“Es muy inteligente”, comentaban. “Este niño podrá llegar a donde quiera”, les decían los profesores a tus padres cuando iban a las reuniones de tutoría. “Tiene mucha imaginación y sabe solucionar los problemas que se le plantean, y participa mucho en clase”. Tú estabas ahí sentado, al lado de tus padres, tímido, escuchando todos estos halagos e incluso creyendo que algún día podrías llegar a ser astronauta, diseñador de moda o policía local.
Son las siete de la mañana. Suena el despertador. Solo has dormido seis horas y cuarenta minutos porque ayer te quedaste viendo Better Things hasta las doce y pico de la noche. De hecho, esos minutos que existen entre que friegas los platos de la cena y te quedas dormido en la cama son el único instante de placer y gozo que le puedes arrancar al día. Solo estos minutos pueden contener las pasiones que hacen que tu vida valga la pena ser vivida, ahí se encuentran comprimidos tus hobbies, tus proyectos y tus esperanzas. Son solo dos horas, pero son tu vida.
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Estás completamente atrapado. Por la mañana no puedes hacer nada porque te levantas, te duchas, te comes una tostada de pechuga de pavo “finas lonchas a las finas hierbas” del Mercadona y te largas de casa para meterte dentro de un tubo que se mueve muy rápido por debajo el suelo y que te lleva cerca de tu curro, previo pago de un billete de diez viajes que supera los diez euros. Luego te pasas ocho horas currando, a las que tienes que sumar una pausa de una hora para comer lo que sea que tengas hoy dentro del tupper, en fin, un total de nueve horas lejos de casa.
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Al terminar tu horario laboral regresas a casa mientras intentas aclarar qué meterás en el tupper del día siguiente. Esto es lo que piensas mientras sujetas esa barra de metal que te proporciona estabilidad dentro del metro, mientras miras todas esas caras cansadas que te rodean, caras como la tuya. Finalmente decides hacerte un salmón al horno pero recuerdas que no tienes ni eneldo ni patatas para acompañar el asunto, así que decides hacer una paradita en el supermercado para comprar esto y cuatro mierdas más. Al poco rato, son las siete de la tarde y por fin estás en casa.
Parece que ahora te queda mucho tiempo para hacer cosas, como escribir esa autobiografía que hace tanto tiempo que empezaste y titulaste Más alto que las pirámides, con la que te quedaste “atrapado creativamente” al llegar a la página doce, pero sabes que tienes que preparar la cena de esta noche y, encima, la comida del tupper de mañana —ese salmoncito al horno bien rico— así que, ¡qué diablos!, te pones manos a la obra pese a que ahora son solo las siete y veinte de la tarde —al llegar a casa siempre te pones a cagar mientras te haces una rondita por Instagram, proceso que, normalmente, se alarga unos veinte minutos, a veces treinta, por eso ahora son las siete y veinte de la tarde y no las siete en punto, que es cuando has llegado a casa—. En fin, que realmente no tienes tanto tiempo.
Empiezas a calentar el horno, cortas bien finas las patatas, la cebolla y rompes dos dientes de ajo. Sacas el salmón de la nevera, tiene buena pinta, el jodido. Echas un poco de aceite a la fuente de vidrio para horno, le metes las verduras y el salmón, con un poco de sal al gusto. Lo dejas unos quince minutos dentro del horno y luego echas un poco de eneldo —ese que has comprado esta misma tarde— por encima del salmón. Luego lo dejas diez minutos más y apagas el horno sin quitar la movida de dentro. Bien, el tupper ya casi lo tienes listo.
Son las ocho y media de la noche. Mientras se hacía el salmón en el horno has empezado a hervir un poco de agua para preparar unas verduritas para cenar, un poco de brócoli con algunas patatas que te han sobrado del salmón. Te sirves una cerveza mientras piensas el segundo plato de la cena. Tienes unas rodajas de merluza que habría que ir comiendo ya, así que las lavas y las dejas escurriéndose. Sacas el salmón del horno para que no se quede seco y lo dejas enfriar un poco, dicen que meter cosas calientes en un tupper no es muy recomendable, incluso la gente utiliza el adjetivo “cancerígeno”. Echas la verdura al agua hirviendo y, mientras, lavas el tupper del mediodía para meterle más tarde el salmón al horno. Aprovechas y lavas también los platos y vasos del desayuno que se quedaron ahí cuando te fuiste a currar por la mañana. Venga, nueve menos cuarto. Ya casi lo tienes. Pones la mesa y enciendes la tele para ver las noticias de TV3, que empiezan a las nueve en punto, hay que estar informado; en este mundo más vale estar informado porque, si no, te van a joder por todos lados, te dices a ti mismo.
A las nueve y cuarto, la verdura ya está hecha. La escurres y luego pones a calentar aceite en una sartén, mientras enharinas la merluza y luego la pones a freír. Mientras se cuece te sirves la verdura, con un poco de aceite y sal, incluso un poco de pimienta; hay que apostar por las sensaciones fuertes, a veces.
Terminas de cenar a las diez menos cuarto, están dando “El Tiempo” en la tele. Parece que durante el fin de semana hará sol. Retiras la mesa y te pones a lavar todo lo que has utilizado: la cazuela, la sartén, los platos y todo eso. A las diez ya lo tienes finiquitado. Coges el salmón, ya más enfriado, y lo metes dentro del tupper, luego todo a la nevera, listo para mañana. Bien, ya no tienes ninguna otra obligación, ahora ya tienes todo el tiempo del mundo. Todo-el-tiempo-de-el-mundo.
Te tumbas en la cama y te pones a mirar Facebook, las notificaciones y a ver qué eventos hay durante el fin de semana. En esta vida nuestra ya no hay tiempo para hacer eso que tanto deseamos porque nos distraen constantemente las redes sociales, esos instrumentos de despiste que, con sus cantos de sirena del voyerismo y la satisfacción rápida (esos likes), se comen nuestros minutos.
Luego te pones a ver otro episodio de Better Things. Se te hacen las doce de la noche y te gustaría ver un capítulo más y terminar la temporada pero, joder, tampoco puedes dilatar mucho más estas sesiones nocturnas porque al día siguiente tienes que levantarte a las siete y haber descansado para poder trabajar bien, no quieres pasarte todo el día medio dormido y con el cerebro medio roto. Así que dejas el portátil en el suelo y apagas la luz. Esto es tu vida. Te acabas de dar cuenta, mientras observas la oscuridad, lo inobservable, que tu día se limita a esto, a currar y a preparar comida. Cada-día-de-tu-vida.
Así pues, vas aplazando la vida real que deseas, dejando para un futuro incierto todo eso que realmente te llena, sobreviviendo con tu sueldo y tus horarios agobiantes; con ese trabajo que te ofrece una retribución mínima que inviertes en alcanzar un sustento básico. Un trabajo que ocupará gran parte de tus horas e ideas y que impedirá que puedas concentrarte en lo que realmente quieres hacer —Más alto que las pirámides—. Un trabajo que percibes como temporal —como temporales son los contratos—, pues sigues anhelando de forma masoquista ese cumplimiento de tus sueños y pasiones —podrías haber sido un puto astronauta—, trabajos que consolidan esta cultura de la miseria y la mediocrecracia. Mientras, solo tuppers y trabajo.
Decían que “eras muy inteligente” y que “podrías llegar a donde quisieras”. Creías que podrías llegar a ser policía local o diseñador de moda. O astronauta, incluso. Un jodido astronauta, sí claro. Solo eres un comercial de embalajes industriales que se pasa la vida currando y preparándose tuppers. Como el resto del mundo, más o menos. Y tampoco pasa nada porque tampoco le importa a nadie.
Sigue a Pol Rodellar en @rodellaroficial.
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