noche y luego preguntó al tipo y a sus amigos si había algún otro sitio al que pudiéramos ir. Nos dijeron que había todo un “barrio rojo” en una zona residencial y nos informaron de que tomáramos un taxi y pidiéramos que nos llevaran a un barrio del norte llamado Sednaya. Salimos de allí y nos metimos en un taxi.



Recorrimos las oscuras calles de Damasco, dejando atrás los campos de refugiados palestinos. Teníamos la impresión de haber abandonado la ciudad cuando, de repente, un estallido de luces multicolores irrumpió en el horizonte. Parecía Las Vegas. A ambos lados de la carretera había incontables carteles que indicaban el camino a “clubs y restaurantes turísticos”, término eufemístico con el que oficialmente se denomina a los “prostíbulos llenos de refugiadas menores de edad”. Debía de haber más de cien clubs sólo en aquella franja de carretera. Parecía de mentira. Empezamos por un extremo y peinamos la calle de club en club.

Todos los clubs que encontramos tenían un escenario circular por el que daban vueltas muchachas muy jóvenes (niñas, a decir verdad) durante toda la noche. Muy pocas de ellas sabían andar con tacones. Les preguntamos a algunas de aquellas niñas de dónde venían y la mayoría de ellas respondió con orgullo: “De Iraq”. Otras eran refugiadas palestinas del Líbano. Para diferenciarse de las iraquíes, llevaban escrito “Líbano” en árabe en la parte superior de los brazos. Incluso entre las prostitutas refugiadas menores de edad, las jerarquías sociales de sus padres y abuelos se perpetúan.




Las chicas llevan sujetadores apretados con relleno, vestidos de poliéster ajustados y una capa de maquillaje gruesa, casi teatral. Las acompañan sus madres, que se reúnen en los rincones oscuros del club y escrutan la multitud en busca de clientes. Cuando detectan a uno de su agrado, iluminan con sus láser a sus hijas, y éstas se acercan al tipo. Se intercambian los números de teléfono y se hacen los tratos pertinentes. En estos clubs donde se prostituyen niñas de entre diez y doce años, la prostitución abierta no está permitida. Más tarde, esa misma noche, los clientes y las madres hablan por teléfono y arreglan una cita.

En un club empezó a sonar un baile árabe muy rápido y una niña con unas heridas terribles (quemaduras y cortes en los brazos) me pidió que la ayudara a dar vueltas. La hice girar durante un rato largo y, cuando dejé de hacerlo, entre 15 y 20 niñas se habían agolpado en torno a nosotras como polillas atraídas por una vela. Todas ellas suplicaban que les diera vueltas. Querían que les diera vueltas como locas para marearse y no poder seguir trabajando. Lo hice por ellas, hasta que noté la lucecilla de un láser sobre mi camisa. Una madre había detectado que un cliente me había puesto el ojo encima y quería ayudarme a hacer negocios.

 

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