Salud

Cómo funciona el cerebro de un racista

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Este artículo aparece en “El número del agotamiento y el escapismo ” de nuestra revista. Subscríbete aquí.

Fui hasta Omaha para descubrir si internet había echado a perder mi cerebro. Tras llegar a un laboratorio de la Universidad de Nebraska, me condujeron a una sala en la que había un ordenador portátil y me engancharon a un monitor galvánico cutáneo de respuesta (una de esas pinzas para los dedos que quizá asociamos con más frecuencia a los detectores de mentiras). Entonces observé un pase de diapositivas mientras una webcam registraba los movimientos de mis ojos y se concentraba en mis pequeños gestos faciales.

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Los dispositivos tenían como fin evaluar mis reacciones inconscientes (o micro-emociones) empleando cinco factores de medición: alegría, ira, sorpresa, miedo y satisfacción. ¿Los años de recorrer Reddit y 4Chan me habían insensibilizado o me habían hecho susceptible a los mensajes de la derecha alternativa? La posible respuesta a esta pregunta me asustaba.


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No era yo quien se suponía que debía estar en esa silla. En un principio quise enviar al Medio Oeste al padre de un hombre llamado Dave. Había conocido a Dave en un hilo de Reddit titulado “Pregúntame lo que quieras”, donde pedía consejo a un antiguo miembro del KKK sobre cómo podía conectar emocional y mentalmente con alguien de su misma sangre. Este joven de veintipocos años llevaba intentando alejar a su padre del Klan desde que tenía 14 años. Tal y como explicó, su viejo primero se unió a algunos grupos racistas de oración después de convencerse de que la discriminación positiva le había dejado sin trabajo.

Más tarde se convirtió en un auténtico captador de supremacistas blancos (un rango conocido dentro de la organización como “Kleagle”) y solo abandonó el KKK cuando discrepo con algunos de los mensajes antisemitas que sus colegas empezaron a lanzar durante la campaña de Donald Trump. Pero Dave (que no quiso darme su nombre auténtico) había oído hace poco que su padre había vuelto a pasar tiempo en compañía de sus antiguos compañeros y esa revelación le hizo sentir que su familia nunca llegaría a reconciliarse.

Según explicó, el drama dominante de su infancia y adolescencia había sido un eterno tira y afloja con su padre. Después del instituto asistió a una universidad jesuita para estudiar el modo en que los racistas utilizan libros como Los protocolos de los sabios de Sión o incluso Mein Kampf para justificar sus creencias. Su objetivo era comprender al hombre profundamente imperfecto que le había llevado a quemar cruces de noche pero que nunca le dejó unirse a ningún grupo simpatizante de Hitler.

“Existe un serio debate en mi interior sobre si el hombre al que quiero salvar sigue siquiera existiendo o no”

“No es que yo quisiera, pero es una de las pequeñas cosas que me quedaron grabadas”, recordó Dave. “Pensaba que quizá era un signo de que todavía quedaba bondad en él”. Aunque había abandonado la universidad, seguía debatiéndose con la pregunta de cómo el “dulce” hombre que le dio su primera cerveza podía también haberle prohibido acercarse a su primo de raza mestiza.

“Me gustaría ayudarle”, me dijo. “Pero al mismo tiempo no quiero malgastar mi energía en lo que parece una causa totalmente perdida”.

Había contactado inicialmente con Dave en mayo para escribir un artículo sobre su vida y su lucha por alejar a su padre de un grupo de odio. Me pidió que verificara que era periodista y después empezamos nuestras largas charlas. Pero aunque en determinado momento llegó a expresar lo emocionado que se sentía por poder compartir por fin su historia con alguien que la iba a emplear para ayudar a los demás, Dave finalmente dejó de responder a mis mensajes.

Aunque es posible que simplemente perdiera interés en nuestra conversación, a mí me parece que se amedrantó ante la idea de que sus abuelos ―de quienes decía que no tenían ni idea de nada de esto y eran muy conocidos en su pequeña localidad― de algún modo se enteraran del oscuro secreto de su padre. (Tampoco quiso someterse a una verificación de datos).

Finalmente no sería capaz de conseguir mi objetivo original de contar la historia de Dave al completo, pero no podía dejar de pensar en determinados aspectos de ella; sobre todo en la idea de una figura paterna empática pero intolerante. Dave odiaba aquello en lo que creía su padre, pero a fin de cuentas se trataba de su familia. Todo lo que deseaba era una explicación de por qué el principal modelo masculino de su vida había llegado a ser como era. ¿Era su padre intrínsecamente racista, o simplemente no tenía a nadie más con quien relacionarse aparte de los miembros del KKK que le habían acogido con los brazos abiertos? Y si no había sido racista toda su vida, ¿se había vuelto así como consecuencia de las amistades que forjó? ¿Había alguna diferencia funcional entre ambas opciones?

“Existe un serio debate en mi interior sobre si el hombre al que quiero salvar sigue siquiera existiendo o no”, me dijo Dave. “Tengo la sensación de que he malgastado mucho tiempo y, con toda sinceridad, en este punto solo me queda cruzar los dedos y esperar que alguien sea capaz de hacer lo que al parecer yo no pude”.

Justo después de que los supremacistas blancos desfilaran el año pasado en el campus de la Universidad de Virginia, en Charlottesville, el escritor birracial Panama Jackson escribió un ensayo sobre el desgarro emocional que le supuso alejarse de una madre simpatizante de Trump. Las historias de personas que intentan salir de grupos de odio también se han vuelto un género popular de ensayo bajo el mandato del actual presidente. Sin embargo se ha escrito menos sobre cómo podría identificarse y tratarse la parte mental del racismo extremo.

“Según un popular libro de los años 50, la personalidad autoritaria está ‘más o menos normalmente distribuida’ en la sociedad moderna, lo que posiblemente vendría a significar que es inevitable”

Así es como me encontré de pronto en Omaha. Además, pensé que si no podía ayudar al joven que conocí online a encontrar las respuestas que llevaba una década buscando, al menos esperaba conocer la investigación más vanguardista hasta el momento sobre cómo funciona el odio en el cerebro. Como periodista que pasa varias horas a la semana transitando por 4Chan y Reddit, con frecuencia me he preguntado si me acabaría envenenando de ironía, o al menos me sentiría suficientemente hastiado por los oscuros pozos de internet como para que mi cerebro se hubiera reconfigurado de algún modo para abrazar la retórica que aborrezco. Siguiendo esa lógica, yo mismo parecía un espécimen bastante adecuado para lo que iba a hacer.

“Por ahora estás a salvo”, bromeó un investigador llamado Pete Simi cuando finalmente me reuní con él en otra sala para ver los resultados, junto con una profesora de marketing de la Escuela de Negocios Lincoln de la Universidad de Nebraska llamada Gina Ligon y un puñado de sus estudiantes, que habían venido durante el fin de semana para mostrar su trabajo como parte del Laboratorio de Comercio y Comportamiento Aplicado Koraleski de la Universidad de Nueva Orleans.

Juntos vimos una grabación en la que se me veía observando una manifestación repleta de banderas rojas y después una medición que mostraba que mi “ira” se había disparado como un cohete cuando aparecieron esvásticas. No os engañaré, me sentí aliviado.

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Tras el célebre linchamiento de Emmett Till en 1955, el secretario ejecutivo de la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP, por sus siglas en inglés) Roy Wilkins se dirigió a los reporteros de televisión con lo que ahora podría parecer una afirmación novedosa: los asesinos del joven habían nacido con una característica inmutable que les conducía a ejercer violencia racial. “Tenían que demostrar que eran superiores”, insistía hablando de los acusados. “Tenían que demostrarlo llevándose por delante a un muchacho de 14 años. Es algo que está en la sangre de los nacidos en Mississippi. No pueden evitarlo”.

El discurso de Wilkins estaba influido por un esfuerzo socio-científico más amplio, llevado a cabo tras la Segunda Guerra Mundial, que pretendía explicar la raíz del racismo como problema psicopatológico. La obra más influyente sobre ese tema publicada tras la caída del Tercer Reich, La personalidad autoritaria (1950), denominaba al conjunto de rasgos de personalidad que permiten la aparición del racismo extremo como el “Síndrome F” (la “F” corresponde a fascismo).

Uno de los coautores del libro, Nevitt Sanford, afirmaba que la personalidad autoritaria está “más o menos normalmente distribuida” en la sociedad moderna, lo que posiblemente vendría a significar que es inevitable. Sin embargo, la exitosa implementación de la legislación sobre derechos civiles en la década de 1960 finalmente inspiró a la gente para empezar a pensar en el racismo como algo que debería extinguirse, o al menos contenerse.

“En el congreso anual de la APA de 1978, un psicólogo llamado Carl Bell afirmó que el racismo era básicamente un trastorno narcisista de la personalidad”

Según un ensayo de 2016 titulado “El racista enfermo: racismo y psicopatología en la era del daltonismo”, esta mentalidad culminó con la afirmación por parte de un grupo de psiquiatras negros de que la intolerancia es lo contrario de lo normal, que de hecho podría constituir una enfermedad mental clasificable. Entre estos pensadores destacó Alvin Poussaint, quien afirmó que tras el asesinato en 1968 de Martin Luther King Jr. ese racismo extremo debía añadirse al Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM, por sus siglas en inglés) como subcategoría del trastorno delirante.

Según El racista enfermo, la Asociación Norteamericana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) rechazó sus argumentos de inclusión empleando un estudio que mostraba iguales niveles de autoritarismo entre los sureños y los norteños para determinar que el racismo era normal y, por lo tanto, no podía contar como enfermedad mental.

Pero el debate no desapareció. En el congreso anual de la APA de 1978, un psicólogo llamado Carl Bell afirmó que el racismo era básicamente un trastorno narcisista de la personalidad. En 1980, el presidente de la APA dijo que era obligación de ese organismo decidir finalmente si el racismo era un trastorno mental o un problema social. No lo hicieron. En 1987 y 1994 surgieron de nuevo otros intentos infructuosos de zanjar el debate.

La normalización del prejuicio por parte de Sanford ―no como algo bueno, sino como algo inevitable― ha calado en la sociedad norteamericana. En 2005, el Washington Post publicó un artículo sobre el continuo debate según el cual algunos médicos se oponían a la idea de añadir el racismo al DSM porque conduciría al “lavado de cerebro” de las personas que mostraban “prejuicios normales”.

En una reciente llamada telefónica, Poussaint (que ahora tiene 84 años y es decano adjunto de la Facultad de Medicina de Harvard) me confirmó que esa sigue siendo la línea de pensamiento predominante. “Las personas que crean el DSM no lo aceptan”, me dijo. “Piensan que de algún modo eso exculparía a los asesinos racistas por estar mentalmente enfermos”. Y es cierto que pintar los crímenes de odio como producto de la locura podría resultar contraproducente en un entorno legal. Un juez de Wyoming, durante el juicio por el asesinato de Matthew Shepard, tuvo que interrumpir la defensa de uno de los asesinos basada en el “pánico a los gais”, aunque técnicamente ese tipo de defensa sigue siendo legalmente admisible en todos los estados excepto en tres.

Pero incluso aunque gran parte de la comunidad médica siga sintiéndose incómoda con el uso de lenguaje clínico para describir la intolerancia y el fanatismo, la gente normal a menudo parece muy dispuesta a citarlo como explicación para los comportamientos negativos o incluso despreciables. Cuando el jugador de béisbol John Rocker ofreció su tristemente célebre entrevista a Sports Illustrated en 1999, llena de comentarios de odio, el comisario de la liga le ordenó ir a terapia. Tanto Michael Richards como Paula Deen afirmaron haber buscado ayuda tras haber arrojado sus calumnias. Más recientemente, Roseanne Barr culpó al fármaco Ambien por su tuit racista sobre la anterior asesora de Obama, Valerie Jarrett.

“Aunque gran parte de la comunidad médica siga sintiéndose incómoda con el uso de lenguaje clínico para describir la intolerancia y el fanatismo, la gente normal a menudo parece muy dispuesta a citarlo como explicación para los comportamientos negativos o incluso despreciables”

Obviamente, las personas sometidas a juicio público pueden beneficiarse cuando afirman que su comportamiento fue provocado por fuerzas más allá de su control. Pero expertos como Poussaint siguen pensando que, incluso aunque la química cerebral alterada no explica del todo el origen del racismo, las personas pueden ser reconfiguradas para tener menos prejuicios.

“Los medios no hablan de las personas que eran racistas y han cambiado”, me dijo. “No es común, pero su vida se vuelve más equilibrada, sufren menos ansiedad y depresión, y ven cómo sus creencias erróneas desaparecen. Te puedo asegurar que eso sucede”.

Las figuras públicas célebres por haber buscado ayuda tras lanzar insultos sin duda son racistas más “de a pie” que el captador medio del KKK. Pero, ¿los miembros de los grupos de odio se vuelven menos extremos en sus creencias cuando su vida es más feliz y centrada?


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Eso es lo que le sucedió a Tony McAleer, que comenzó a cuestionar su implicación en el movimiento supremacista blanco cuando fue padre en 1991 y decidió abandonarlo en torno a 1998, después de que algo cambiara en su interior. No fue nada fácil. De hecho, en una entrevista que sostuve con este tipo que lleva desde 2011 dirigiendo una asociación sin ánimo de lucro dedicada a ayudar a la gente a abandonar grupos de odio, describió en proceso de desvinculación como entrar en una especie de existencia fronteriza que denominó “el vacío”.

Tras renunciar al grupo neonazi Resistencia Blanca Aria, cuyo eslogan es “La revolución blanca es la única solución”, ya no era bienvenido en las casas que habían sido escenario de toda su existencia social al oeste de Canadá. Y también estaba el hecho de que sus amigos y su familia ―a quienes había cambiado por un grupo de racistas violentos― no estaban precisamente deseosos de dejar que volviera a entrar en sus vidas.

Solo, sin ningún lugar adonde ir, McAleer frecuentaba un bar irlandés sin compañía, se ponía convenientemente borracho y melancólico, y se marchaba a casa a escuchar sus viejos discos de Skrewdriver. A pesar de su deseo de cambiar, no paraba de recordar lo bien que se lo pasaba con sus antiguos colegas skins. Era a costa de otras personas, desde luego, pero incluso en el más horrible de los recuerdos podía encontrar experiencias positivas si se ponía el par adecuado de gafas de color de rosa.

“En aquellos momentos de extrema soledad cogía el teléfono y llamaba a quien sabía que no debía llamar”, me contó. “Pero siempre estaban ahí para mí”.

En un artículo publicado en 1995 y titulado “Jugando a los bolos sin compañía: el capital social en declive de Norteamérica”, el sociólogo de Harvard Robert Putnam afirmaba que la democracia norteamericana se estaba debilitando porque la gente no participaba en tantas organizaciones y clubes como antes. El título del artículo, que más tarde se convertiría en un libro tan popular que su autor llegó a ser invitado a Camp David y entrevistado por la revista People, procedía del hecho de que entre 1980 y 1993 la participación en las ligas de bolos se redujo en un 40 por ciento, mientras que el número total de jugadores creció un 10 por ciento.

Aparte de ese detalle en particular, Putnam destacaba el hecho de que cada vez menos matrimonios se unían a las asociaciones de padres y cada vez menos niños se unían a los Boy Scouts, en parte debido al acceso de las mujeres al trabajo remunerado y a la mayor movilidad geográfica. Afirmaba que nuestra sociedad ―en su día “envidiable” pero ahora formada por personas a la deriva que carecen de propósito en la vida― sobre todo había dejado de participar en el debate cívico porque sus miembros habían elegido pasar su tiempo de ocio frente al televisor en lugar de rodeados de otras personas.

“Una vez que excluyes al resto de la sociedad con tus horrendas ideas, resulta muy solitario abandonar a las únicas personas que todavía te aceptan”

El año pasado, el sociólogo Michael Kimmel declaró en su libro Healing from Hate (Curación del odio) que la misma falta de acceso al capital social era con frecuencia la que empujaba a los jóvenes al extremismo. Cuando le entrevisté, Kimmel me dijo que la camaradería que encontraban en esos grupos también era lo que tendía a mantener a los reclutados más tiempo entre sus filas después de que empezaran a cuestionarse las conclusiones tóxicas de la supremacía blanca. Tal y como describió McAleer: una vez que excluyes al resto de la sociedad con tus horrendas ideas, resulta muy solitario abandonar a las únicas personas que todavía te aceptan.

Y lo que es más, ese tira y afloja que experimentó McAleer sonaba bastante parecido a lo que recordaba Dave sobre sus experiencias con su lamentable padre. “De un modo extraño, el Klan se parece mucho a un grupo de apoyo, igual que Alcohólicos Anónimos”, me explicó Dave, sugiriendo en parte que el historial de racismo de su padre tiene al menos algo que ver con el deseo de pertenencia.

Resulta obvio que algunas de las personas que se unen a estos grupos andan en algún tipo de búsqueda de identidad. De modo que, ¿cómo podemos impedir el crecimiento de los movimientos supremacistas blancos cuando, tal y como Putnam convincentemente determinó por primera vez en “Jugando a los bolos sin compañía”, las alternativas viables a la unión entre personas llevan décadas reduciéndose constantemente? No hay duda de que la tendencia a pasar tiempo solos ha aumentado desde mediados de los 90.

Las noticias que ve la gente mayor son partidistas y sirven para reforzar los prejuicios. Los millennials prefieren quedarse en casa a salir a la calle. Los críos aún más jóvenes pasan la mayor parte de sus horas de vigilia en las redes sociales, sumergidos en su burbuja particular. Podría decirse que el incremento de la participación en grupos de odio es una respuesta al aislamiento de la vida moderna, o que esta generación de norteamericanos ha incubado más formas banales de racismo y las ha transformado en algo más extremo.

Simi, uno de los investigadores que dirigen el laboratorio de Nebraska, lleva tanto tiempo tratando con supremacistas blancos (tanto los que lo fueron en el pasado como los que lo siguen siendo) que abarca esas tres generaciones. Cuando era un joven académico solía ponerse en contacto con los extremistas a través del correo postal y les invitaba a unirse a sus ensayos. En 2012 empezó a coleccionar las historias vitales de sus sujetos de estudio para saber qué dificultades conlleva abandonar la extrema derecha.

“Una de las cosas que se hizo bastante obvia allá por 2012 es que los individuos afirmaban sentir que sus cerebros habían quedado dañados de forma permanente debido a su implicación, decían que mostraban reacciones involuntarias y no deseadas, una especie de extraño efecto duradero”

No tardó en aparecer un patrón común: muchos de los denominados “anteriores” se quejaban de las respuestas involuntarias o no deseadas que continuaban mostrando ante determinados activadores ambientales. Por ejemplo, habló con una mujer llamada Bonnie que describió haberse enzarzado en una discusión con una camarera latina y, llevada por la ira cuando vio que la hamburguesa que le servía era demasiado pequeña, haber lanzado un insulto racista y haber gritado “poder blanco” mientras hacía el saludo nazi. Después, según contó a Simi, se sintió “abrumada por la vergüenza y la incredulidad”. En total, un tercio de los 89 participantes con los que habló a lo largo de cinco años emplearon la palabra “adicción” al describir su lucha por librarse de sus tóxicas creencias.

Simi me explicó que era difícil saber exactamente por qué los participantes elegían esa palabra. Una teoría que desarrolló es que es posible que la adicción sea una narrativa familiar en nuestro discurso: la epidemia actual de opiáceos es la peor crisis de drogas de la historia de Norteamérica y la sociedad ha evolucionado hasta mostrarse más compasiva con quienes abusan de sustancias. También podría ser que algunos estuvieran tratando de exculparse de su responsabilidad. Pero conforme Simi iba llevando a cabo sus entrevistas, empezó a pensar que sus sujetos podrían estar realmente destrozados.

“Sin embargo, una de las cosas que se hizo bastante obvia allá por 2012 es que los individuos afirmaban sentir que sus cerebros habían quedado dañados de forma permanente debido a su implicación, decían que mostraban reacciones involuntarias y no deseadas, una especie de extraño efecto duradero”, me contó Simi.

“La gente describía lo que en sociología denominamos ‘residuo de identidad’, que significa que una vez has abandonado una identidad, esta puede reaparecer periódicamente o dejar secuelas duraderas. De modo que ese residuo puede aparecer potencialmente con cualquier tipo de identidad, especialmente en el caso de identidades que han desempeñado un papel central en la vida de una persona”.

“Una vez has abandonado una identidad, esta puede reaparecer periódicamente o dejar secuelas duraderas. De modo que ese residuo puede aparecer potencialmente con cualquier tipo de identidad”

Simi se encuentra entre un grupo de investigadores que estudian el modo en que el odio podría dejar rastros a largo plazo en nuestro cerebro. En un estudio piloto llevado a cabo en la Universidad de Nebraska el pasado verano, él y Ligon reclutaron a antiguos supremacistas blancos autoproclamados para realizarles electroencefalogramas y conectarles a dispositivos que rastrean el movimiento de los ojos mientras les mostraban una serie de imágenes como las que me hicieron ver a mí.

Algunas eran violentas, otras mostraban a parejas interraciales y un tercer grupo mostraba símbolos de ideología supremacista blanca, como esvásticas. En un laboratorio aparte, el Centro para el Cerebro, la Biología y el Comportamiento, los participantes atravesaban el mismo proceso mientras los investigadores empleaban una resonancia magnética para hacer un mapa de su actividad cerebral.

El estudio comparaba a cinco “anteriores” con cinco luchadores de artes marciales mixtas; estos últimos fueron escogidos como grupo de control porque eran hombres blancos que también practicaban su propio tipo de comportamiento agresivo. A pesar del pequeño tamaño de la muestra, los datos ofrecieron un punto de inicio suficientemente intrigante.

Por ejemplo, en cuanto a la mitad del grupo formada por “anteriores”, se les iluminaban varias regiones del cerebro que no se iluminaban en el grupo de control. Surgió una discrepancia notable en las pruebas sobre las zonas que gobiernan el procesamiento de rostros, los símbolos y los caracteres, así como la supresión emocional, en un tiempo tan breve como 100 milisegundos desde que los sujetos veían las imágenes provocadoras.

Pero hay que observar esto con cierta reticencia. Por ejemplo, es posible que como los sujetos del estudio habían renunciado conscientemente a la supremacía blanca, en ellos intervenían regiones más sofisticadas del cerebro como el giro frontal medio, implicado en la supresión emocional, para tratar de contrarrestar la diferencia inicial en el procesamiento o para suprimir las emociones relacionadas con este. En otras palabras, quizá sabían cómo se suponía que no debían reaccionar. Aun así, los hallazgos preliminares del estudio sugerían que las personas con un historial de supremacía blanca básicamente percibían estos estímulos de forma diferente al grupo de control y suficientemente rápido como para sugerir que se producía a nivel inconsciente.

“Mi respuesta de alegría se disparó cuando vi a una familia de refugiados, a una familia neonazi y a un grupo de niños deslizándose por un tobogán de agua como parte de una propaganda del Estado Islámico. Mi personalidad al parecer es extremadamente susceptible ante este tipo de imágenes de familias”

Para el estudio, Simi se asoció con Ligon, que estudia el motivo por el que las personas responden a determinados mensajes de consumo. Ella decidió redirigir sus conocimientos hacia el radicalismo ―o lo que ella denomina “marcas terroristas”― tras asistir a una conferencia en la que supo que las personas con cierto tipo de apego presentaban más probabilidades de recordar la colocación de determinado producto en una película si experimentaban un estado de miedo exacerbado.

“En teoría pasas miedo cuando ves una película de terror, así que podrías fijar tu atención en una botella de agua en una película de estas características si posees ese rasgo en particular”, me explicó. “Consiguieron medir esta especie de cosa loca. Y si puedes hacerlo con una película de terror y una botella de agua, puedes hacerlo con un vídeo del Estado Islámico”.

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Ahora Ligon se centra en el mecanismo de funcionamiento de la propaganda y aunque una escuela de negocios podría no parecer el lugar más obvio donde investigar la radicalización, en cierto modo tiene sentido. Después de todo, el líder del Estado Islámico, Abu Bakr al-Baghdadi, técnicamente está vendiendo algo, ya sea la promesa de una vida dotada de significado o simplemente una sensación de pertenencia.

Lo que ambos académicos descubrieron en los “anteriores” fue una auténtica disonancia cognitiva: aunque esas personas públicamente renegaban de la ideología supremacista blanca, seguían mostrando picos de “alegría” cuando se les mostraba la foto de un desfile nazi. La conclusión fue que el extremismo es algo de lo que nunca puedes librarte del todo, independientemente de cuánto lo desees.

Aunque la prueba a la que me sometí no sugirió que mi cerebro se hubiera echado a perder consultando foros racistas para mi trabajo, me ofreció un conocimiento más profundo de cómo las “marcas del terror” pueden seguir afectando a las personas alejadas del extremismo. Mi respuesta de alegría se disparó cuando vi a una familia de refugiados, a una familia neonazi y a un grupo de niños deslizándose por un tobogán de agua como parte de una propaganda del Estado Islámico. Mi personalidad al parecer es extremadamente susceptible ante este tipo de imágenes de familias.

“Nadie nace racista, pero millones de hombres y mujeres igual que mi padre se vuelven así y, basándome en lo que he visto y oído, todos llegan hasta allí a través de experiencias idénticas o similares”

Pero esta rama de la ciencia solo llega hasta aquí a la hora de ofrecer esperanza en que se tiendan puentes entre antagonistas como Dave y su padre. Durante nuestras conversaciones, el veinteañero dijo que finalmente empezó a distanciarse de su propia familia, incluyendo al hombre al que había querido salvar. “Quiero dejar claro que no hago apología del racismo ni defiendo a mi padre en modo alguno”, me dijo. “Se ha convertido en una persona despreciable y malvada, incluso aunque muestre ciertas discrepancias con el grupo al que pertenece.

Pero comprendo cómo llegó hasta allí y creo que la gente se apresura en condenar a los racistas sin saber realmente cómo se volvieron así. Nadie nace racista, pero millones de hombres y mujeres igual que mi padre se vuelven así y, basándome en lo que he visto y oído, todos llegan hasta allí a través de experiencias idénticas o similares”.

Puede que la gente tenga razón al condenar a los racistas, como dijo David, pero todavía no hemos llegado a un acuerdo, al menos a nivel oficial, con respecto a si su condición es una enfermedad mental que en algún momento escapa a su control. Y Simi afirma que necesitaría saber mucho más sobre la arquitectura neuropsicológica del problema para poder sugerir ningún tratamiento o posibilidad de intervención.

“Pero en términos de terapia conductual cognitiva, nos brinda una comprensión mucho mayor de lo que tenemos entre manos en cuanto a lo profundamente enraizado que podría estar el problema”, me dijo. “Así que, al nivel más básico, esto nos dice que la historia no termina cuando se abandona un grupo. Y creo que esto tiene implicaciones bastante importantes”.

En otras palabras, las pruebas más recientes sugieren que abrazar una ideología de odio puede reconfigurarte. Eso quiere decir que una vez que estás dentro, el modo en que llegaste hasta allí realmente no tiene importancia.

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