Diario de mi cuarentena en un piso compartido de Madrid: semana 2

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Día 14 de cuarentena. Hace ya casi dos semanas de la declaración del estado de alarma en España y ayer por la tarde se nos rompió la lavadora y comprendimos por qué las lavanderías habían sido incluidas en la lista de servicios que pueden seguir abiertos durante el periodo de confinamiento. La verdad que bien, bien no estaba desde hace tiempo.

Tenía salpicaduras de aceite y otras sustancias no identificables que no se iban por mucho que frotaras, no funcionaba nada más que en el programa 3 y supongo que un día fue blanca pero se había tornado amarillenta. Al menos así la conocí yo cuando, hace cuatro años, llegué a esta casa.

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Me disponía a hacer mi rutina de deporte con Patri Jordán en soledad porque Laura, la compañera de piso que normalmente me acompaña, no estaba de ánimo para ponerse a dar saltos en el salón como una gilipollas mientras una señora le decía desde el YouTube de la Play: “Venga, que no queda nada, vamos, que te vigilo”.

Pero antes decidí poner una lavadora, ya enfundada en mis leggins y con la camiseta verde militar del ejército español que me regaló un novio sargento que tuve. Había salido el sol en Madrid y había que aprovecharlo de la única manera que se puede aprovechar ahora el sol en Madrid: poniendo al día el cesto de la ropa sucia.

Programa 3. Nada. Centrifugado. Nada. Ligera patada, a ver si así, que si le doy con la mano me hago daño. Nada. Se llenaba de agua pero el tambor no se movía. Estuve 20 minutos dialogando con ella, pidiéndole que entregara las armas, que ahora no, joder, pero solo me respondía con ruidos que interpreté como agónicos. Saqué la ropa, intenté ponerla a funcionar vacía a ver si así, pero tampoco: se llenó de agua y se quedó quieta.

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Llamé a Laura y convinimos, tras otros veinte minutos probando con distintos programas, en darle la extremaunción. Entonces Laura decidió que el agua no se podía quedar ahí dentro porque se iba a estancar y abrió la puerta de la lavadora, así que la media hora siguiente nos la pasamos achicando la cocina. Ella con su pijama de cuadros y sus chanclas con calcetines, yo con mi camiseta del ejército y en leggins. Me dieron ganas de ponerme a cantar el “Blocao de la Muerte“.

Me fui al cuarto a por el móvil para buscar qué podíamos hacer al respecto, si la lavandería de mi barrio estaba abierta, si había servicio de fontanería de emergencia, pensando, a todo esto, en que llevaba dos semanas cagándome en Gobierno en general y en la Calviño en particular por no atreverse a paralizar completamente la producción y los servicios que no fueran imprescindibles. Pero, como escribía en la pasada entrega de este diario de cuarentena, la realidad siempre se impone. Nos pisa el cuello. Seguiré poniendo verde al Gobierno en general y a la Calviño en particular en cualquier caso.

Al rato, Laura llamó a la puerta de mi cuarto: había comprado una lavadora en la empresa para la que trabaja y podían traerla a casa. Por el momento yo me afané en lavar a mano mis bragas y mis sudaderas, que es lo único que estoy ensuciando estos días, mientras pensaba en lo que me había contado una de mis mejores amigas esa misma mañana: a sus padres también se les había roto la lavadora y como no tenían dinero para pagar ni el arreglo ni una nueva porque su madre limpia en casas a las que ya no puede ir y su padre es jubilado, él mismo se había encargado de desmontarla y ponerse tutoriales de YouTube para volverla a montar. Había funcionado.

Cuando terminamos de achicar y yo terminé de hacer la colada en la pila del baño salimos al balcón de Laura a echar un cigarro. Ella normalmente no fuma, pero “la situación lo requería”, dijo. A mediodía le había pedido salirme yo, que no tengo balcón, y había oído a alguien silbar la parte de “y allá en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí” de “Échame a mí la culpa“. Mi madre me la cantaba cuando me bañaba de pequeña, así que pensé en ella, que está con “síntomas compatibles con el coronavirus”, de baja y encerrada en casa pero que la semana pasada estaba entregando cartas y paquetes porque es cartera.

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También pensé en que mi barrio, Malasaña, hacía dos semanas que no olía a meado y en que mi calle no parecía ya la Fashion Week. Ahora es como cualquier otra calle. Ya no hay Erasmus haciéndose fotos con los gratifis de las persianas cerradas ni grupos de chavales que arrastran los cubos de basura a las tres de la mañana después de ponerse hasta el culo. Ya solo hay cincuentones que van a la compra, señoras que pasean al perro, parejas que salen a aplaudir a las 8 con los críos. Los que no tienen balcón exterior en mi edificio se salen a las ventanas que dan a la corrala, como las de mi cuarto, y se quedan de tertulia hasta que a las nueve.

Samuel y Nico, que tienen cinco y seis años, empiezan a ponerse potrosos por no poder jugar juntos y se disuelve la reunión. Si la cuarentena está siendo un espejo para todos nosotros, para Madrid, que se revela más que nunca como la ciudad de provincias convertida en capital de Corte que siempre fue, también.

Cuando salgo a la corrala a hablar con la madre de Samuel, o con la de Nico, que ayer me contó que sospecha que le van a hacer un ERTE en la empresa, me acuerdo a veces de Surcos. De los críos en la corrala liándola con las gallinas, de los madrileños, que siempre lo son de adopción, dedicándose al extraperlo de cigarros en ese patio. También me acuerdo de Surcos cuando Pablo, que además de otro de mis compañeros de piso es mi primo, me habla de cómo le va a decir al agente de la UME que le va a pedir la documentación en Atocha que necesita irse al pueblo.

Después de tres años, deja Madrid para volverse a La Mancha. Esta semana se le acababa el contrato y no tiene derecho a paro y me dice que espera que no le escupan desde los balcones, que a ver si se va a tener que poner a explicarles su situación también a los picoletos de balcón. Podría quedarse y no poner en riesgo a sus compañeros de vagón o ellos a él. Pero supongo que es el precio a pagar por pedir solidaridad a los caseros en lugar de legislar para que, dada la situación, existan moratorias al alquiler para los que hayan perdido ingresos o renta.

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El caso es que él ensaya conmigo la conversación con el guardia civil o el policía nacional o el soldado de la UME que seguramente le pedirá cuentas en Atocha. “Mire, señor agente, soy un hombre humilde, sencillo, he de volverme a mi pueblo, la capital ya no es para mí”, dice mientras se toca la cabeza como si llevara una boina. Después cambia de posición y emula la respuesta del agente: “¿Tiene usted el salvoconducto en regla? Pase, buen hombre, pero me va a buscar usted un lío”.

Y yo me río y no le digo que me da mucha pena que se vaya y que desde hace días me imagino que nuestra despedida será sin abrazos. Después le pido que me deje un cuadrante hecho para saber cuándo tengo que regar las plantas que deja y que toda esta movida me recuerda a El Ángel Exterminador, que me la dejó su padre, mi tío, en DVD y nunca se la devolví.

Hablamos de que el Palacio de Hielo se ha convertido en una morgue y nos quedamos en silencio un rato. Me cuenta cómo piensa enclaustrarse en su cuarto para no contagiar a sus padres ni a mi abuelo, que vive con ellos, en caso de tener el coronavirus una vez llegue al pueblo. Hace ya días que se nos han acabado los chistes de cuarentena y cada vez nos reímos menos, pero el martes estábamos en el balcón y vimos cómo un hombre denunciaba a otro hombre en la calle ante una pareja de policías.

Las razones: “habérselo encontrando colocadísimo y follándose a su novio en su casa”. El pobre decía que “no era por los cuernos, era por el coronavirus” mientras se intentaba liar un piti. Después insistió a los agentes en que le acompañaran a su domicilio y multaran también a su novio, a lo que ellos respondieron que no podían hacer eso, que su novio no había salido de casa, que solo le había sido infiel y se había metido cuatro rayas.

Qué lástima que el maestro Cuerda no pueda ver esto que está pasando. Aunque igual mejor, que le dijo a Broncano en una entrevista que él era muy sensible, que lloraba casi todos los días, así que seguramente alguna lagrimilla habría echado ya.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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