Este artículo hace parte de la edición de junio de VICE.
Con el traje de baño azul, la gorra azul y plateada, la argentina Ludmila Brzozowski se sienta en las venecitas blancas del borde de la piscina de L´Illberg, en Mulhouse, Francia. Apoya los pies en la escalera. Se acomoda las gafas y en el lado izquierdo engancha la pinza que le apretará la nariz, le cerrará las fosas nasales para que el aire no se le escape. Se pone el collar plúmbeo: dos kilos doscientos gramos. Se moja los brazos, las piernas y con las manos sobre la escalera, suave, gira hacia la derecha y entra a la piscina hasta la cintura. Son las 10:17 de la mañana. En los próximos tres minutos podrá relajarse, concentrarse o sumergirse. Luego, si no lo decidió antes y no quiere quedar fuera de la competencia, deberá sumergirse y, mientras nada, resistir las ganas de respirar.
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Inspira por la nariz, exhala por la boca. Al inspirar lleva el aire a la parte baja de los pulmones. Siente cómo la panza se expande. Disciplinada, como si acomodara estantes, lleva el aire hacia el pulmón izquierdo, lleva el aire hacia el pulmón derecho. Luego sigue, lleva el aire hacia la panza. Inspira en un tiempo, exhala en el doble: calma el corazón, ralentiza las funciones corporales. Siente cómo trabaja el diafragma: elástico, casi blando.
— Two minutes —La voz de la locutora retumba en la piscina francesa.
—Dos minutos —El jurado español traduce el tiempo de descuento.
—Quedan dos —La voz tibia de su hermana Eloísa.
Brzozowski relaja cada centímetro del cuerpo: el paladar, la lengua, la mandíbula, el entrecejo, varios músculos. No todos: algunos se activarán automáticamente apenas se sumerja. Otros, como la glotis o los esfínteres, deberán estar anestesiados.
Agarrada del borde, toma un trago de agua: ni muy fría ni muy tibia. Intenta evitar las reacciones corporales. No quiere hidratarse. No quiere tener ganas de tragar ni de orinar. Sólo se moja los labios y la boca: un ritual interno que la ayuda a manejar la ansiedad de los tres minutos del conteo. Los tres minutos antes de la prueba mundial.
Se seca la cara, los costados de la nariz para que la pinza le calce, con una toalla roja de microfibra que le regaló su hermana mayor, Eliana. Se queda quieta, como suspendida. Trata de no pensar. Pensar consume oxígeno y si se le cruza un pensamiento inoportuno la frecuencia cardíaca puede dispararse.
Trata de no pensar y no piensa. No piensa en aquella noche en las afueras de la ciudad, dentro de la camioneta, con su novio. En la advertencia: “Si gritás, nadie te va a escuchar”. No piensa en el primer golpe, el ahogo, el tercero, las lágrimas, el olor de la vergüenza. No piensa en los correos que él le mandó después. En la pesadilla repetida: ella encerrada dentro de una cueva y, altísima, la salida. No va a pensar en los intentos de escaparse. Trata de trepar aunque lo único que sube sin detenerse es el agua: ya le llega a los tobillos. Grita con todas sus fuerzas pero nadie la escucha o nadie la ayuda, que para fines prácticos y oníricos viene a ser lo mismo, y el agua lenta pero constante le moja los muslos sin detenerse. Allá arriba, la luz, la salida de este encierro y ella trepa infructuosa y el agua sube inexorable. Gritos y más gritos. Agua ascendiente. Agua no clorada. Gritos que cruzan la barrera del sueño y entran en lo que llamamos vigilia y su perra, Sissí, que, al parecer inquieta, le lame la cara hasta despertarla.
Pero no. No va a pensar en aquella noche ni en las que siguieron: todo eso permanece sumergido. Sabe, está en una situación peligrosa. Tiene frío y debe concentrarse. Trata de domesticar la adrenalina. De pie, al borde de la piscina, hay personas que hablan en idiomas que no entiende, personas que sacan fotos, que filman, la miran, cuchichean. Un susurro puede ser más brutal que un grito. Concentrada, cierra los ojos, se suspende en la respiración.
Después de estos minutos que odia, nadará. Para eso se entrenó tanto. Para eso movilizó a su familia, escribió mails, hizo notas y llamados. Pero llega el pensamiento indomable: “¿Qué hago acá?”.
Se pone la pinza en la nariz. “Hago lo que me gusta hacer”. Inspira y exhala por la boca: la saliva se acumula debajo de la lengua, tiene ganas de tragar pero lo evita para no tensar la glotis. Sólo escucha la voz del conteo. Falta poco y, como si trabara una cerradura, ya no deja entrar a nadie en el túnel que va a recorrer.
Desde afuera, dice su hermana Eloísa:
—Un minuto.
Brzozowski respira por la boca, bloquea los sonidos, entrecierra los ojos, esfuma lo que visualmente le molesta. Agarrada del borde, se solidifica. Define los límites del túnel al que va a entrar: un túnel imaginado, rígido y protector.
Siente, pero no puede distraerse. Sabe, dentro del túnel, que la muerte se encuentra ahí nomás: junto a ella, bucea como su sombra.
Acentúa la respiración. Inspira, exhala profundo. Sigue exhalando un poco más, sin vaciar los pulmones. Escucha el viento que por dentro le recorre el cuerpo. Siente la panza chata, vacía, como un acordeón aplastado. Un túnel impermeable. De a poco, sumerge el cuerpo hasta el cuello. Lo hunde. Se vuelve animal. Abre la boca y en una bocanada continua y voraz aspira durante cuatro o cinco segundos. Los pulmones se van llenando: desde abajo, bien abajo, hacia arriba y los costados; se expanden, aprietan la panza, se dejan abrazar por las costillas y cuando los siente casi llenos, con la boca cerrada, acomoda la lengua contra el paladar, se queda quieta, sintiendo el corazón. Un bayo galopa en sueños. Bum, bum, bum, bum, que entre tanto silencio interno aturde. Brzozowski, apenas abre la boca y sigue “empaquetando” aire, lo mete hacia adentro con la lengua. Tres, cuatro o cinco veces.
— Thirty seconds.
Acomoda el cuerpo, entreabre los ojos que cerrados miraban hacia dentro y los orienta hacia delante, como trazando una línea hasta el otro borde de la piscina. No piensa en las denuncias falsas de su exnovio, el llanto en la vereda de esa comisaría, a punto de desmayarse, sin saber qué hacer, cómo actuar. No piensa en que descubrió que seguir peleando contra todo eso la dañaba y decidió sumergirse y llorar: que las lágrimas flotasen. Olvidar a través de la apnea. No piensa en eso sino que se impulsa hacia arriba y se deja caer bajo el agua, empujando los dos pies contra las venecitas. Explosiva, entra en este túnel impermeable. Hace un círculo con los brazos y avanza sin mover un músculo: una mano sobre otra bien adelante, la cabeza hacia el piso, los ojos cerrados, las piernas flojas: escuchando, bum bum, el ritmo cardíaco.
Relajada, entra en otra dimensión. Disfruta. Avanza y avanza dentro de sí misma. Se incluye en ese medio acuático, lo inunda; pertenece. Trata de prolongar el momento aunque, alerta, fija la vista en la línea negra del piso. Siente su cuerpo: los músculos relajados para no consumir oxígeno, para no perturbar el deslizamiento. Atenta, mantiene la horizontalidad.
Aunque allí abajo el tiempo pase diferente y no haya minutos ni segundos sino una lentitud que se alarga tridimensional, cuatro segundos después, desde el borde de la piscina, los jueces ven cómo justo cuando está por perder la inercia y el cuerpo empieza a detenerse, da una brazada de pecho que la impulsa con firmeza.
Escucha el silencio. Un silencio cada vez más espeso, denso, amniótico. Cada tanto, algunos sonidos penetran la masa acuática y le llegan, lejanos. No puede distinguirlos. ¿Qué son? Se pierden en el camino. ¿El pataleo del buzo de seguridad que la acompaña vestido con traje de neopreno y patas de rana?
Siente, pero no puede distraerse. Sabe, dentro del túnel, que la muerte se encuentra ahí nomás: junto a ella, bucea como su sombra.
***
A los 22 años, Ludmila Brzozowski pesaba 110 kilos. No tenía una panza enorme sino las piernas macizas; la cadera, ancha.
Cinco años antes, al terminar la secundaria en Bahía Blanca, una ciudad al sur de la Provincia de Buenos Aires, empezó a estudiar el profesorado de Educación Física. Después de un año, dejó la carrera. Le gustaba hacer deportes, no enseñarlos. Se mudó a la ciudad costera de Mar del Plata donde su hermana mayor, Eliana, cursaba un doctorado en Ciencias de los Materiales, y se anotó en Arquitectura. Le iba bien. Siempre había sido robusta pero en ese momento estaba flaca. Caminaba a la facultad para ahorrar el dinero del transporte y tenía buenas calificaciones.
A los 20 años, durante unas vacaciones, volvió al pueblo de su infancia: Río Colorado, en la Provincia de Río Negro. Aquel lunes de julio de 1998 era de noche cuando prendió la televisión y vio, en la pantalla, las imágenes de un accidente de auto. En primer plano, una nena inmóvil: en los brazos de un bombero.
La reconoció de inmediato. De adolescente, Brzozowski la había cuidado tardes y tardes. Unos días después, volvió a Mar del Plata. “No le digas nada a tu hermana, que está preparando la tesis de doctorado”, le pidieron sus padres. Durante tres meses, simuló: Eliana le preguntaba y ella respondía. Hablaban de los vecinos como si estuvieran vivos y, cada vez, volvía la imagen del accidente, el bombero, la placa del canal. En ese momento empezaron las pesadillas.
No comía compulsivamente, comía mal: poca carne, casi ninguna verdura. Comía papas, fideos, arroz, guisos, tortillas, ñoquis, y tomaba mucho café. Dormía poco. Todo el día estudiando o dibujando planos o haciendo maquetas.
Le costó empezar la facultad. Pensaba: la vida cambia en un instante.
Suele ser más corta de lo que una imagina. De repente, todo lo que uno conoce se acaba. Y decidió dejar los estudios de Arquitectura.
Hubo profesores que la contactaron para que volviera. Intentó retomar. Sin ir a clases, presentó los exámenes de todos los cursos de Historia de la Arquitectura. Trató de cursar por las noches: de día trabajaba en un locutorio. Hasta que se cansó. La vida cambia en un instante.
Volvió a su casa en Río Colorado. En su familia, nadie entendía por qué dejaba una carrera en la que le iba tan bien. Fue una época de culpa, de discusiones, de lágrimas y gritos. Fue una época de comer y comer. Se vestía con ropa grande y oscura. Hasta ese día, a los 22 años, en que decidió pesarse: se bajó de la balanza en el momento en que la aguja, moviéndose, superaba los 110 kilos. Dice, no sabe hasta qué número iba a llegar.
No era gordura fofa sino maciza. Conservaba cierta agilidad, la fuerza que había conseguido nadando desde chica; pero los pantalones no le entraban, no quería salir con las amigas, la vergüenza le desbordaba la piel. Ya era tímida: se descubrió encerrada en sí misma. “¿Por qué no vas a ver un psicólogo?”, le decían. “Puede hacerte bien”, le decían. “Soy la única que puede hacerme bien”, decidió ella.
El primer día no comió dulces, harinas ni azúcar. Disciplina. El segundo día se desesperó. Disciplina. Y el tercer día, disciplina. El cuarto, disciplina. El quinto. El sexto. Se mantuvo férrea, inmutable, durante treinta días. Empezó a caminar. De noche, a oscuras, en las afueras de la ciudad, donde nadie la veía.
Al mes, había bajado ocho kilos. El cuerpo ya no le pedía azúcar ni harina. Disfrutaba de comer sano. Empezó a hacer gimnasia en su casa. Su hermana le grababa casetes y ella, al ritmo de Flashdance, corría sin moverse del lugar, frente al espejo, durante diez minutos. Cuando se sintió más liviana, corría en el parque de su casa, en un circuito de 70 metros, con su perra, Sissí, y sus hermanas. En invierno, se ponía un pasamontañas. Corría diez vueltas. Quince vueltas. Veinte vueltas.
Para salir del encierro, decidió buscar trabajo. Por las mañanas, ayudaba a su papá, médico clínico y cirujano, en el consultorio. Ordenaba y clasificaba medicamentos. Por la tarde, trabajaba como voluntaria en la biblioteca del pueblo. Durante cinco horas, llevaba libros, subía y bajaba escaleras, acomodaba decenas de ejemplares en los estantes; de otro modo, entrenaba. Y cuando en la casa se rompió el lavarropas, lavaba a mano y planchaba las remeras y los pantalones de los cinco hermanos.
Corría en la calle, andaba en bicicleta, saltaba la cuerda en el patio de la casa, se animó a una clase de gimnasia aeróbica en el gimnasio del pueblo. Un año después de bajarse intempestiva de aquella balanza, pesaba 65 kilos.
No sólo le había cambiado el cuerpo. Pensó: ya no era la misma. Pensó, la persona de 45 kilos que parasitaba dentro de ella, que no la dejaba moverse, que no la dejaba ser quien quería, se había alejado. Ahora tenía actitud, perseverancia y paciencia. En los años que siguieron, empezó a salir a bailar, se enamoró, se puso de novia y creyó que sería para toda la vida. Pensó, todo iba a ir mejor.
***
Por el movimiento, la frecuencia cardíaca aumenta. Pero al cuerpo le falta oxígeno, los vasos se estrechan, menos sangre llega a las articulaciones y los latidos vuelven a su equilibrio. Bum bum, el bayo galopa lento.
Como si tuviera un sexto sentido, Brzozowski percibe lo que pasa dentro de ella y, a la vez, se escinde y ve su cuerpo desde fuera. Una mano sobre la otra. Entonces surge la patada de rana sobre la línea negra que marca la mitad del carril. Percibe el agua, el frío cada vez más intenso; la fuerza de los brazos y piernas que, sabe, luego sentirá agarrotados; el deslizamiento, la inercia, la posición para no flotar ni hundirse.
Brazada, patada. Evitar la ansiedad, ejercer la paciencia, aceptar lo imprevisto. Dentro del traje de baño, el agua le roza la piel. Le recorre la espalda, las piernas, los pechos. Es fría todo el tiempo pero ahora este frío no molesta: la hace liviana, la erotiza. Con la punta de la lengua, Ludmila Brzozowski siente que el placer tiene gusto a cloro.
Y el cuerpo ya supera la línea roja que marca la mitad de la piscina, los 25 metros. Y ella, en cámara lenta, sola, dentro de este túnel inmenso. Aunque se mueve hacia delante el cuerpo, en pausa, no lucha. Sólo transcurre. Afuera, el juez principal de la competencia y los cinco auxiliares que lo siguen en fila caminan sobre el borde de la piscina, acompañan el recorrido.
Brzozowski estira el brazo derecho, tracciona con el izquierdo. Se siente una bailarina. Y luego, antes de perder la inercia, patada. El piso se ilumina diferente: un flash. Por un momento, el túnel parece difuminarse. Se da cuenta de que no está sola, pero sigue contando los ciclos: brazada, deslizamiento, patada. Sólo le falta uno para llegar al borde cuando siente un tirón leve cerca del esternón.
Tac: apenas perceptible. Tac: más simbólico que doloroso. Algo que aprieta desde y hacia dentro: una señal. Los músculos respiratorios despiertan. En las arterias, venas y capilares falta el oxígeno, hay demasiado dióxido de carbono. Una alerta. El cerebro percibe que el potencial de hidrógeno (PH) de la sangre cambia, se acidifica. Lo que Brzozowski sabe, pero el cuerpo desconoce, es que esto es sólo el comienzo. Cualquier otra persona entraría en pánico. Sacaría la cabeza del agua. Emergería desesperada para poder respirar.
***
A fines de 2004, dejó de trabajar en el locutorio y entró como administrativa en una fábrica de mates para regalos empresariales. Estaba contenta pero se sentía cansada. Los sábados y los domingos no tenía ganas de salir: dormía. Sus amigos le decían que pese a tener 27 años parecía una vieja. Corría detrás del autobús y se agitaba. Iba al gimnasio una semana, pero dejaba a la siguiente. Adonde fuera, el frío la acompañaba. Los dedos pálidos, las uñas violetas. Humedad en los pies y en las manos.
También se olvidaba de las cosas. Al principio, en el trabajo. No le dio mucha importancia. Pero un día volvía a su casa en autobús y descubrió que no sabía en qué parada bajar ni por qué se había subido. Trató de calmarse. No sabía a quién hablarle ni qué decir para que la ayudaran. Estaba aturdida. Un aturdimiento a la altura de las orejas que convertía lo que la rodeaba en una totalidad confusa y latente.
Vio algo en una esquina. Nunca supo qué y tampoco importa demasiado, pero se dio cuenta de que allí cerca estaba su casa.
Pensó: debía ser cansancio. Lo soportó durante meses sin consultar a ningún médico. Tenía que sobreponerse. Hasta que a principios de septiembre de 2005 una ginecóloga le pidió que se hiciera unos análisis de rutina.
Unos días después, luego de que el enfermero le clavara la aguja en el brazo extendido, quedó impresionada por el color de la sangre, un rosa pálido y turbio. El enfermero también se sorprendió.
A las horas, la llamaron del laboratorio. Habría que repetir el análisis. De ser posible, esa misma tarde. Seguramente se trataba de un problema con los reactivos, dijeron.
***
No es una contracción marcada, sino un primer indicio, un llamado de atención del cuerpo que se halla extraño en ese entorno blando. Brzozowski da la vuelta suave, controlada, y siente que la panza se mete hacia dentro como un caracol al que le rozaron las antenas.
¿Cómo hacer para que el cuerpo deje de defenderse y se entregue? Para que abandone el reflejo de inmersión y acepte, cada vez más, el dióxido de carbono que se acumula y satura la sangre. Acepte, cada vez más, seguir con poco oxígeno. Acepte, contra toda lógica, morir de a poco.
La única forma de dominar esa sensación brutal de sacar la cabeza y abrir grande la boca para recibir oxígeno es entrenar mucho. Meditar aún más. En el momento en que aparece la primera contracción diafragmática, una especie de hipo, hay que tranquilizarse. Dominar la adrenalina. Más allá de los podios, competir contra uno mismo.
En Francia, en Bahía Blanca o en las montañas alemanas, donde a pesar de que no había piscina, Brzozowski entrenaba en seco: con la pinza en la nariz, subía la montaña sin inhalar ni exhalar. Conteniendo la respiración, repitiendo la frase: “Empezar por lo necesario, dedicarse a lo posible y, sin saberlo, superar lo imposible”. Así daba vueltas a un lago, contaba sus pasos.
O en la cama, desde hacía meses, antes de cerrar los ojos, pensándose en este momento, imaginándose cada etapa, el comienzo lento, el disfrute, la lucha contra las contracciones y el frío. La posibilidad de que la pinza de la nariz se saliera, de que entrara agua en las gafas. Pensando en los videos que había visto de la piscina, recorriéndola detenida, acostada en su cama de Bahía Blanca, una y otra vez hasta estar segura de que lo haría. Y, entonces, lo que vendría después, el festejo, el abrazo con su hermana Eloísa.
Va girando el cuerpo, toca con los pies las venecitas azules, cincuenta metros y los pies se pegan a la pared de la piscina. Otra vez, el empujón. Estira el cuerpo. Espera, antes de la primera brazada, mientras se desliza continua debajo del agua, que aparezca la primera contracción diafragmática, una especie de hipo. Aparece, todavía suave, como superficial. Como si el cuerpo aún no estuviera desesperado. La sangre se acidifica. Con más intensidad, el cerebro manda órdenes para activar la respiración, renovar el aire y estabilizar el PH. Como un auto con el motor encendido al que le tapan el caño de escape. No piensa. Intenta disfrutarlo. Brazada, patada.
Aquí abajo, no hay minutos ni segundos: el tiempo está dentro del cuerpo. Un tiempo de descuento, como el de un reloj de arena, sólo que arriba en vez de arena hay oxígeno que desciende empujando la asfixiante mezcla de dióxido de carbono y ácido láctico.
Brzozowski mira el piso: no el que está delante, ni el que está atrás ni a los costados, mira el piso debajo de sus ojos. Avanza sobre la línea negra y ve pasar azulejos y azulejos. No piensa en los metros. Sólo en ir, en contar las brazadas para no chocar con la pared y para saber, certera, cuánta fuerza le queda.
Lleva el cuello relajado. El collar no molesta, sumergida no siente los más de dos kilos, pero sí los balines de plomo rozándole la nuca. Brazada, patada. No levanta la cabeza. El agua estira el placer del sufrimiento. Las contracciones, primero pausadas, se van haciendo más seguidas. Molestan, pero no las sufre. Se adapta a ese ritmo. Coordina la brazada para hacerla justo después de la contracción. Cuando el diafragma se contrae, el resto del cuerpo se relaja. Hay un cierto compás: una armonía forzada y brutal.
Los ocho ciclos de la primera piscina no son suficientes para alcanzar el borde. Necesita algo más, una patada extra. Tiene ganas de tragar, pero las reprime. Se entrenó para esto y va a alcanzarlo. Coordinar las brazadas ya es difícil. El ritmo cardíaco baja. Los vasos sanguíneos se estrechan, el consumo de oxígeno se reduce. La presión intratorácica aumenta en todas las direcciones. La sangre se redistribuye, lenta, hacia el corazón, los pulmones y el cerebro. Llega menos a los brazos y las piernas, que empiezan a pesar. El sistema nervioso contrae los vasos sanguíneos periféricos. Brzozowski tiene ganas de exhalar. De tomar agua: a pesar del cuerpo sumergido, tiene la garganta reseca. De respirar: el aire está ahí nomás, a una decisión de distancia.
La sangre circula aún menos hacia el cerebro, el corazón, los pulmones. El ácido láctico se acumula. Los músculos se contraen aún más. Como si algo los quemara desde adentro, arden intensamente. Brzozowski piensa: si ayer, en la prueba clasificatoria, respirando así hice ciento treinta y un metros, hoy que todo viene bien, tengo que poder un poco más. Sólo eso. Un poco.
El vaso se contrae, libera glóbulos rojos que ayudan a metabolizar parte del ácido láctico y prolongan la apnea. A pesar de los 28 grados Celsius del agua: frío de huesos, la cabeza helada, los pies lejanos y torpes. Aun así, disfruta estar ahí abajo. Se estresa un poco pero sigue hasta el borde.
Como en un continuo de espacio y tiempo que se repite, Brzozowski mira la línea del fondo y avanza, conteniendo la respiración, viendo a ratos el movimiento en su costado y la sombra que el buzo de seguridad proyecta en la pared, cada vez que se acerca al borde. Gira levemente a la derecha y con la mano acomoda el cuerpo, empuja los pies contra las venecitas: cien metros.
En el carril de al lado, un segundo buzo la filma, un tercero le saca fotos. Piensa: llego a la línea roja de los 125 y decido qué hacer. Carga el frío, dentro, como a un órgano más, un órgano difuso y cambiante. Piensa: primero, llegar hasta ahí. El silencio empieza a ajarse. El oído se despierta. El flash de un fotógrafo, la voz de la locutora que lejana retumba en el natatorio, diciendo algo incomprensible. Antes de impulsarse hacia la tercera piscina, cierra los ojos. Sigue mirando, aunque ahora hacia dentro. Ve un azul puro y liviano. Piensa: prometí ser prudente. Y luego de empujarse con ambos pies contra el borde, piensa que ser prudente no se opone a asomarse al precipicio.
— Vos no deberías estar viva —dijo la médica.
Brzozowski no entendió.
—¿Cómo?
—Un tiempo más así y te encuentran muerta.
El análisis del 9 de septiembre de 2005 indicaba que la hemoglobina, proteína que en los glóbulos rojos transporta oxígeno, estaba muy baja. Ludmila siempre había tenido tendencia a la anemia. Nunca le daba importancia. Tomaba los comprimidos de hierro unos días y los dejaba porque le caían mal. El nivel promedio de una mujer está entre 12 y 16 gramos por decilitro. Brzozowski tenía 6,2. El hemograma también decía que el valor de los hematocritos (que miden la cantidad de glóbulos rojos) era de 25 %, cuando lo normal es de 38 a 46 %.
—Estos son niveles para una transfusión.
Pero ella no había tenido una hemorragia. El descenso había sido progresivo. El aumento también debía serlo. La doctora llamó al padre de Ludmila. Juan Brzozowski, cirujano y clínico, pidió que le faxearan el análisis. No lo podía creer. Al día siguiente, viajó a Mar del Plata. La revisó. Caminaron por la playa. De a ratos, padre e hija se detenían para que él le tomara el pulso. Aún hoy, el hombre sigue repitiendo que era increíble que siguiera respirando.
Brzozowski tenía que recuperarse, pero también entender por qué le había pasado eso. Su padre volvió a Río Colorado. Al poco tiempo llegó su madre, Camila, y se quedó un mes. En la sala de una clínica ortopédica, entre prótesis, piernas de plástico y aparatos, una vez por día, durante diez días, ella se acostaba en la camilla, se bajaba el pantalón y sentía, en la pierna, el pinchazo inicial y luego el hierro, espeso, entrándole en el cuerpo. Un dolor indeterminado, fluctuante, devastador. En tandas, fueron cincuenta inyecciones. En la fábrica de mates para regalos empresariales trabajaba en negro: por miedo a que la echaran, no quería faltar. Cuando su jefe no la veía, para mitigar el dolor de las inyecciones, se arrodillaba frente a la computadora.
Los niveles de hemoglobina y hematocritos aumentaban. Comía carne que le preparaba su madre. Comía hígado, aunque le parecía asqueroso. Obedecía a su médica: no se entrenaba, no corría ni caminaba. Iba más al hematólogo que al supermercado. Se hizo análisis de sangre: ferritina y ferremia. Se hizo una endoscopía y una colonoscopía simultáneas: una cánula con cámara por la boca, una cánula con cámara por el ano. En el medio despertó, mareada por la amnesia. La volvieron a dormir. Se hizo estudios del corazón y otros estudios de los que no recuerda el nombre.
No era celíaca. No tenía “anemia del Mediterráneo”—conocida también como talasemia— ni problemas de médula. Tampoco cardíacos. Los médicos no encontraban causas ni señales de por qué había llegado a estar así. Fue a ver a un hematólogo y a un oncólogo. Le dijeron que, tal vez, era una enfermedad autoinmune o, quizás, una displasia vascular en el intestino: pequeños agujeros, mínimos, que se abren en el intestino ante nervios o estrés. Le dijeron que, si existían, le quitarían el fragmento de intestino perforado. Sin embargo, los valores de hemoglobina y hematocrito seguían aumentando. Para febrero de 2007 ya se sentía bien. Corría ocho kilómetros por día.
Se recuperó, le dijeron. El problema habría estado en la mucosa del intestino delgado. Allí, en algún trámo recóndito, tenía sectores “ulcerables” que, ante situaciones de estrés, se abrían. Desde ese momento, cada cuatro meses, se hace análisis de sangre. Sin quererlo, por tener pocas proteínas que lo transportaban, su cuerpo aprendió a ahorrar oxígeno. Vivió morado, seco, taquicárdico y asfixiado, pero pudo hacerlo. En vez de anularse, se adaptó a la situación.
Brzozowski transformó la contingencia que casi la mata en posibilidad deportiva. Pasó de la frase “vos no deberías estar viva” a ser la mejor de todo el continente americano en apnea dinámica sin aletas: la que en la historia del deporte llegó más lejos. La que hizo lo que nunca antes alguien había podido hacer.
¿Cómo marcar el límite entre quedar en la historia para siempre o morir ahogada?
***
La inercia la hace avanzar aunque dentro de ese bloque enorme de agua cristalina su cuerpo se mantiene quieto. Avanzan. Brzozowski y la necesidad de respirar. Ahora sí los metros le interesan: dos piscinas, ya va cien. La dilatación de los vasos sanguíneos del encéfalo es mayor. La entrega de oxígeno a los órganos no vitales disminuye aún más: ¿Para qué necesitan oxígeno los brazos y las piernas si poco a poco el cuerpo se va muriendo? El frío inunda: los dedos se ponen morados. Con espuma en la boca, el bayo se mueve lento. La sangre circula hacia el cerebro. Brzozowski siente como si no nadara sola, como si detrás, amarrada a la cintura con hilos acuáticos e invisibles, llevara una ballena dormida.
Próximo objetivo: 125 metros. Cuenta las brazadas. Van cuatro, pero la línea roja que cruza perpendicular y marca la mitad de la piscina no aparece. Sorprendida, Brzozowski levanta la cabeza del piso y la ve ahí nomás pero, se da cuenta, ya no se impulsa como antes.
Piensa: “Una brazada más, cinco”. Piensa: “Casi no deslizo”. En algún lugar, no podría decir dónde, con menos sangre, las manos se entumecen. Por dentro, la dureza avanza cada vez más rápido.
Entrenó la flexibilidad de los músculos respiratorios, de la caja torácica, del diafragma; entrenó la tolerancia a la acumulación de dióxido de carbono y ácido láctico, entrenó para resistir la mayor cantidad de tiempo posible debajo del agua. Entrenó mucho: pudo superar el punto de quiebre, el cuerpo no le va a avisar que debe salir. El cerebro ya no emite alertas. Sacar la cabeza del agua es una decisión personal. ¿Hasta dónde seguir?
El cuerpo no le va a avisar que debe salir. El cerebro ya no emite alertas. Sacar la cabeza del agua es una decisión personal. ¿Hasta dónde seguir?
¿Cómo marcar el límite entre quedar en la historia para siempre o morir ahogada? La pregunta, hecha por quienes establecieron las reglas del deporte, tiene su correlato en el reglamento. Las marcas sólo valen si al emerger el apneísta supera una prueba. Agarrado contra el borde después de cinco segundos, debe tocar un disco amarillo que el juez principal le pone delante. Si se excedió, si estuvo debajo del agua más tiempo del que su cuerpo soportaba, estará mareado, no entenderá lo que sucede, de modo que no podrá tocar el disco y su marca no va a servir. Así, los jueces se aseguran de que en este tipo de competencias no se produzcan fallecimientos a mansalva.
Da una brazada más, la quinta desde que salió del borde, y pasa sobre la línea que marca la mitad de la piscina. Piensa: quedan dos tramos: ciento treinta y ciento treinta y cinco metros. ¿Llego? ¿Cuál es la brazada de más? ¿La segunda? ¿En qué momento el túnel hermético y seguro se transforma en un abismo de asfixia del que no se puede escapar?
¿O la tercera? ¿En qué momento el cerebro deja de luchar contra la ballena enorme que parece abrir los ojos y tratar de zafar de esos hilos invisibles que la unen al cuerpo frágil y diminuto de la apneísta? Brzozowski no conoce las marcas que han hecho las otras nadadoras. No vino a buscar una medalla sino a competir con ella misma. Quiere llegar a los 130 metros.
¿Cuál es la brazada de más que hace que el cerebro ceda y se abandone a esa tranquilidad apacible que llamamos muerte? Piensa: “Seis, mierda”. Piensa: “¡Vamos!”.
El ácido láctico acumulado molesta. Piensa: “La fuerza disminuye”. Las contracciones vuelven violentas, profundas: el cuerpo corcovea. Aparece la fortaleza mental. Piensa: “Debo seguir”. Pero la panza se mete hacia adentro, como si quisiera pegarse a la columna y sumergirse en las costillas.
¿Cuál es la brazada que hace que ya nada importe? Brzozowski se acuerda de la promesa que le hizo a su familia y también la que se hizo a sí misma. Puede superar la marca de la preparación. Piensa: “Voy a esperar que las dos promesas se crucen y, entonces sí, voy a salir”.
Se acerca al borde, pero avanza. Algo dentro de ella quiere seguir. La prudencia la empuja hacia el costado: ¿cuál va a ser la última brazada? La cercanía a la pared la saca del túnel inmenso, de los azulejos que pasan y pasan. Acercarse al borde es una forma de obligarse a salir: de pensar si no es el momento de esa gran inspiración que la vuelva, otra vez, humana. Porque a pesar de las contracciones, del padecimiento, siempre hay algo, una sombra oscura e inquietante, que la incita a seguir, que le pide más y más metros.
Por el altoparlante, la locutora habla en francés. Su hermana le grita. Dos eternas sílabas de angustia.
—¡Saliiiiiií!
Brzozowski piensa: “Siete. Una, una más y salgo”. Eloísa suena desesperada. Habían hecho un acuerdo: cuando su hermana se acercara hacia al borde, ella iba a gritar, para despertarla, para traerla de nuevo a este mundo y convencerla de seguir viviendo.
—¡Salíííííí!
Brzozowski escucha, lejano, un bullicio invasivo y ruidoso, que no molesta. Piensa: “La última es la séptima”. Piensa que puede.
Dentro de ella, el nivel de presión de oxígeno es tan bajo que el cerebro se va apagando lento. Las contracciones ya no se sienten. El cuerpo se inunda de una sensación de felicidad. Como cuando después de comer, sentados en un sillón bajo el sol, nos acomodamos y, lentos, nos alejamos de la vigilia. El bayo esputa.
—¡Ludmilaaa!
Y cuando parece que Eloísa va a tirarse a la piscina para rescatar a su hermana, Brzozowski emerge. La boca pastosa: saliva blanca, seca, pegajosa, ácida; y se agarra del borde. Respira: inspiración profunda, exhalación pasiva y siente, intenso, el olor del cloro. Respira y siente alivio, algo muy puro dentro de ella.
Porque no cree que la apnea sea aguantar la respiración sino aprender a dominar el impulso primitivo de respirar. Tiene sed.
Está agitada pero el corazón, de nuevo, late fuerte. No es poco. En segundos, la actividad nerviosa simpática aumenta cerca de un 2000 %: los vasos sanguíneos y los bronquios se dilatan, el glucógeno se transforma en glucosa. Con violencia, el cuerpo vuelve a vivir.
Agarrada del borde con ambos brazos, Brzozowski siente lo mismo que cuando dejan de tomarle la presión y aflojan el tensiómetro; la sangre fluye desesperada. Las piernas y los brazos se entumecen. De a poco, pierde blandura. El cuerpo se solidifica y se humaniza.
—¡Respira! —grita una competidora venezolana.
Mientras uno de los jueces, con un reloj en la mano, cuenta en un inglés confuso:
—¡One! ¡Two! ¡Tres! ¡Four! ¡Five!
Y otro le acerca a Brzozowski un disco amarillo del tamaño de una pizza que ella toca con la mano derecha, como si no importara.
—¡Five! ¡Four!
Cansancio físico y mental. Como si hubiera subido una montaña. Aturdida por el enjambre de voces y sonidos que destrozan los restos de la placentera soledad acuática.
—¡Aguántate, aguántate! —dice la venezolana.
Sonidos que la invaden. La molestan, pero también la mantienen atenta, la despabilan. La anclan en esta otra realidad.
—¡Three! ¡Two!
—¡Agárrate! ¡Agárrate bien!
Y ella, aferrada al borde, uñas violeta, piensa que las gafas le aprietan demasiado. Sequedad y tirantez en los ojos, pero no tiene fuerza para sacárselas. No se anima a levantar los brazos antes de que el juez dé la tarjeta blanca. Se reafirma en el borde.
—¡One! ¡Zero!
El juez levanta el disco amarillo. Brzozowski apenas sonríe.
No es consciente del dolor. Lo reprime. Recién cuando salga de la piscina caminando con torpeza, temblando de frío, cuando abra y cierre las manos para recuperar la sensibilidad, va a sentir en la panza un dolor distinto, intenso, un dolor que nunca antes había sentido. Como si le hubieran enroscado una cinta a cada órgano y, de repente, la ajustaran al máximo. No será un calambre: el cuerpo aullará por dentro, los órganos latirán desenfrenados. Y mientras se duche, cuando el agua le pegue sobre la espalda, dudará de si la piel habrá quedado en la piscina: quizás está flotando enganchada a un andarivel, como una malla siniestra. Pero no todavía: ahora deja de sonreír y respira.
—¡Agarrate! ¡Agarrate bien!
La gente aplaude. Aplaude mucho. Ella siente que el cuerpo y los brazos, pesados, la intentan llevar de nuevo hacia abajo, hacia ese mundo acuático del que acaba de salir: donde la ballena imaginaria espera.
Mira hacia arriba, al juez que levanta la tarjeta blanca, y sonríe. Mira al grupo de personas que, detrás de él, gritan y sonríen. Y a Eloísa, feliz. Recién entonces, relajada, ella también sonríe. El bayo vuelve a trotar en su interior. Con los codos apoyados sobre el borde, Brzozowski aplaude. Mira hacia los costados. Humilde, acepta la gloria. El número: 134 metros recorridos debajo del agua que la convierten, aún hoy, en el récord panamericano de apnea dinámica sin aletas. En la mujer sumergida.