Artículo publicado originalmente por Broadly Estados Unidos.
Para ser una película cuya estrella es un hombre, el musical animado de 1997 Hércules contó con una plétora de mujeres poderosas: el aquelarre de arpías que controlan el delicado hilo de la vida; el grupo de musas post Motown; y Megara, la abiertamente sensual damisela en apuros que “No necesita ser salvada”, quien hizo un arte de usar la sexualidad como un arma. Estas mujeres únicas y especiales hicieron palidecer al personaje principal o al menos así lo interpreté siendo una floreciente niña queer de seis años.
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¿Te acuerdas de Meg: la voluptuosa seductora con un vestido de noche color lavanda que hablaba casi exclusivamente haciendo bromas misándricas? Era mensurablemente más sexual que cualquier otro personaje femenino que hubiera visto a esa edad, todo lo que Meg decía salía de sus sensuales labios como si fuera una especie de invitación. Nunca había visto que una mujer tratara a los hombres como ella lo hacía, atrayéndolos con sus ojos felinos; jalándolos por el cuello de la camisa; pasando sus finos dedos por sus pectorales. Meg coqueteaba con sus amigos y sus enemigos, tomándoles el pelo con un aire de misterio que implicaba que albergaba grandes secretos. Ella hizo que mi sexualidad se revelara.
Meg me ponía ansiosa e incómoda en formas que no podía entender entonces, pero que ahora me resultan tan claras como el día: ella me gustaba. Hércules reaccionó ante su poderosa presencia sexual con timidez y pánico, rehuyéndole fuertemente con cada centímetro que ella se le acercaba. Esa fue probablemente la primera vez que presencié el arte de la seducción, y cómo uno responde ante ella. Como una niña impresionable, lo imité. Simplemente hacía lo que me habían enseñado.
Mientras crecía, algunos de mis personajes favoritos del cine fueron los que le dieron nombre a Matilda y Harriet The Spy, y las dos Lindsay Lohans de The Parent Trap. Cuando me gustaba un personaje, me volvía irremediablemente obsesiva, en formas que sólo un niño inocente puede serlo, llena de pasión pura y carente de autoconciencia. Meg era diferente, no era una niña linda con la que me identificara o de la quisiera ser amiga. Me sentía atraída por ella. Meg se acercó demasiado a algo que aún no estaba lista para experimentar, así que me causó temor y rechacé mis sentimientos.
Esta personificación con ojos púrpura y cola de caballo de un comercial de Herbal Essences inconscientemente moldeó mi sexualidad. En estos días, Meg es mi modelo de mujer ideal: me fascinan las mujeres de cabello largo, sedoso y oscuro, con ojos claros y voz suave. Meg era una pesadilla vestida como… una pesadilla, y eso es justo lo que quiero. Obviamente, lo más intrigante del objeto del interés de Hercules no era su pequeña cintura o el tamaño desproporcionado de sus senos: era su pasión, su ingenio, su obcecada resistencia a ser salvada y su inclinación a cuestionar la masculinidad. Por encima de todo, Meg estaba dañada. Es el arquetipo clásico del chico malo, con todo el encanto de alguien con un oscuro secreto, el tipo de persona a la que intuitivamente quieres salvar.
Ella es obstinadamente reticente a cualquier forma de ayuda. La primera vez que Hercules trata de salvarla —de un centauro lujurioso y calvo que posiblemente la habría atacando sexualmente—, ella exige: “Sigue con lo tuyo, junior”. Fuera de su afirmación de que es una damisela en apuros, ella lo reprende: “Soy una damisela, estoy en apuros, y puedo manejarlo. Que tengas un buen día”, y ondea su mano diciéndole adiós.
A lo largo de esta película de Disney, ella desdeña repetidamente a Hércules, llamándolo condescendientemente “chico maravilla”, burlándose de sus “grandes pectorales” y su tímido tartamudeo: “¿siempre eres así de elocuente?”. Meg siente una abrumadora repulsión hacia los hombres y sus frágiles comportamientos aprendidos, con lo cual yo me sentía y me siento identificada. Ni siquiera estoy segura de por qué Meg y Hercules terminan juntos: ella tiene la pasión y conmovedora intuición de Amy Winehouse, mientras que él es como un finalista fracasado del reality The Bachelorette.
Meg parece el tipo de chica que tiene una cuenta de Tumblr en la que muestra su fanatismo por Lana Del Rey, y se esconde detrás de GIFs y memes tristes de chicas sin intención alguna de diseccionar sus propias heridas en algún momento cercano. Quiero tomarla entre mis brazos y decirle que todo estará bien.
Mi tipo de mujer es literalmente “mezquina y tiene una relación complicada con su madre”, y no sé si ése es el caso de Meg, pero a la vez sé
que sí es su caso, ¿sabes? Habla como una bailarina hastiada de todo en un club de striptease, que hace chistes sobre no tener amigos e insiste en que es mejor estar solo para que así “nadie pueda lastimarte”. En un momento dado, incluso se mofa diciendo: “Bueno, ya sabes cómo son los hombres. Piensan que ‘no’ significa ‘sí’ y ‘piérdete’ significa ‘tómame, soy tuya’”. ¿Quién te lastimó, Meg? ¿Y qué está mal en mí que eso me parece tan seductor?
En pocas palabras: Meg es simplemente magnífica, de una manera inaccesible, innata y definitivamente atípica. “Soy una chica grande y ruda. Me valgo por mí misma y todo”, le dice a Hercules en tono burlón, pestañeando ingenuamente con sus ojos violetas y frunciendo sus brillantes labios color ámbar. La sexualidad es confusa para las mujeres jóvenes, pero para mí Meg nunca representó el eterno misterio “¿Quiero ser ella o acostarme con ella?”. Yo quería huir de ella, y ahora entiendo por qué.