Artículo publicado por VICE México.
El metro se detiene en la estación Lagunilla, me quito los audífonos, los enrollo y guardo mi celular en una de las bolsas interiores de mi chamara. Cambio la cartera de bolsa y no despego mi mano de ahí. Trato de caminar con naturalidad. No es la primera vez que vengo a Tepito, pero nunca está de más tomar las precauciones necesarias para evitar regresar a casa con las manos vacías. Estoy por entrar a uno de los barrios más peligrosos de la Ciudad de México.
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Subo las escaleras con el temor de que —a pesar de ser una zona comercial bastante concurrida—, no pueda llegar a mi destino; sus calles son casi impenetrables para la policía y para los visitantes extraños como yo. Es la cuna de la Unión Tepito, uno de los cárteles más temidos en la capital y en estos días el llamado barrio bravo está más caliente de lo normal, hay una guerra interna entre los grupos que se disputan el control del negocio más boyante de la zona: el narcotráfico.
Camino sobre el Eje 1 Norte entre cientos de puestos ambulantes que exhiben películas piratas, calcetines, pantalones de mujer, accesorios para celulares, puestos de micheladas que mezclan chamoy con ajonjolí, jerseys de equipos de futbol europeos, tenis de marca, relojes, gorras de beisbol, calzones al 3X2, artículos de belleza y sudaderas para la época navideña. Un recorrido apresurado musicalizado por los gritos de los vendedores ambulantes que buscan atraer clientes con su estridencia y una cumbia que dice: “Muñeca, por qué eres tan esquiva muñeca. Muñeca, por qué es que te portas así: esquiva, esquiva, esquiva, esquiva”.
Continuo mi camino y atravieso la calle de Jesús Carranza, 100 metros más adelante me encuentro con la calle de Tenochtitlán, es la entrada a la cueva del lobo, una de las arterias del corazón narco de la capital. Desde antes de dar vuelta sobre esa calle me ofrecen droga:
—¿Qué buscabas, carnal? ¿Qué necesitas? ¿Qué quieres? ¿Con quién vienes? —me dice un joven de unos 20 años con la cabeza semi rapada y una playera azul tipo polo. Las cuatro preguntas son tan rápidas que cualquier respuesta parece titubeante.
Avanzo unos metros sobre esa calle y ahora un grupo de jóvenes con radios en la cintura me hacen preguntas similares.
—No, chido, carnal —alcanzo a responder, mostrando mi pulgar derecho como una seña de “no vengo a buscar problemas”.
— Aguas que ahí anda la tira —me advierten mientras me alejo.
20 metros más adelante, otros hacen los mismo pero no les hago mucho caso. Camino unos 15 pasos y de nuevo un hombre que ronda los 30 años me toma del brazo y me pregunta qué hago ahí, con quién voy y qué ando buscando. Me jala levemente —sin violencia, simulando cortesía— hacia la entrada de una de las vecindades que flanquean la calle. Al parecer me he adentrado más de lo debido, aunque apenas he avanzado unos 100 metros sobre Tenochtitlán.
Le explico que no vengo a comprar drogas sino al establecimiento de cerveza artesanal. Su semblante serio cambia, me suelta, sonríe y me dice: “ah sí, está aquí adelantito, de este lado, mi carnal”. Unos pasos más adelante me encuentro con el local de Javier Pérez, el fundador de Cerveza Artesanal Tepito, el único lugar de este tipo en el barrio.
Antes de que él abriera, hace seis años, los negocios de cerveza artesanal no se conocían tanto, a pesar de ser bastante populares en otras colonias con tintes más hipsters como la Roma o la Condesa. Por eso su local se mira como algo casi insólito al estar ubicado en una zona con tantos índices de violencia, flanqueado por las dos calles con más homicidios en la Ciudad de México, de acuerdo a un estudio de la organización México Evalúa.
Para Javier, su negocio es una alternativa a la imagen negativa que se ha mostrado de su barrio. Tepito puede ser un territorio hostil, pero no sólo eso, también es punto de encuentro para miles de personas que buscan productos con mejores precios y, por qué no, para amantes de la cerveza fabricada de manera artesanal.
Dentro del establecimiento hay tres refrigeradores: dos para las marcas nacionales y otro para internacionales. La que más les gusta a los visitantes es una de Tijuana llamada Lágrimas Negras, pero nadie se resiste a probar una de las dos que la familia Pérez elabora. Le pido a Javier que me recomiende una de esas y me sirve una Tenochtitlán, es una stout con pinole, 7.5 por ciento de alcohol, y le debe su nombre a la calle donde se encuentra el local, además es un homenaje a la antigua capital del Imperio Mexica, la ciudad ancestral sobre la que se fundó la CDMX.
Todo el proceso de elaboración de esta cerveza lo realiza su familia. Desde el pinole —un alimento mesoamericano que se prepara tradicionalmente a partir de harina de maíz– hasta la etiqueta de la botella, en la que se ve a un hombre a contraluz caminando sobre esa calle un martes, el único día donde no hay puestos ambulantes. La foto fue tomada por la artista visual Veneranda Pérez, la hija de Javier.
“Cerveza Artesanal Tepito”, se lee en la etiqueta, surge en 2012 como una cervecería familiar mediante la cual buscamos encontrar una forma alternativa y novedosa de sustentarnos económicamente en nuestro propio barrio. A través de la venta de una variedad extensa de cervezas artesanales, nacionales e internacionales, nuestro espacio vino a enriquecer, para algunos incluso a revelar, una cultura cervecera antes inimaginada por muchos de nosotros.
“Asombrados y cautivados por este nuevo mundo y después de cinco años en el camino, en 2017 presentamos las primeras cervezas caseras, producidas, embotelladas y etiquetadas artesanalmente por nosotros aquí, en tierras tepiteñas”, dice una breve leyenda al lado de los ingredientes.
Javier no sabe con exactitud cuántos tipos de cerveza vende en su local. “Uff, son cientos”, me dice. Es cierto, además de los refrigeradores atiborrados, tiene botellas en varias repisas, amontonadas de tal manera que hacen lucir su negocio como un lugar con una camaradería única. Hasta el baño vale la pena visitar para ver la decoración de sus muros cubiertos por etiquetas de cervezas de los cinco continentes. Es como admirar una obra de arte estilo churrigueresco cuyos detalles no terminas de observar.
Tiene cervezas de varios estilos, distintas marcas y un sinfín de nombres: Tecolote, Jabalí Ancho, Teneborsa, Newton, Perla, Ballast Point, Patricia, Mexican Imperial Stout, Loba, Schneider Weisse, Santa’s Red, Drak Coatl, Buen Día, Ticús, Madrina, La Lupulosa, Cru Cru, Veraniega y hasta Artemio, cuya etiqueta muestra al anarquista mexicano Ricardo Flores Magón y uno de sus célebres textos revolucionarios.
Pero además de las dos que se fabrican en Tepito sobresale una: Transformadorxs. Cuesta 100 pesos pero el 40 por ciento es destinado a la compra de útiles escolares para los niños que viven en la zona y para proyectos que ayuden a pacificar el barrio. “Si no traes para pagar el precio total de la cerveza, no importa, puedes traer cuadernos o lápices y te la damos”, me explica Javier.
—¿Cuál es la finalidad de este local? —le pregunto.
—Es dar una alternativa a lo que se vive todos los días en el barrio. Mostrar que hay algo más allá de lo que se publica en los medios. Hacer ver que se pueden crear proyectos que ayuden a la gente para transformar aunque sea un poco su realidad y, sobre todo, arrebatar la cultura de la cerveza artesanal a la élite y bajarla al barrio.
Mientras me lo dice imagino lo difícil que es sacar adelante un proyecto como éste, donde la ubicación geográfica parece poner todo en su contra. A principios de este año mataron a varios jóvenes a pocos metros de su establecimiento en una disputa por el control de la venta de drogas. En 2007, a unos pasos de la entrada de su negocio, el gobierno de la ciudad expropió un enorme predio conocido como La Fortaleza por ser el núcleo más duro del narcomenudeo en la capital. Y casi todos los días los medios muestran, en la nota roja, el incremento de asesinatos en el barrio, producto de una guerra entre cárteles: Unión Tepito, La U, la Fuerza Anti-Unión. Incluso, algunas notas hablan de que el Cártel Jalisco Nueva Generación, el grupo de la delincuencia organizada más poderoso del país, ya entró al barrio.
Pero Javier y su familia saben que esa no es la única historia de Tepito, ellos quieren contar otra, por eso mientras él atiende el local y su esposa cocina hamburguesas y otros bocadillos para acompañar la cerveza de sus clientes, su hija se encarga de realizar talleres para que las mujeres de su barrio aprendan a elaborar cervezas.
A través del colectivo Tenoch 40, creo el Círculo de Mujeres Cerveceras del Barrio de Tepito. El colectivo lleva casi dos meses trabajando y están por poner a la venta su primer lote de bebidas en botellas decoradas por ellas mismas. En los talleres se enseñan cada uno los pasos para poder tener una cerveza de calidad: molienda, maceración, hervido, enfriado, fermentación y degustación. Además se da un contenido teórico sobre la industria cervecera en México y el mundo y los distintos ingredientes que se usan para su elaboración.
Los Pérez son una familia orgullosa de lo que han logrado, no sólo se han ganado el respeto del barrio de donde son originarios, también han mostrado otra cara de Tepito. Su local ha sido visitado por personas de más de 18 países y cada vez es más conocido. “Ha obligado a muchos a entrar al barrio ya sea por curiosidad como tú —porque no pueden imaginar que exista un lugar así en Tepito— o porque son amantes de la buena cerveza”, me dice Javier.
Me despido de él con un apretón de manos, en unos minutos el reloj marcará las 7 de la noche y cerrará su negocio. La calle Tenochtitlán está oscura y hay que caminar 250 metros de regreso al metro.
Las mercancía ha sido retirada de los puestos ambulantes pero los distintos tipos que se atravesaron una y otra vez en mi camino siguen ahí. Paso delante de ellos y esta vez no me dicen nada. Notaron que salí del local de Javier y no me prestan atención. Camino como si estuviera en cualquier calle de la ciudad. No pasa nada. Los niños se corretean entre las estructuras metálicas, sus madres platican a fuera de las vecindades y los jóvenes transportan apresurados cajas en diablitos. Termina una jornada laboral más en el barrio bravo.
Salgo al bullicio del Eje 1. Atravieso los puestos ambulantes que aún quedan, esquivando gente, mercancía y autos. En unas horas este lugar quedará completamente en silencio. Subo al metro, se cierran las puertas y avanza mientras me lamento: ¿Por qué chingados no compré cervezas para llevar?