La vez que me dio influenza (y hasta le compuse un electro-reggaetón)

Esta nota es presentada por Sanofi.

En el 2009, cuando llegó la pandemia de la temida influenza H1N1, el tema de la famosa “gripe porcina” se volvió un asunto recurrente en los medios de comunicación, en las pláticas de trabajo y claro: en los sermones de las mamás preocuponas. “No salgas hijo, para qué te arriesgas”, “ponte cubrebocas, no vaya a ser la de malas”, “¡tápate bien o te vas a enfermar!”, escuchábamos en un loop interminable.

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En aquellos ayeres estaban de moda los memes de Chuck Norris y algunos jugábamos a serlo: nos sentíamos Wolverines indestructibles y a pesar de las advertencias de los noticiarios y de los regaños maternos, íbamos y nos metíamos en los cines, en los antros, y en cuanto lugar fuera un probable foco de infección. En ese entonces, con mis 26 años, tenía un proyecto de electropop todo absurdo que, aunque nunca prosperó, sí me llevó a cantar en antros como el Dobermann o el Alicia.

¿A qué viene esta historia de mi fracaso musical? Porque justo en esos tiempos, inspirado por la manera en que se regó el pánico colectivo inspirado de la pandemia, se me ocurrió escribir un “electro-reggaetón de la influenza”, que decía entre sus estrofas lo siguiente:

“Desde aquel entonces me la paso buscando
todos los lugares donde hay riesgo de contagio;
quiero que me agarre una gripota bien intensa,
¡quiero que ahora sí me contagien de influenza!”

Chairo como era —ok, todavía soy un poco—, pensaba que todo eso de la influenza era una cortina de humo para ocultar otros asuntos más importantes del acontecer nacional, y por eso tomaba a guasa el asunto del contagio masivo. Quién iba a pensar que, ¡KABOOM!, unos años después, iba a terminar experimentando eso de lo que tanto me había burlado.

Un día en que me disponía a ir a la chamba, el cuerpo me dijo: “no chavo, hoy te quedas en cama”. El dolor de cuerpo y de huesos me paró en seco, sentí unos escalofríos y unas ganas de vomitar intensas y fue cuando me dije: “ah caray, esto ya no está padre”. Sentí como si tuviera gripa, pero en esteroides, como multiplicada por 100. Fui a mi buró y hurgando con las pocas fuerzas que me quedaban, al fin encontré mi termómetro. En plena agitación por la fiebre descubrí la causa de mi malestar: 39.5 grados de temperatura.

Ilustraciones de Andonella

Le hablé a mi médico de cabecera que además es también mi amigo y le conté de mis síntomas. Como me escuchó en las últimas me programó una cita de emergencia. Me vestí como pude, sin ayuda —porque solterón— y pedí mi uber. Antes de salir, una escala técnica me obligó a volver al baño: un ataque de tos que no pude controlar me provocó arcadas y terminé vomitando los tacos de la noche anterior. Hasta ese punto ellos eran los principales sospechosos. “Seguro ya me dio salmonelosis”, me dije con la seguridad que me dio ver todas las temporadas de Dr. House.

¿Cómo logré bajar los tres pisos de mi edificio hasta el portón? Aún no lo sé. Seguía temblando por la fiebre, pero además sentía un dolor muscular como si después de no haber ido un año al gym, me hubiera puesto a entrenar como enajenado. Ya en el Uber, me hice bolita y le confirmé a mi conductor la dirección del hospital donde mi amigo me estaba esperando. “Se siente usted mal, ¿verdad joven?”, me dijo el chofer. “No, cómo crees, si me la estoy pasando de lujo”, pensé en contestarle, pero decidí ahorrar mi poca energía y seguí tumbado en el asiento trasero.

Hasta eso, el conductor se redimió: cuando llegamos puso las intermitentes y me subió hasta el consultorio de mi amigo. Se ganó sus 5 estrellotas. Ya frente a mi cuate le dije lo que había pasado: que la noche anterior había cenado tacos, que me había ido a dormir bien y que desperté sintiéndome como si me hubiera atropellado un microbús. Me aventuré a contarle mi hipótesis de la salmonelosis. “¿Tienes diarrea?”, me preguntó. Y pues toing, no, no tenía. Avergoncé al Dr. House, sin duda. Ya cuando vio el resto de mis síntomas, que incluían una tos horrible pero sin flemas, la fiebre intensa, el dolor de cuerpo y los escalofríos, me dijo: “hermano, tienes influenza”.

Lo primero que pensé es que ahora sí me iba a morir. Porque según lo que había visto en la tele, la famosa gripe porcina había matado a chingos de gente. “¿Me van a hospitalizar?”, le pregunté resignado. “¡No! Te voy a recetar algo y con reposo se te quita”, me respondió. ¿WHUUUT? ¿No se suponía que la influenza era mortal? Ahí fue cuando me explicó que el primer tratamiento es un medicamento que se llama oseltamivir, que podría tomarlo en casa y sólo si no reaccionaba favorablemente a él, entonces sí, habría que recurrir a una artillería más pesada para evitar que la cosa se pusiera más fea.

Ya con receta en mano y todavía temblando, me despedí de mi amigo. Cerquita del consultorio había una farmacia y ahí me surtieron el dichoso medicamento. Regresé a casa y llamé a mamá: resultó que no estaba tan solo, la buena de mi madre acudió al llamado de su crío treintañero y me estuvo consintiendo varios días a base de caldito de pollo, gelatinas y abrazos apapachadores. Sí, la historia tuvo final feliz, como para La Rosa de Guadalupe, pero filmada en la Colonia Doctores.

Una vez que me recuperé sólo pude pensar cómo es que hacía unos años había escrito una canción mofándome de la influenza sintiéndome bien jocoso, para terminar cayendo víctima de la misma. Así que lección aprendida: nunca voy a hacer un rap de la chikungunya, una bachata del dengue o una salsa del ébola.

(Si quieren escuchar mi electrorregaetón de la influenza, pínchenle aquí. Si se van a morir de algo, ¡que sea de menear sabroso el cuerpo!).

https://www.youtube.com/watch?…

Para evitar la influenza, es recomendable vacunarse anualmente.

@PaveloRockstar