Mesías de los leprosos

* Hemos utilizado la palabra “leper”, leproso, por hacer referencia a una antigua canción de Metallica, ‘Leper Messiah’, pero tenéis que saber que las personas que padecen lepra consideran esa palabra altamente ofensiva, pues acarrea un estigma del que llevan años intentando librarse. Es un término ignorante y anticuado. La próxima vez que os encontréis con un enfermo de lepra, bajo ningún concepto debéis llamarle “leproso”.

Mi destino definitivo al llegar a Nepal era el Hospital Lalgadh para el tratamiento de la lepra, en la región de Terai, pero para llegar allí había aspectos delicados a considerar a causa de ciertas luchas internas entre la población nepalí. La comunidad Madheshi, en un intento de que el gobierno prestara atención a sus reclamaciones de autonomía, había estado organizando piquetes a lo largo de todas las autopistas. Un grupo de gente en autobús, de camino a una boda, fue el último en ignorar estos piquetes: el autobús terminó ardiendo, con el conductor y su segundo todavía dentro. Yo tenía que seguir la misma ruta, de modo que nos montamos en un jeep blanco con banderas blancas delante y detrás, una enorme “H” (de hospital) pintada en el capó y un nativo Madheshi al volante. El camuflaje funcionó y logramos llegar a nuestro destino, donde me esperaba ya un grupo de pacientes de lepra. Fue, por así decirlo, como salir de la sartén para caer en una enfermedad infecciosa crónica.

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Lalgadh es el más atareado hospital de lepra del mundo. Mientras que la incidencia de nuevos casos de lepra ha disminuido significativamente en India, Suramérica y África, en Lalgadh se recibe un flujo regular de unos 12 casos al día. Cuando llegamos, un paciente llamado Makessor Mandal estaba ingresado para una rutinaria operación de amputación de un dedo del pie. Para Makessor, aquejado de lepra desde hace 20 años, era la cuarta. Aunque en la actualidad está ya prácticamente curado, sus pies han perdido por completo la sensibilidad, hasta el punto de poder permanecer de pie encima de una hoguera, pisar cristales rotos y atravesar su pie con una caña de la longitud de un cigarro habano sin darse cuenta. Makessor no percibe daños en sus pies hasta que la carne empieza a pudrirse y despierta una mañana a causa del repulsivo hedor que procede de su extremidad. Se encuentra aquí, una vez más, porque alguien le dijo que uno de sus pies apestaba.

Cuando estaba planeando mi viaje a la tierra de la lepra, suponía que no podría evitar vomitar la primera vez que viera la amputación de un dedo. Había llegado el momento de comprobarlo. Era un día caluroso, las luces de la sala de operaciones no eran muy potentes, y el olor a yodo era tan intenso que me daba la impresión de estar nadando en un mar de esa sustancia. Tras unos rápidos cortes y un fuerte tirón del pequeño hueso blanco, tanto el paciente como el doctor levantaron los pulgares: la operación había terminado. ¿Eso era todo? El doctor Krishna depositó el dedo en una pequeña bandeja metálica para que Makessor lo viera. La escena recordaba una ofrenda, o el momento en que el anfitrión de una fiesta ofrece a un invitado la última salchicha, esa que nadie toma debido a una absurda norma de etiqueta. Makessor sonrió, como orgulloso del ya inútil dedo que tenía ante él. “Esto es un poco como un correccional”, dijo el doctor mientras cosía la piel que aún quedaba con un rollo de sedal. “Les hacemos pasar, tratamos sus heridas y cuidamos de ellos hasta que mejoran, pero sabemos que volverán antes o después”.


“¿Cuándo fue la última vez que viniste?”, le preguntó a Makessor, que se esforzó por recordar mientras se observaba el pie. “El año pasado”, contestó. “Por el dedo pequeño”.

El hospital de Lalgadh, inicialmente apenas un chamizo de madera levantado en un terreno de malezas infestado de escorpiones, tarántulas y cobras, se fundó con la ayuda económica de una organización benéfica llamada Nepal Leprosy Trust. Catorce años después los escorpiones siguen aquí y el hospital se ha ampliado hasta poder albergar 150 pacientes, sin contar el personal y sus familias. Para ser un complejo especializado en tratar una de las más terribles enfermedades del mundo, en el lugar flota un ambiente sorprendentemente positivo; bucólico, incluso. Los pájaros cantan en los árboles, las plantas de ajo salvaje esparcen en el aire su fuerte aroma y algún que otro búfalo puede verse haraganeando en las cercanías. En los días más claros es posible divisar desde la torre las crestas blancas del Himalaya, situado al norte. Y en los días extremadamente claros, incluso te puedes convencer a ti mismo de que eres capaz de señalar el Everest de entre todas las montañas. Por la tarde, el personal y sus hijos juegan al fútbol en un campo bien delimitado, con porterías; los pacientes se reúnen en la cantina para comer grandes platos de dahl baht y arroz, y los únicos gemidos que se escuchan en mitad de la noche los emiten los chacales en celo que merodean junto a las vallas que cierran el perímetro. “Tranquilidad” es la primera palabra que viene a la cabeza al llegar al hospital. Así, es fácil olvidar que aquí se trata una enfermedad de pesadilla, una de las peores con que los dioses vengativos nos hayan castigado a nosotros, los débiles mortales. Y aunque desde un punto de vista exterior todo parezca agradable, las distintas alas del hospital y la sala de operaciones presentan una realidad mucho menos bonita: hay verjas de las de guardar gallinas tapando las ventanas, las camas tienen más óxido que metal, y el aparato de rayos X es tan viejo que su uso resulta peligroso tanto para el paciente como para el operador. Los médicos practican injertos y amputaciones bajo lámparas con una sola bombilla, que arrojan tanta luz como la pantalla de un teléfono móvil. Disponen de dos salas, la “limpia” y la “sucia”. La sucia es donde se realizan las amputaciones.




“La lepra es peor que el SIDA”, dice Graeme Cugston, el director australiano del hospital. “Un afectado de SIDA puede fallecer al cabo de un año sin seguir tratamiento. Los enfermos de lepra no. Siguen vivos. Es un infierno en vida”. La enfermedad ataca en primer lugar las zonas periféricas del cuerpo: dedos de manos y pies, piel y párpados. La bacteria de la lepra provoca una reacción autodestructiva en el sistema inmunológico, que empieza a devorarse a sí mismo en un intento de eliminar la infección. Esto conduce a que el cuerpo empiece efectivamente a pudrirse, primero en la parte exterior y avanzando inexorablemente hacia el interior. Es como si tú mismo te arrancaras la nariz de un mordisco para proteger el resto de la cara. A medida que la enfermedad sigue su curso, la piel pierde sensibilidad. Ahí es cuando de verdad empiezan los problemas, como ejemplifican los pies de Makessor. ¿Cómo puedes protegerte a ti mismo si no sientes dolor?

Una de las pacientes más afectadas del hospital es Bakumari. Ni ella podría decirte cuántos años tiene; lo que sí sabe es que nació el año del gran terremoto en Nepal. Eso fue en 1934. Es una mujer pequeña, de pelo corto y gris. Sus frágiles extremidades son como ramitas de un árbol. Padece lepra desde hace 14 años. “Pensé que era una maldición que me había echado Dios”, dice. El hospital lleva cinco años tratándola, y parte de su programa incluye información sobre la lepra. Se trata de enseñarla que no es una forma de castigo divino o karma sino una enfermedad que cualquiera puede contraer. Bakumari no está muy convencida. “Sé que la lepra es una enfermedad”, dice, “pero todavía creo que quizá haya sido una maldición”.

Mirándola es difícil no estar de acuerdo. Carece de sensibilidad en manos y pies, y se quedó ciega cuando sus párpados se desintegraron, permitiendo que le atacaran las infecciones. Mientras hablo con ella, sentada en un banco de piedra en el exterior del ala en que reside, las moscas se posan en su nariz y las cuencas de sus ojos. No puede sentirlas. Una cobra podría arrastrarse desde la hierba y enroscarse en sus pies y ella no se daría cuenta. Bakumari es una mujer maravillosa, una persona inteligente que, como todas las abuelas afables, es capaz de hablar hasta por los codos, pero físicamente es tan incapaz como un niño de dos años. Para el personal del hospital de Lalgadh, lo más triste de todo es que el deterioro físico de Bakumari podría haberse prevenido fácilmente.

La lepra no es difícil de curar. Basta con un programa multifármaco de seis meses para expulsar la bacteria del organismo humano de por vida. Es un tratamiento increíblemente duro: las efectos secundarios incluyen hepatitis, psicosis, una violenta reacción cutánea y una diarrea tan severa que el paciente tiene, literalmente, que dormir durante varios días encima de una cuña. Pero, eh, cuando todo termina ya no sufres de lepra. Si la enfermedad se trata a tiempo, los afectados escapan de las deformidades físicas asociadas con la enfermedad. La razón de que a menudo no se trate a tiempo es que el estigma de tener la enfermedad es tan grave que la gente prefiere esconderla antes que ir al hospital. En Nepal, si alguien de tu familia sufre de lepra, aunque sean tus abuelos, las oportunidades de contraer matrimonio o incluso de conseguir trabajo se reducen drásticamente. Es como haber tenido un tío que se volvió loco y provocó un tiroteo en la sucursal de correos. La gente asume que aunque la fruta sea otra, procede del mismo árbol. Parte del estigma se puede atribuir a los mismos hospitales. En Lalgadh no habría tantos enfermos si no fuera porque los médicos y enfermeras de los demás hospitales del sur de Nepal rechazan admitir a quien presente incluso los más tempranos indicios de lepra.

La lepra es relativamente contagiosa. Sólo afecta a personas con un sistema inmunológico débil. Las posibilidades de que un nepalí con buena salud contraiga la enfermedad son remotas, y las de un occidental, tan altas como las de que un piano caiga de cielo abierto y aterrice justo encima de su cabeza. En los Estados Unidos se dan nuevos casos de lepra todos los años, pero siempre en inmigrantes procedentes de África y América del Sur. Una típica familia americana de clase media no tiene nada que temer. Sin embargo, en las regiones del campo en Nepal, donde la agricultura de subsistencia es la norma, la mala nutrición es habitual y la única certeza de la vida es que en algún momento del día habrá un apagón con fallo del sistema eléctrico, mantener fuerte el sistema inmunológico y así evitar enfermedades no es precisamente una labor sencilla.


El médico jefe del hospital es el doctor Krishna, nacido en una leprosería y de padres afectados de lepra. Su madre tenía una pierna y las manos deformadas en forma de garra. También sus abuelos padecían la enfermedad. “Creo que a eso se debe que mi resistencia sea tan grande”, dice él. Después, a modo de broma, añade: “Pero de vez en cuando sigo explorando mis brazos y piernas por si hubiese aparecido una mancha”.

“No tuve una infancia fácil”, continúa. “Mi padre no tenía deformidades y podía trabajar, así que era mi madre la que tenía que ocuparse ella sola de la familia. Cuando iba por la calle los demás niños me llamaban leproso”. Krishna es la prueba viviente de lo que la ayuda intenacional puede conseguir. Dos organizaciones benéficas, una suiza y otra holandesa, lograron que Krishna pudiese ir al colegio, antes de que el Nepal Leprosy Trust se hiciera cargo de él y le educara como médico. También el encargado del laboratorio del hospital es hijo de la lepra, así como las enfermeras. Trabajan por la mitad del sueldo que percibirían en un hospital estatal. Se considera que ha sido un buen mes si todo el personal recibe su salario, aunque sea la mitad de lo que deberían estar cobrando. No sólo son los salarios los que se resienten: aquí no siempre se dispone de guantes de plástico, vendas o sedal para coser las heridas. Y, a pesar de las carencias, los cuidados que dispensan a los enfermos le hace a uno pensar en el personal de una clínica privada, uno de esos establecimientos exclusivos a los que acuden los ricos y ociosos cuando desean dejar la bebida aunque sea dos semanas.

La Organización Mundial de la Salud ha calificado la lepra de “enfermedad olvidada”. El dinero que podría destinarse a proveer de recursos al hospital, a encontrar una vacuna, a iniciar programas para erradicar el estigma que conlleva padecer la enfermedad y ayudar a rehabilitar a los dos millones de enfermos de lepra que hay en el mundo se está canalizando hacia otras cosas.

El cáncer tiene a Bill Gates, el SIDA tiene a Bono y los huérfanos tienen a Angelina Jolie y Madonna llevándoselos por las buenas como si fuesen bolsos a la venta en un mostrador. La lepra no tiene a ningún famoso que dé un paso al frente. Es la OMS la que tiene la decisión final en cuanto a diseñar un plan para erradicar la lepra, con la autodiagnosis y el tratamiento multifármaco como objetivos prioritarios. La última enfermedad grave que la ciencia ha conseguido erradicar es la viruela, y de eso hace 30 años. Librar al mundo de la lepra sería un gran tanto que se apuntaría una organización que lleva demasiado tiempo ganduleando más que un camionero francés. Existe entre los expertos una sensación de urgencia, la convicción de que ahora es el momento de actuar, antes de que la enfermedad mute o consiga hacerse resistente al tratamiento multifármaco. “La lepra es un misterio, siempre lo ha sido”, me contestó con una sonrisa el doctor Krishna cuando le pregunté si creía que llegaría a ver el fin de esta enfermedad. “No sé si veré el fin de la lepra antes de que llegue mi hora. Quizá mis hijos sí que lo vean”.