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nota roja

Post mortem

La vida y las muertes de un médico legal y forense.

Sangre, agua y vino: un suicidio en el balcón. Todas las fotos han sido tomadas por el autor.

Aún recuerdo la primera vez que olí un cerebro. Fue por mi abuelo, al abrir los cráneos de unas ardillas que había matado. Bajaban corriendo por los nogales y los robles entre los árboles de Luisiana, donde me crié, luego se detenían bajo la mira de mi abuelo y eso era todo. Yo era muy pequeño, por eso nunca me pareció extraño que los sesos de las ardillas fueran incorporados a los huevos revueltos que mi abuela cocinaba para el abuelo. Cuando estaba con ellos, también comía ese platillo. La materia gris de los roedores de árboles le añade una cierta dulzura, ausente por lo general, a la dieta sosa de los que viven en bosques remotos.

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Cuando crecí y trabajaba en la morgue, el olor se me quedaba en la nariz por días. Tal vez era la ácida combinación de la sangre y el fluido cerebral de la espina. El olor de las almas.

Recuerdo vívidamente la última vez que olí un cerebro. Era julio de 2004 y estaba mirando con atención el interior de un coche Camry. Estaba acostado de espaldas observando las capas de suciedad acumulada por los caminos, las manchas de brea, y el aceite que cubría los baleros de las ruedas, las llantas y el eje del frente. Bien metidos entre el tapiz que tenía manchas oscuras había unos puntos brillantes rosas y grises; se habían acumulado en pequeños pegotes que brillaban orgánicamente entre la maquinaria. Algunos colgaban desde arriba como estalactitas cuyos extremos apuntaban hacia mi nariz. Otros estaban esparcidos por aquí y por allá; eran la evidencia de algo brutal y violento.

Estos pedazos de cerebro esparcidos pertenecían a un niño de 23 meses de edad. Horas antes, ese mismo día, su madre lo había llevado a casa de la abuela. Mientras ella avanzaba en el carro, el pequeño volvió corriendo, quizás para decirle adiós a su mamá una última vez. Más tarde recordaría el ligero golpe que sintió cuando dio vuelta y salió a la calle principal. Obviamente no tenía idea de que ese golpe era el cráneo de su hijo que era aplastado entre una llanta y las raíces salidas de un pino. Siguió su camino, sin saber que estaba regando los sesos de su hijo en el chasis del carro.

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Cuando llegué a la escena del crimen, los paramédicos ya le habían inyectado Activan. Había estado dando vueltas de un lado a otro, se había estrellado la cabeza contra el pavimento, gritando y tironeando su blusa. En el contexto del morbo, uno podría decir que de algún modo eso tenía un propósito; la bilis le quemaba la garganta. Tal vez por primera vez en mucho tiempo estaba consciente de su propia carne, tenía el hormigueo que el miedo provoca, la náusea le hacía sentir el vómito que ascendía desde el estómago.

Puedo decirte, después de más de treinta años de experiencia, que éste es el tipo de despertar a la muerte que los investigadores presencian todos los días. Parte de nuestro trabajo consiste en mirar a los seres humanos mientras despiertan de la ilusión de la felicidad, arrancados de su mundana existencia, por la ferocidad de la muerte. Cuando esta inevitable realidad finalmente les golpea en la cara, lleva a muchas de estas personas a sumirse en la locura.

En mi segunda cita con mi esposa, ella me dijo en broma: “Nunca había pensado en la muerte hasta que te conocí”. En mi opinión, la muerte es como el pedo que se echa una persona mayor y que ignoramos por cortesía; es algo a lo que la mayoría de las personas no piensan dedicarse. Para mí y mis colegas, la muerte es el canto de las sirenas; uno que tiene crescendos de sangre, gusanos, traumas y gritos que, por la razón que sea, nos atrae.

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El autor les enseña a sus alumnos que todos nos convertiremos en mobiliario después de morir, sujetos a los mismos cambios ambientales de una vieja cama o una silla.

He trabajado la mayor parte de mi vida como investigador médico legal y forense. Mi carrera comenzó en la oficina de un juez de instrucción de Nueva Orleáns y terminó, poco más de tres décadas después, con mi titularidad como investigador en la Oficina de Examinadores Médicos del Condado de Fulton, en Atlanta. En ese tiempo participé en siete mil autopsias forenses y realicé más de dos mil notificaciones de decesos a familiares cercanos de las víctimas. Al cabo de un tiempo, el estrés fue demasiado y en 2005 fui obligado a retirarme tras padecer una terrible ansiedad y trastorno de estrés postraumático (TEPT).

He investigado todos los tipos de muerte: homicidios, suicidios y accidentes; naturales e inexplicables. Mi trabajo consistía en entender los diversos mecanismos que terminan con la vida de las personas. No me interesaba en las condenas o en los que eran arrestados o quién se salía con la suya en un asesinato.

Ése era el problema de los policías; yo sólo era el obseso entrometido que indagaba en las escenas de los crímenes. Aunque obscenas la mayoría de las veces, las respuestas que buscaba eran mucho más complejas que la investigación de un tiroteo de un traficante de drogas.

Tenía tres principales herramientas para llegar a mis respuestas: la autopsia, la toxicología y el análisis microscópico de tejidos. Cuando éstos se combinan con un investigador que entiende las aplicaciones forenses, que se hace las preguntas correctas, y que sabe cómo integrar la información recogida en el campo con resultados físicos obtenidos en el laboratorio, se convierten en métodos muy efectivos para resolver cuestiones complejas.

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Cuando las personas escuchan por primera vez a qué me dedico, normalmente reaccionan contándome sobre sus temores más profundos de la muerte: “¡No quiero que tú me veas desnuda en la morgue!” Te aseguro que después de que exhalas el último aliento, el que no tengas un abdomen marcado, el tamaño de tu pene o de tus senos es lo último que debería importarte. Tu muerte es un “boleto dorado” para varios tipos de voyeuristas y sociópatas que portan una placa. Tenemos pases para entrar tras bambalinas a cosas que nunca quisiste que alguien más supiera y que ya no puedes defender. Nos paramos sobre tus restos, movemos la cabeza en burla o desaprobación por patéticas notas de suicidio, nos reímos de tu gusto de películas porno o del medicamento que se te olvidó tomar antes de que te convirtieras en el muerto. Te juzgamos porque te moriste bajo nuestra vigilancia. Es nuestro trabajo y te apuesto a que tú también te burlas y friegas bastante a otras personas en tu lugar de trabajo.

Muchos investigadores forenses desprecian la muerte. Las historias que cuentan los muertos son siempre diferentes, pero todas terminan igual, y a menudo los investigadores son los únicos que se molestan en leerlas. Muy pronto me di cuenta de que no ganaría nada si le daba importancia a los muertos, porque ellos no están conscientes; son carne que antes tenía un pulso.

No me importaban en absoluto las familias cuyas vidas yo destruía con malas noticias sobre la muerte de sus seres queridos, porque en la cabeza ya no tenía cupo para más gritos y más histeria. Y de alguna manera no me volví loco.

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Lo que me mantuvo con los pies en la tierra fue la ciencia que hay detrás de todo esto. El “cómo” nunca te acusaba de haberle fallado a los muertos; nunca se retorcía de dolor por enfrentar la realidad de la muerte. Era simplemente un mecanismo. La mayoría de las personas, a causa de su propia vanidad, nunca se dan cuenta de que quiénes son, qué les pasa o dónde están nunca le va a importar a un investigador forense experimentado como yo. Si nos concentráramos en eso, no duraríamos ni un año en nuestro trabajo. Concentrarse en los detalles de una manera fría y calculadora nos dota del estímulo intelectual que nos permite seguir adelante. La ironía es que un investigador forense acepta el hecho de que, para la mayoría de nosotros, el “cómo” es el mecanismo que utilizamos para sobrevivir. Cualquier cosa mayor hará que te metas una pistola por la boca en muy poco tiempo.

Un suicidio atípico: la víctima utilizó un cable eléctrico.

Desde luego que investigar la muerte despierta preguntas existenciales de moralidad y mortalidad. Y hay siempre una cuestión que prevalece más que otras: de los siete pecados capitales, ¿cuál es el que mejor sintetiza los males y las locuras de la humanidad?

Si expertos reunieran a un grupo de investigadores criminólogos, investigadores médicos, detectives de homicidios y otros practicantes de la ciencia forense y les hicieran esta sencilla pregunta, creo que la mayoría votaría por la gula. No en el sentido de Falstaff ahogándose en un barril de cerveza o de empacharse comiendo piernas de cordero, sino la gula de la vida diaria. La mayoría de nosotros vivimos como sabuesos hambrientos, babeando en la puerta trasera de la vida, esperando a que nuestro amo nos arroje algunos restos.

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Yo me considero tan pecador como el que más. En mis años como investigador, la muerte me poseía. Era todo en lo que pensaba. Vivía con el temor de morirme en cualquier momento y me distraía con masturbación crónica y comida. Para mí no era raro salirme de un lugar apestando por los cuerpos en descomposición y salir corriendo hacia el Burger King y pedir dos hamburguesas triples con queso para llevar; luego llegar a casa y ponerles más mayonesa antes de atragantarme con las manos aún llenas del talco que usamos para los guantes al examinar los cuerpos. La tranquilidad provocada por la comida, el alcohol y la masturbación me duraba hasta el siguiente trabajo o hasta que la siguiente imagen de humanos destruidos se me metiera en el ojo de la mente.

Cuando comencé mi carrera, trabajando en la oficina del juez de instrucción en Jefferson Parish, Luisiana, los investigadores forenses debían ayudar en las autopsias. “Ayudar” es un término que disfraza un poco el asunto. El proceso exige muy poco o ningún entrenamiento formal; se trata de aplicar el “frío acero” donde el patólogo forense te diga. Al cabo de un tiempo hacer autopsias se parece a hacer galletas: prendes las luces, sacas la masa del refrigerador, la trabajas un poco y la cortas. De hecho es más parecido a trabajar en una carnicería. Para cortar un cadáver se utilizan sólo los instrumentos más filosos, “de la lengua hasta los huevos”, como les llamábamos.

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Yo era bueno en mi trabajo. Mi velocidad récord era de menos de cuatro minutos. Es algo curioso cortar la carne del pecho de una persona, usar tijeras de podar para remover las costillas y el esternón. Al principio todos los cuerpos parecen iguales, pero entre más huesos destrozaba, mejor interpretaba lo que veía: balas que habían atravesado las vísceras, fragmentos de acero que habían entrado por un ojo y se habían alojado en el cerebro, corazones del tamaño de un jamón de navidad, mujeres con pechos falsos acentuados por tener la panza llenas de pastillas.

Las escenas de los crímenes no son muy diferentes. Todos piensan que son el angelito de mamá, pero en la muerte no eres nada. Los cuerpos yacen frente al investigador como cucarachas aplastadas o venados atropellados.

Como investigador, buscas evidencia; te mantienes derecho aunque te marees. Algunas veces te tomas el trabajo muy en serio; otras, apenas cubres lo mínimo. La mayoría de la gente ve a los investigadores forenses como héroes que buscan la justicia, que se preocupan por los muertos como si fueran sus familiares. Ya despierten. Es igual que la Iglesia o Hollywood: una fachada nada más. Cada cierto tiempo hay algo que se agita dentro de ti, pero la mayor parte del tiempo es pura masturbación mental sin un final feliz. Siempre hay más cuerpos que requieren ser examinados.

Las uñas pintadas de los pies de un cuerpo en descomposición.

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Hacía calor y había mucha humedad cuando llegué al motel Texas Inn ubicado en Airline Highway en Nueva Orleáns. Algún tiempo esta área tuvo mala fama por la afluencia de miembros de la mafia, pero siempre ha sido el hogar de padrotes, putas y drogadictos, que todo el tiempo se están rascando, incapaces de responder a mis preguntas. Mientras fui profesor titular en Nueva Orleáns, cualquier cantidad de homicidios, sobredosis y suicidios ocurrían en los moteles de paso de la avenida Airline. Los cuartos siempre estaban sucios, con una sustancia negra desconocida pegada en la alfombra, como si un mono con disentería hubiera cagado boligoma. Estas manchas se te pegaban a los pies como una versión asquerosa de arena movediza.

Cuando entré al cuarto del motel, un hombre de cincuenta y tantos, medio calvo, yacía desnudo en el piso, morado desde el pecho hasta la cabeza. Tenía la lengua salida, apretada entre los dientes y parecía que se le iban a botar los ojos. Tenía un condón en el pene, ahora flácido, rodeado de vello púbico seco, y su cuerpo estaba sobre un charco de heces líquidas. Los testigos y el encargado del lugar me dijeron que habían visto salir corriendo del cuarto a una mujer que acostumbraba vender su cuerpo por un poco de crack, con una diminuta minifalda y el torso desnudo, gritando. Este tipo de situación es común. A menudo las prostitutas tienen desacuerdos con sus clientes.

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Interrogué a la prostituta en la oficina del encargado mientras ella temblaba y fumaba un Virginia Slim tras otro; llevaba una sábana que le colgaba de los hombros a su diminuta minifalda y unas chanclas negras, que alguna vez fueron rosas. Nos contó que el hombre la había levantado al menos un par de veces por semana durante el último mes, y que una de esas ocasiones le había pagado por todo el día, algo de lo que ella se sentía particularmente orgullosa. Aun así me pedía que no la volviera a meter a la cárcel. “Escucha, si no hiciste nada malo, no irás a la cárcel”, le dije.

Ese día, el calvo la había levantado en la calle detrás del motel Texas Inn y le había dicho que no tenía mucho tiempo. Ella pagó por el cuarto y cuando les dieron la llave y abrieron la puerta, él comenzó a acariciarla por todas partes. Yo estaba sentado ahí, como tantas otras veces, escuchando algo que a muchas personas les parece lascivo. Para ese momento de mi carrera yo estaba muy lejos de interesarme en lo que ocurría en estos moteles, me parecía que todo daba vueltas sobre lo mismo y me esforzaba por concentrarme en los detalles.

Me contó cómo le había puesto el condón con una técnica especial que, según ella, involucraba su nariz y los dientes. Cuando ella se subió encima de él, notó que el hombre estaba rojo y estaba sudando. La tomó de los hombros y la hizo a un lado, tosiendo fuertemente y escupiéndole en la cara. Luego se le salió la lengua y comenzó a moverse y a echarse pedos.

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Resultó que el hombre había tenido un paro cardiaco. Es común que los hombres sufran de un paro cardiaco durante un encuentro sexual o cuando están matando a alguien (nada de qué sorprenderse). Pero como era costumbre, me tocaba a mí entregarle las malas noticias al pariente más cercano del difunto, así que mi compañero y yo nos dirigimos a la dirección que venía en licencia de conducir.

La víctima fue persuadida de subirse a un carro donde fue apuñalada más de veinte veces.

El lugar se encontraba en un pequeño y limpio vecindario suburbano de Nueva Orleáns. Como en muchos de los hogares en esta ciudad particularmente católica, había una iconografía religiosa en el patio; un altar para la Virgen María del lado izquierdo y otro a la derecha, para el Sagrado Corazón. Mi colega, quien usualmente andaba crudo o aún estaba ebrio, subía los escalones detrás de mí. Mientras llamaba a la puerta y sacaba mi placa de investigador escuché los pasos que se acercaban a nosotros. La esposa del hombre calvo estaba ahí.

Me presenté. Mi compañero no dijo nada. Sentí que el estómago se me contraía como siempre en estas ocasiones. Las noticias de la muerte de alguien suelen estar llenas de horror y pueden ser potencialmente peligrosas para los parientes más cercanos. Nos dejó entrar sin decir nada y justo cuando estaba a punto de decirle que su esposo había muerto, ella me dijo: “¿Está muerto, verdad?” El papa Juan Pablo II me miraba desde su sitio en la pared. Me quedé sin decir nada por un momento, perplejo, sin saber qué pensar de ella. Varias personas decían cosas similares cuando veían mi placa, pero el tono de ella me desconcertó. “Señora, le pido que se siente”, le dije. No se sentó. “¿Estaba con una puta, verdad?”

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Me dejó con la boca abierta. “Señora, por favor le pido que se siente”, repetí. Se sentó sobre su sillón cubierto de plástico, con las rodillas ligeramente separadas, las manos a los lados con los puños cerrados, estaba ligeramente hacia delante, apoyada en los dedos de los pies. “Su esposo está muerto”.

Se puso a gritar mirando hacia arriba: “¿Ha venido a decirme que me he librado de la cruz que me tocó cargar en esta vida? ¡Debe estar ardiendo en el infierno! ¡Aleluya! Dios ha escuchado mis plegarias y me ha concedido lo que le pedí. ¿Sabe usted cuántos años había esperado este momento? ¡Bendito sea Dios! ¡No podía divorciarme de él, pero Dios ha escuchado mis ruegos y me ha liberado!”

Volvió a preguntarme si estaba con una puta cuando murió y le dije que estaba con una dama en un motel de la avenida Airline. “¡Una puta! ¡Lo sabía!” Se puso a bailar por toda la sala alabando al Señor de los Cielos. Antes de irme, le dije en dónde estaba el cuerpo y que debía organizar los preparativos con una funeraria local. Le di mi tarjeta y salí de la casa hacia el carro. Se detuvo en la puerta sonriendo y despidiéndose de mí con la mano.

Eso me marcó como investigador. Fue la única vez que le llevé a alguien pura alegría, no consuelo, palabra que detesto. Cuatro semanas después mi secretaria me entregó un sobre con un grabado dorado. Es común que los investigadores forenses reciban tarjetas de agradecimiento, pero ésta era diferente. Era una invitación a una fiesta llamada “Una celebración de la muerte”. La viuda ya había dejado atrás su duelo y quería que todo el mundo supiera que se había librado de su cruz. No fui a la fiesta, pero no puedo evitar sonreír cuando me acuerdo.

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Esto es lo que sucede cuando tú y tres de tus amigos son abandonados en una camioneta por dos meses después de haber sido ejecutados.

Para cuando llegue adonde estés, habrás muerto en uno de tres lugares: en el lugar de los hechos, de camino a la sala de emergencias o en el hospital. La probabilidad de que las últimas palabras que escuches sean “te amo” es infinitesimalmente baja. La mayoría de la gente muere con el ruido apagado del equipo del hospital en los oídos, si no con los gritos de las sirenas, las descargas de los disparos, el metal aplastándose o el crujir de los radios.

Si mueres en el lugar de los hechos o en la ambulancia, tu espíritu saldrá de ti en alguna carretera federal o local. Si sobrevives el viaje al hospital, tus últimos pensamientos serán que has pasado por unas puertas dobles.

Después de que se apaguen las máquinas, te quitarán los tubos intravenosos, vaciarán tus bolsillos y serás metido en una bolsa negra de plástico “paquete para la morgue”, para que un muchacho que intenta ganarse un dinero mientras estudia la universidad se lleve lo que quede de ti hasta el fondo de un pasillo. Te va a golpear contra las paredes en el camino, va a saludar a la enfermera a la que se quiere coger y le preguntará si ya es la hora de la comida. Te llevará en una camilla rodante hasta la morgue, forcejeando con la puerta, pues nadie más estará ahí para ayudarle. Para ese momento nadie estará interesado en ti, ni siquiera la encargada de limpiar la sangre que dejas en el piso de la sala de emergencias. ¿Para qué?, pensará mientras exprime tu sangre en una cubeta. Esos tipos van a volver a hacer todo mal.

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El joven estudiante te tomará de los pies y te arrojará a la plancha fría de acero. Después de forcejear contigo lo suficiente para poner tu cuerpo en la plancha, se pellizcará al dejar atorado el dedo entre tu hombro y la plancha y las últimas palabras que serán dirigidas a tus oídos serán un apagado “pedazo de mierda”, antes de que te arrojen al compartimento. A pesar del frío, tu descomposición comienza.

El autor se toma una selfie de reflexión mientras investiga un caso de violación, tortura y homicidio.

Si es muy necesario, el médico pedirá tus restos para echarle un último vistazo. Un patólogo que alguna vez conocí le llamaba a este proceso “hacer canoas humanas”. Tu cuerpo será medido, pesado, abierto y dividido. Algunos fragmentos de tus órganos serán conservados en unas cosas que parecen contenedores de crema batida, y el resto se pondrán en bolsas de basura para después meterlos a fuerza en la cavidad de tu pecho. Después cerrarán tu torso cosiéndolo con puntadas que parecen las de una pelota de béisbol.

Si a tu familia le importas, tal vez pidan tu cuerpo. Al cabo de un tiempo serás removido a un “hogar” elegantemente decorado y construido con las ganancias que dejan los muertos. Tus seres queridos más cercanos se sentarán sobre unos sofás y sillas con tapices muy costosos; estarán llorando. Mientras mandan llamar al sacerdote y hacen los pagos necesarios, tú estarás en el cuarto de atrás. Te drenarán la sangre y la reemplazarán con unos fluidos que tienen un olor tan dulce que marea. Nuestros muertos son preparados y transportados para la eternidad por quienes nunca la han conocido; años después las familias dicen que aún están buscando “consuelo”. En última instancia hemos institucionalizado nuestro comienzo al igual que nuestro fin. Mientras los muertos ofrecen un último adiós, son honrados con presentaciones en Power Point, con música de fondo que creemos que les gustaba. Todo resulta tan barato y absurdo como cuentas de abalorio.

Dálmata feliz, hombre infeliz. Se mató en el cuarto de juegos del niño.

Hay un viejo dicho entre investigadores forenses: “Hablamos por aquéllos que ya no pueden hablar por ellos mismos”. ¿Realmente los muertos quieren que alguien hable por ellos?

Esta última idea conecta todo muy bien y nos hace más fácil como pueblo el ignorar la muerte y las grandes preguntas que podamos tener acerca de la vida. Resolver misterios se vuelve monótono después de un tiempo, al menos así fue para mí. Nada de lo que hice como investigador evitó que las personas se siguieran matando unas a otras o se suicidaran; me la pasé respondiendo a las mismas preguntas. Los seres humanos rara vez aprenden, si acaso aprenden algo, de las decisiones de otros. Todo lo que queda es el registro de hombres y mujeres hinchados y olvidados, niños torturados y gritos.

Hace algunos años me tocó estar a cargo de una alumna que había sido elegida para una pasantía de verano en Atlanta. Su licenciatura era antropología física y, a juzgar por nuestra conversación telefónica, conocía muy bien su materia forense. Pensamos que sería una buena candidata.

El verano es la época más alta en la descomposición de los cuerpos y junto con el calor viene una serie de cadáveres hinchados, cada vez más cada semana. Si un estudiante va a ejercer, ésta es una verdadera prueba. Estas pasantías son muy competitivas y teníamos que ser muy selectivos.

La estudiante llegó a las 6:30AM, la hora en que comienza el primer turno. Cuando entró al área de investigación, nosotros tres, que estábamos tomando café, no pudimos evitar mirarla con sorpresa. De su cuello colgaban dos o tres collares de cráneos. En las muñecas tenía brazaletes con picos. Llevaba una ombliguera de Misfits que descubría un estómago y un ombligo más blancos que el papel, adornado con piercings que brillaban. Llevaba una minifalda gris con negro, con un cinturón de piel color negro, cuya hebilla tenía la forma de un revólver. Se presentó y nos preguntó si había alguna autopsia que pudiera presenciar ese día.

Otra selfie en la escena del crimen, tomada por el autor, en el lugar donde hubo un tiroteo.

Desde luego, dado que éramos investigadores brutalmente honestos, todos le dijimos: “No vestida de ese modo”. Todo en lo que pensábamos era en la muerte; todo el día, todos los días. Pero evitábamos las connotaciones de morbo, no nos gustaba que los parientes a los que debíamos notificar de algún deceso nos vieran como los Ángeles de la Muerte.

Ahora doy clases en la universidad y de vez en cuando veo a algún estudiante caminando por el campus con las uñas pintadas de negro, el cabello teñido de negro, la piel blanca como el mármol, rogando experimentar la muerte. Yo sonrío y pienso: Qué bueno que no soy yo el que tendrá que darles la noticia a los padres.