“Ya me enterado de lo de tu divorcio. Pero bueno, debes de estar bien, porque te veo estupenda”.
Pues no, no estaba bien. Con la mirada ausente, fijé los ojos en la mujer, a la que no consideraba realmente una amiga, pero tampoco una desconocida. Fue en una fiesta de Navidad del trabajo; era el tipo de cosas que le dices a alguien a quien no conoces mucho. Probablemente la mujer pensó que mi increíble aspecto físico era fruto del despecho y que las fotos de mis abdominales que subía a Instagram demostraban lo segura que estaba de mí misma y las ganas que tenía de “volver al mercado”. Era plenamente consciente de que la chica solo pretendía ser amable, pero en aquel momento yo era una frágil adicta en rehabilitación y no podía responder porque, ¿cómo le dices a alguien que te acaba de hacer un cumplido que eres carne del Teléfono de la Esperanza y que estás a otro halago bienintencionado de recaer?
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No puedes.
Primero, porque no está bien visto socialmente hablar de depresión en una fiesta, y segundo, porque en nuestra cultura tampoco está bien reconocer que, pese a que tienes muy buen aspecto (léase: estás delgada), realmente no estás bien. “Muchas personas con trastornos alimentarios reciben mucho refuerzo positivo por parte de la sociedad”, señala Lori Schur, directora de formación del departamento de Estabilización Médica para Trastornos Alimentarios del Torrance Memorial Hospital. “Se suele suponer que cuando alguien se ve bien por fuera es porque se siente bien por dentro”. Esto, añade, genera una sensación de incongruencia e implica que no hay relación alguna entre la experiencia de una persona y su apariencia física, lo cual provoca exactamente ese sentimiento de desequilibrio y aislamiento.
No sufro ningún trastorno alimentario. Cuando mi mujer y yo nos separamos, no era capaz de comer. Ni de dormir. Estaba agotada y aun así no podía parar un segundo. Ya iba a clases de yoga a diario, pero también empecé a correr. Odio correr, pero odiaba aun más estar constantemente pensando cosas depresivas, así que opté por correr. En 45 días perdí casi 16 kilos.
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Aunque estos son síntomas propios de los trastornos alimentarios, la diferencia entre mí y alguien que realmente lo sufre es que yo no intentaba perder peso, y cuando lo perdía, no me veía mejor. En resumen, no tenía lo que Schur denomina “una imagen corporal perturbada”.
En otras palabras, me pasaba algo malo y yo lo sabía, pero no pensaba que perder más peso me haría sentir o verme mejor, a diferencia de alguien que padeciera un trastorno alimentario.
Es crucial entender la diferencia entre alimentación desordenada y trastorno alimentario para cualquiera que quiera tener una conversación compasiva con alguien que sufra alguna de las dos y para garantizar que las personas que sufren trastornos alimentarios reciben el tratamiento adecuado. También es importante señalar que, si bien los efectos sobre el cuerpo son los mismos, las causas pueden ser muy diferentes. Hay una gran diferencia entre una mujer joven que se esté matando de hambre para satisfacer las expectativas de la sociedad y yo traumatizada por el fin de mi matrimonio.
“El estrés emocional puede hacer que tu cuerpo entre en modo de lucha o huida; esto se conoce como “respuesta del sistema nervioso simpático”, dice Natalie Zises, nutricionista funcional de Nueva York. “En esa situación, somos menos capaces de entender las señales de hambre y saciedad que nos envía el cuerpo. Los procesos digestivos también se detienen con el fin de conservar energía para la amenaza percibida. El cuerpo no es capaz de diferenciar entre estrés emocional o un tigre que te esté persiguiendo, así que reacciona conservando energía de cualquier forma posible”.
Asimismo, un cuerpo que esté constantemente preparado para responder a un trauma no estará motivado para comer porque correr es más importante para la autosupervivencia. Es una táctica evolutiva muy potente, ya que significa que, en caso de que tengamos que huir de un tigre, no nos distraeremos si por el camino vemos un McDonald’s. Pero en el caso del estrés emocional, que suele ser crónico, corremos el riesgo de entrar en una espiral de hambre.
“Muchas veces, la pérdida de apetito se debe a que el sentimiento de ansiedad o tristeza eclipsa a la sensación de hambre”, explica Susan Albers, psicóloga clínica de la Clínica Cleveland y autora de Eat, Drink, and Be Mindful. “Dejas de registrar la sensación o te sientes tan abrumada que no la adviertes. Pasado un tiempo, te acostumbras a ignorar o neutralizar los signos del hambre”.
Y la cosa va a peor. No solo te acostumbras a anular la sensación de hambre, sino que cada vez eres menos capaz de sentir cualquier otra cosa. “Ya no solo se trata de estrés por la situación, sino de una falta de nutrición”, apunta Beth Donaldson, directora médica de la Copeman Helathcare Clinic, en Vancouver. “Ante la falta de nutrición, el cerebro no funciona adecuadamente y se ven afectadas la memoria a corto plazo y las facultades cognitivas. También puedes experimentar dificultad para llevar a cabo múltiples tareas y tomar decisiones, y pérdida de sueño. A esas alturas ya no estás a pleno rendimiento”.
Donaldson lo resume así: “Si no comes nada, tu cuerpo no es capaz de lidiar con nada, tampoco”.
Así me sentía yo exactamente: incapaz de lidiar con nada. No era capaz de superar mi divorcio, obviamente, pero tampoco podía manejar otros factores estresantes como los atascos o las pequeñas discusiones con las amistades. Cuanto más delgada me quedaba, menos estable me sentía emocionalmente, porque estaba pasando hambre, y cuando el cuerpo pasa hambre, el cerebro también.
Y lo que puede empezar como una inapetencia causada por el estés puede, con el tiempo, inducir a un círculo vicioso de inanición. Al principio, no comía porque estaba deprimida, pero después me deprimí porque no comía.
Así es como ocurre: “El cerebro necesita glucosa y nutrientes para poder tomar decisiones sensatas. Dejar de comer de repente afecta al cerebro, que empieza a actuar de forma distinta y recurre a mecanismos codificados de supervivencia que se activan en momentos de inanición”, me cuenta Albers. “La carencia de vitamina D está relacionada con un aumento del sentimiento depresivo. Asimismo, la falta de magnesio altera los niveles de serotonina. Los niveles bajos de vitamina B causan depresión, irritabilidad y fatiga, y la falta de hierro provoca fatiga mental y física”.
Si bien las carencias nutricionales y las enfermedades mentales no son lo mismo, las consecuencias de las primeras para mí eran como una enfermedad grave: sentía que estaba como una puta cabra. De hecho, cuando le pregunté a mi terapeuta si pensaba que necesitaba más ayuda, me dijo: “No, lo que necesitas son proteínas”.
Finalmente, le hice caso y me obligué a comer. Al principio me entraban ganas de vomitar cada vez que hacía una comida entera, aunque estuviera compuesta simplemente de medio aguacate y una tostada, pero poco a poco volví a apreciar el comer y a tomar más de una comida diaria, como las personas normales. Ahora he ganado casi 7 de los 16 kilos que perdí y tengo la estabilidad emocional de una nihilista queer de mediana edad, con lo cual no soy la compañía más divertida del mundo para ir a una fiesta, pero sí mejor que alguien que te pueda confundir con un tigre.
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