Este artículo aparece en “El número del agotamiento y el escapismo ” de nuestra revista. Subscríbete aquí.
Aquella semana el mundo parecía especialmente infernal para las mujeres: las acusaciones de abuso sexual contra Brett Kavanaugh acababan de salir a la luz y cada vez resultaba más obvio que tanto a sus defensores como a nuestros representantes políticos las presuntas víctimas simplemente les importaban un bledo. Me sentía literalmente destrozada y agotada por tener que leer todas estas noticias para ganarme la vida, asfixiada por una gruesa película de hastío y desesperación, cuando me escapé a la parte más rural de Oregon y me topé con la utopía personificada. Estaba cubierta de polvo, tras una hilera de rugientes motos, con los oídos entumecidos por los atronadores gruñidos, en medio de cientos de chicas moteras que habían viajado alocada y vertiginosamente entre alaridos hasta este remoto campamento para celebrarse las unas a las otras.
Videos by VICE
Se trataba de Dream Roll, un retiro anual para mujeres moteras en La Pine, Oregon, donde el aire era refrescante y el servicio de telefonía móvil bastante deficiente. En este apartado campamento conocí a una comunidad de mujeres unidas por su amor hacia todo lo relacionado con las motos y por su desenfrenada ternura. “Aquí no existe el ego”, me explicó acertadamente Becky Goebel, cofundadora de Dream Roll junto con Lanakila MacNaughton. Lanakila, a quien todas llaman Lana, soñó con la idea de crear un retiro motero para mujeres hace cinco años. Descubrió las motos tras desengancharse del alcohol a los 21 años.
“Me divertía tanto que al principio me daba miedo. Todo el mundo me decía que no lo hiciera, porque nadie de mi familia había tenido moto, pero yo me lancé. Entonces quise conocer a otras mujeres moteras por mi zona”, relató Lana. No conocía a muchas mujeres que sintieran pasión por las motos, así que empezó a conectar con otras moteras a través de Facebook y más tarde, cuando nació Instagram, abrió una cuenta que tiene ahora más de 100.000 seguidores, donde publicaba sus fotografías de mujeres moteras.
Lana se hizo amiga de Becky —que había crecido en una familia de moteros— en las redes sociales, y se puso manos a la obra para hacer realidad su idea de un retiro motero solo para mujeres. “Me encanta organizar fiestas y me encanta reunir a personas que no se conocen. Me da la sensación de que eso crea un entorno que saca la parte más sincera [de la gente]”, me contó Lana.
Cuando llegué a Dream Roll, definitivamente me sentía como pez fuera del agua, abrumada por la idea de conocer a cientos de personas nuevas y nada segura de si tendría suficiente energía como para socializar con desconocidas, porque estaba completamente vacía y exhausta por dentro gracias a los horrores de la política de Trump. Además, yo no sé montar en moto. Durante el trayecto hasta allí, volvió a mí el mismo nerviosismo que experimentaba cuando iba de campamentos de pequeña, esa ansiedad juvenil que provocaba estar lejos de casa durante un fin de semana.
“No te puedes imaginar cómo es Dream Roll hasta que estás aquí”, afirmó Becky. “¿En qué otra situación de tu vida estás rodeada solo de mujeres y sabes que no va a haber ningún hombre alrededor? Existe una gran hermandad y cero competición entre nosotras”.
Al parecer, la falta de ego y de competición era el principio que regía Dream Roll. Los sentimientos de fragilidad y soledad que me inundaron en mi viaje hasta Oregon se disiparon rápidamente cuando llegué al campamento y fui inmediatamente introducida en el mundo híper inclusivo de las mujeres moteras.
MIRA:
“Siempre montamos con nuestros chicos y nunca nos explican cómo se hace, así que estuvo bien aprender”, escuché a una mujer decirle a su amiga mientras esperábamos en fila nuestro café a la mañana siguiente.
El extenso campamento era bastante polvoriento; un resplandeciente lago reflejaba la impresionante naturaleza que lo rodeaba y los árboles se aferraban a los últimos parpadeos de verdor antes de que el invierno los tornara ocres. Alrededor de la plaza principal, que estaba llena de tiendas con merchandising de Dream Roll y artículos de cuero, una cabina de DJ patrocinada por Red Bull, una cafetería y una tienda de comestibles, había cabañas, auto caravanas y tiendas de campaña. En el gran letrero que daba la bienvenida a las participantes podía leerse, “todas las razas, religiones, identidades sexuales, capacidades, tamaños, colores y creencias son bienvenidos aquí. El odio no tiene cabida en este lugar”.
Di una vuelta subida en la parte trasera de una camioneta con Lana y Meredith, que estaba filmando la concentración, desde donde observé a unas cien mujeres abandonar el campamento para embarcarse en un viaje de dos horas en moto hasta Crater Lake. Después, todavía en la camioneta, Lana y Meredith repartieron donuts de fresa entre las mujeres del campamento, deteniéndose brevemente para entregar obsequios, admirar varias motos y reír por la salvaje felicidad de ese fin de semana.
“Dream Roll es el lugar donde van las chicas hetero para volverse lesbianas”, bromeó una mujer cuando recordaba cómo vio a varias mujeres enrollarse unas con otras la noche anterior. Más tarde me contó que, aunque ella siempre se había considerado hetero, el fin de semana era un espacio para “derribar esas barreras y alejarse de la mirada masculina”. Ir a Dream Roll le ofrecía un espacio seguro para reconsiderar su identidad heterosexual y explorar su faceta queer sin sentirse “juzgada por la sociedad”.
Cada una de las moteras con las que hablé tenía razones ligeramente diferentes para montar en moto. Algunas adoptaron ese hobby porque su novio tenía una moto, otras venían de familias de moteros y algunas simplemente buscaban emociones. Kiki, que creció en Pakistán, me dijo que la cultura del BMX y el hip-hop siempre le habían atraído de niña. Cuando creció, montaba su moto en su país natal. “Era algo muy fuerte. Las mujeres siguen montando de lado en la parte trasera de las motos de sus hombres”, me explicó. “Te miran y después apartan la mirada. Entonces te vuelven a mirar y dicen ‘¡Oh, eres una chica! ¡Eres una chica!’ y sus rostros se iluminan”.
Para las mujeres que acuden a Dream Roll, montar en moto es algo más que una mera cuestión de transporte. “Puedes viajar sin ningún tipo de fronteras”, me explicó Leslie, una chica motera de Brooklyn. Me contó que había hecho un viaje en moto con otras mujeres por Guatemala y la India, y que aquella fue “una de esas experiencias extremadamente satisfactorias en las que te debes forzar mental, física y emocionalmente. Es el lenguaje universal de las motos”.
“Es como una meditación”, me dijo Brenna, una asistente de Portland, cuando le pregunté por qué le gustaba montar. “Te ayuda a ganar confianza. Me gusta vestirme de forma especial para montar en moto, y hasta cuando solo voy al súper sigue pareciendo un gran viaje”.
Nos encontrábamos en el Dirt Bike Clinic, un evento en el que instructoras profesionales de motocross enseñaban a las mujeres a hacer acrobacias y giros. Tarah Gieger, una de las principales competidoras de motocross del mundo, trazó círculos a mi alrededor, realizando acrobacias y volando por el aire. A pesar de todo el polvo y de los ensordecedores rugidos de la moto, había una gran sensación de serenidad. Cuando alguna mujer caía de su moto probando un truco nuevo, siempre había otra ahí, ayudándola a ponerse de nuevo en pie.
“Montar en moto con mujeres es diferente”, me dijo una motera de motocross pelirroja llamada Nicole, que también tiene licencia de piloto de avión. La mayoría de las mujeres en Dream Roll estaban acostumbradas a montar solas o con hombres. “Es una sensación completamente empoderadora, saber que hay tantas mujeres fuertes e independientes que se reúnen y crean algo como esto… Significa muchísimo”, indicó. “Tengo dos hijas, de cuatro y siete años. Me encanta que estén viendo a todas estas mujeres reunirse. [Me dicen], ‘Yo quiero ser así algún día. Quiero montar en moto. ¿Por qué no puedo montar en moto?’”. Sentada junto a Nicole estaba Tricia, madre de cinco niños, completamente enfundada en equipamiento negro de motera, con el rostro juvenil y alegre.
“Vendí mi moto cuando tuve a mis hijos”, explicó Tricia. “Y la echaba muchísimo de menos. Nunca había echado tanto de menos nada en mi vida. Entonces el año pasado me compré otra. Fue lo mejor que pude hacer. Un día soleado. No hay nada mejor que subirme en mi moto… Mi hijo me ve vestida de cuero negro y con mi casco cada vez que me voy al trabajo. Y es muy divertido. Es espiritual y empoderador”. Ahora está enseñando a sus niños a montar.
La segunda noche del retiro se celebraron los juegos anuales de moteras. Una fila de mujeres se reunió para realizar un peculiar desfile, revolucionando los motores de sus motos, bellas Harleys doradas y Hondas hardcore, para ver qué máquina era la que rugía más fuerte. Las ganadoras recibieron varios premios y la plaza trepidaba con los aullidos y los clamores de mujeres procedentes de toda Norteamérica que celebraban aquello que más les gusta. Yo estaba cubierta de suciedad y me retumbaban los oídos, pero aun así estaba radiante, totalmente absorta en el vibrante júbilo del momento. Para mí fue un muy necesario recordatorio de que, a pesar de la cruda negatividad y el abominable miedo que gobiernan la psique norteamericana, sigue habiendo bondad en todas partes.
El último día de Dream Roll, cuando el sol estaba a punto de ponerse, supe qué es lo que debía hacer. Margueritte De Laurier, una empleada de Red Bull que se enteró de la celebración de Dream Roll por Instagram y junto con algunas compañeras convenció a su jefe para patrocinar el evento, me prestó amablemente su moto de motocross. “¿Has conducido alguna vez con marchas?”, me preguntó su amiga Hana mientras me explicaba cómo cambiar las marchas de la moto.
Me reí y admití que apenas había conducido siquiera un coche, pero Hana y Margueritte ni se inmutaron ante mi falta de experiencia. Monté sobre la moto, empujé con el pie para encender el motor y empecé a desplazarme lentamente entre los árboles. Me sentía libre.
MIRA:
“¡Lo tienes!”, gritó Margueritte cuando por un momento perdí el equilibrio. “¡Eres buena! ¡Lo estás consiguiendo!”, chilló Hana. Estuve sobre la moto durante unos cinco o diez minutos. Después, me sentí golpeada por una ola de euforia que me dejó sin respiración. ¡Lo conseguí! “ Ahora lo pillo”, escribí en mi cuaderno. “Esta debería ser mi vida”. A la mañana siguiente volé de regreso a Nueva York y el mundo del que había escapado durante el fin de semana me golpeó con fuerza en la cara. “Ojalá fuera tan divertida como las chicas que hay aquí”, había escrito en mi diario durante mi primera noche allí. Hablar con ellas me recordó que, fuera de la locura de las noticias y de la vida en la gran ciudad, existen millones de personas que viven su vida sin la carga del terror que supone ser híper consciente de toda la política.
Nacida y criada en Nueva York, a veces olvido lo inmensamente amable y caritativa que puede ser la gente. Con Trump en el poder, el mundo con frecuencia parece un lugar innatamente horrible, pero no tiene por qué ser así. Dream Roll supuso para mí un importante recordatorio de que existen rincones de bondad en nuestro mundo de mierda, y de que siempre hay una salida.
Suscríbete a nuestra newsletter para recibir nuestro contenido más destacado.