“¿A que sabes divertirte sin drogas”, “A tope sin drogas”, “Drogas, ¿para qué? Vive la vida”, “Engánchate a la vida”, “Drogas: ¿te la vas a jugar?”: una y otra vez, sucesivas campañas anti-droga organizadas por instituciones oficiales o subvencionadas por el gobierno, dirigidas a los ciudadanos en general y a los jóvenes en particular. ¿Consiguen algo estas iniciativas en las que muchos parecen poner toda su buena voluntad? Evidentemente no, a juzgar por las estadísticas que nos ofrecen año tras año. Eslóganes anti-droga, partidos de fútbol contra la droga… Se trata simplemente de una enorme tautología porque ¿acaso hay alguien que esté a favor de la delincuencia, la marginalidad y los problemas de salud asociados a los psicoactivos? Tal vez sí: los que se benefician con todo este entramado, como por ejemplo los narcotraficantes; pero también la red de instituciones anti-droga financiada por el estado y los agentes represores con sus leyes, reglamentos y decretos, cuya existencia no tendría sentido sin ese chivo expiatorio que les sirve de excusa para autojustificarse. Y no olvidemos a los científicos e investigadores financiados por subvenciones y que no dejan de hablar de los presuntos daños para nuestro organismo. Si el propósito de los ‘drogabusólogos’ −llamados así por su machacona insistencia en lo que ellos llaman ‘drogas de abuso’− fuera de verdad solucionar algún asunto de salud pública, abandonarían su sectarismo, defenderían la legalización −o normalización, como se quiera− y se dedicarían a investigar las sustancias –alcohol, tabaco y psicofármacos– que crean muchos más problemas que esas que tanto odian, las que vende el camello de la esquina, la chabola de La Cañada o el seller de algún black market de la Deep Web.
Vamos a decirlo sin rodeos y de forma muy sencilla: esas campañas y las declaraciones de quienes las defienden son una pura farsa. No necesitamos convencer a los lectores antiprohibicionistas pero, muy a nuestro pesar, la mayoría de los ciudadanos está demasiado influida por los gobernantes y los medios de comunicación a su servicio. Como bien sabemos gracias a los especialistas en la materia (lean a nuestro pionero Escohotado, porque sin conocer su Historia general de las drogas no se puede opinar con fundamento sobre este tema), el problema de la droga no existía antes de que fueran prohibidas. No había delincuencia asociada a ellas, ni enfermos arrastrándose por calles y centros médicos, exceptuando a los alcohólicos. La decisión del gobierno de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, de controlar el consumo de ciertas sustancias psicoactivas −presionado por sectores puritanos con fuerte poder económico y por la entonces incipiente industria del medicamento− dio comienzo a la cascada de leyes, reglamentos, persecuciones y prohibiciones iniciados por casi todos los países del mundo y que persisten hoy día, como una muestra más del dominio norteamericano sobre el resto de naciones. Y a la vez que se persiguen las sustancias que escapan a su control, se protege y se fomenta el consumo de otras: las que dejan grandes beneficios empresariales a multinacionales tabaqueras, alcoholeras y farmacéuticas, a la vez que impuestos al erario público. Mientras todos los bienpensantes se escandalizan con solo escuchar la palabra ‘droga’, nadie se incomoda al acudir a la farmacia a comprar tranquilizantes, analgésicos o antidepresivos. Y parece que tampoco por el consumo de alcohol y tabaco, que producen −de forma directa o indirecta− millones de enfermos y muertos cada año.
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Por otra parte, la vida entera sería impensable sin drogas. ¿O qué creía el lector no muy dispuesto a creer en la manipulación mediática que he explicado –y que alzará su voz contra lo expuesto en este escrito– que son la aspirina, los antibióticos, el café, la cerveza o el tabaco que suele tomar? ‘Droga’ es, por definición, cualquier sustancia que, al ser introducida en el organismo, en lugar de ser asimilada por éste –lo que sucede con los alimentos, que forman tejidos, grasa, glucosa, etc.–, pasa inalterada o se convierte en algún metabolito o subproducto suyo y causa algún tipo de alteración, que puede ser física o psíquica –la definición clásica que nos recuerda Escohotado en su gran obra–, y dentro de los tipos de modificación física o psíquica se engloban muchas subcategorías.
Droga: 1. Nombre genérico de ciertas sustancias minerales, vegetales o animales, que se emplean en la medicina, en la industria o en las bellas artes. 2. Sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno. 3. Medicamento.
En eso consiste –propiamente hablando– una droga, que por cierto es sinónimo de “fármaco”, así que el lector ya sabe –por si no lo sabía aún– que todos nos drogamos a diario. Más aún: las drogas son consustanciales al ser humano; desde el comienzo de los tiempos las hemos utilizado y hasta que desaparezcamos como especie lo seguiremos haciendo. Esto que estamos contando no nos lo estamos inventando nosotros, sino que es una simple descripción de la realidad y un uso correcto de las palabras; no así la constante insistencia de los gobernantes y los medios de comunicación en identificar a las drogas con el mal absoluto, con el mismo diablo. Y lo malo es que lo han conseguido, aunque estoy seguro de que el lector inteligente no se ha dejado convencer, ¿verdad?
“Pero lo cierto es que unas drogas están prohibidas y otras no, y eso debe ser por algo”, replicará algún legalista defensor del sistema vigente. Y explicaremos a este amigo un tanto ingenuo que el hecho de que unas drogas estén prohibidas y otras no lo estén no tiene ninguna relación real con su potencia, ni con su bondad o maldad, ya que en las farmacias podemos encontrar sustancias mucho más perjudiciales que otras prohibidas; y que los médicos suelen recetar drogas mucho más fuertes y con más posibles efectos adversos que la mayoría de las sustancias ilegales (no hace falta sino consultar el vademécum médico para comprobar esto). En realidad –esa realidad social que los estados intentan controlar al máximo–, lo que determina que una sustancia esté prohibida, o que no lo esté, no son sus posibles efectos perjudiciales, sino la decisión de los legisladores, a su vez condicionada por intereses económicos, la fuerte influencia de ciertos gremios (como el médico y el farmacéutico) y los prejuicios culturales: el vino se permite en la cultura occidental cristiana e incluso se considera la sangre de Cristo, mientras que lo prohíbe el Islam; éste, en cambio, siempre ha hecho un uso abundante del cáñamo y sus derivados, mientras que aquí se llama ‘drogradictos’ a sus consumidores. De nuevo, es suficiente echar un vistazo detallado a la historia de comienzos del siglo XX para entender lo que decimos. A propósito, por si acaso el lector no lo sabía, excepto contadas excepciones, ninguna sustancia estuvo prohibida antes de esa fecha. Solo al llegar el siglo XX, y coincidiendo con el desarrollo de las multinacionales farmacéuticas, comenzaron a prohibirse determinadas drogas, cuyo número fue después creciendo hasta llegar a la situación actual, en que la mayoría de la población, ignorante de la historia, cree que el estado normal de la humanidad es el propio de la prohibición; cuando en realidad es al revés, y se trata de una anomalía histórica que sin duda nuestros descendientes estudiarán con curiosidad, sabrán con todo detalle por qué sucedió y se preguntarán como pudieron sus antepasados cometer ese grave error.
¿Y no será que los mismos que prohibieron el libre consumo de sustancias psicoactivas fueron los causantes, voluntaria o involuntariamente, de todos los inconvenientes asociados con ellas? La respuesta es afirmativa: el llamado ‘problema de la droga’ fue originado por su prohibición, lo cual queda demostrado por los hechos anteriores y posteriores. Frente a la falta de incidencias a lo largo de toda nuestra historia, el siglo XX y lo poco que llevamos de siglo XXI han visto aparecer todo tipo de cuestiones legales, vitales, médicas y éticas relacionadas con los compuestos psicoactivos. Además, aun cuando el lector no comparta mi punto de vista, no creo que pueda indicarme muchos éxitos del prohibicionismo –sino todo lo contrario, como ya hemos dicho–, por lo que incluso a efectos prácticos la persecución de la producción, el consumo y la posesión es contraproducente.
El ser humano, desde que es tal, y durante milenios, ha tomado todo tipo de sustancias –guiado por la sabiduría popular, transmitida oralmente, y por el sentido común–, y nunca antes del siglo XX aparecieron problemas sociales. Las drogas −en sentido amplio, el correcto, no el manipulado− son algo tan normal como la comida, y de hecho la naturaleza nos las ofrece en forma vegetal: cannabis, opio, hoja de coca… ¿Qué pensaríamos si el eslogan de una campaña dijera “alimentos no”? Nos reiríamos o creeríamos que es obra de un loco. Pues bien, lo mismo sucede con las proclamas de “drogas no”: son obra de irresponsables, de personas que nos quieren negar los innumerables recursos que nos proporcionan la naturaleza y la química.
El consumo de psicoactivos es tan antiguo como el hombre, y seguramente se trate de un hecho consustancial nuestro, a pesar de que durante estos últimos cien años hayan intentado hacernos creer lo contrario. Sin enredarnos en argumentaciones, baste señalar el dato, el hecho demostrado –que no la opinión– de que tantas décadas de restricciones, sanciones y penas de cárcel a la producción y el comercio, así como de amenazas al consumidor, solo han servido para empeorar un asunto que antes era insignificante y que se consideraba una cuestión privada. En la actualidad, después de décadas de prohibicionismo, la situación en este sentido es mucho peor que la existente cuando no existía este tipo de trabas; para comprobarlo se podrían estudiar los registros sanitarios, pero no se necesita ni eso, ya que sabemos que antes de la prohibición nunca existieron colectivos marginales vinculados a ningún consumo, mientras que después sí, generados por esas absurdas medidas. La prohibición creó el llamado ‘problema de la droga’, y no nació para solucionarlo, puesto que antes de ella simplemente no existía, como hemos dicho. Intentar hacernos creer que nos limitan el acceso a ciertas sustancias para defendernos de malvadas organizaciones que pretenden envenenarnos, cuando lo que realmente han hecho es dificultar la obtención de las drogas que escapan a su control, mientras permiten e incluso fomentan el consumo de otras más perjudiciales, como el alcohol y el tabaco, que son –de forma directa e indirecta– responsables de un número de problemas de salud y de muertes inmensamente superior al de todas las drogas prohibidas juntas. Si de verdad se preocupan tanto por nosotros –y por eso nos quitan de la vista todo lo que ellos afirman que es perjudicial– ¿por qué no retiran de la circulación el tabaco y el alcohol, mucho más nocivos en todos los sentidos, y en cambio son cada vez mayores las sanciones por consumo de algo tan poco peligroso como el cannabis? La respuesta la conoce el lector: por intereses económicos y por prejuicios morales.
Por otra parte, ¿quiénes son los gobernantes para decirme lo que yo puedo tomar o no? Independientemente de la opinión que se tenga, es indudable que cada individuo es el único dueño de sí mismo –una afirmación autoevidente que solo puede negarse desde ciertos integrismos que conocemos muy bien–,y ni el estado ni la religión son nadie para indicarme lo que puedo o debo introducir en mi cuerpo, mientras no dañe a un tercero. ¿O sí? ¿Qué espíritu democrático es ese, seres intolerantes y repletos de prejuicios?
A pesar del tan cacareado progreso en la libertad y los derechos humanos, lo cierto es que, en lo relativo a las sustancias psicoactivas, el estado se ha autootorgado el derecho a decidir en la vida privada de los ciudadanos, lo cual ha significado un claro recorte en las libertades individuales. Debido a ello, en este ámbito específico hemos retrocedido en comparación con cómo nos encontrábamos hace un siglo, cuando en las droguerías –los establecimientos donde se vendían drogas– se podían adquirir, a un precio realmente bajo, cocaína, heroína, morfina, hachís, etc.; y el grueso de la ciudadanía, al considerar a estas sustancias productos normales de la vida cotidiana, hacía de ellas un uso moderado y prudente. Si pensamos bien en ello y lo comparamos con las condiciones actuales, con todas sus restricciones y la actitud de muchos –con mentes manipuladas por la propaganda de los estados, a su vez transmitida por los medios de comunicación con intereses en este asunto–, para quienes la palabra ‘droga’ es peyorativa en sí misma, nos daremos cuenta de que estamos más atrasados que nuestros tatarabuelos.
Deciden por nosotros, nos prohíben tomar lo que la naturaleza y la química ponen a nuestro alcance. Y por si fuera poco, ponen trabas a la información veraz y objetiva, a la vez que fomentan la que rebaja al consumidor al nivel de un niño a quien hay que prohibir, regañar y cuidar (la postura de las entidades que dicen ser terapéuticas) y la que solo muestra en sus medios informativos a los consumidores marginales y los narcotraficantes (los reportajes del autodenominado ‘periodismo de investigación’ y el enfoque de los mass media en general, que no es más que sensacionalismo barato). Son los mismos que ignoran la gran cantidad de personas normales, con trabajo y familia, que de vez en cuando toman alguna sustancia haciendo uso de su innegable derecho a darse un pequeño premio en forma de viaje psíquico o de estado de lúcida tranquilidad; por no hablar de todos los intelectuales, pensadores, escritores, músicos y otros individuos creativos que potencian sus facultades gracias al uso de drogas (el opio de Goya, las anfetaminas de Sánchez Ferlosio, la heroína de Burroughs, la mescalina de Huxley, la LSD y otros psiquedélicos de tantos cantantes, y todas las sustancias creadas por Shulgin, quien las experimentó en sí mismo antes de describirlas en sus artículos y libros, y posteriormente siguió disfrutando de muchas de ellas). Frente a esta información deliberadamente tendenciosa, lo ideal sería ofrecer información verídica, sobre todo a los jóvenes, opuesta a la prohibición y con el objetivo de evitar los excesos y mantenerse en el justo medio, que es donde reside la virtud, como ya sabían los griegos. Pero no: los gobernantes, los funcionarios que viven del tinglado anti-droga y los medios de comunicación a su servicio, deseosos de vender llamativos titulares, no pueden dejar escapar la gallina de los huevos de oro.
No podemos pasar por alto que este asunto constituye además un buen chivo expiatorio al que achacar los males de la sociedad, y simultáneamente un estupendo pretexto para justificar todo tipo de leyes represivas, control policial y entrometimiento en la vida privada de los ciudadanos. Antes fue la Ley Corcuera de la patada en la puerta, y ahora es la Ley Fernández Díaz o ley mordaza. ¿Dónde quedan las proclamas que tanto nos han vendido, esos preceptos inviolables de la libertad individual contra todo tipo de totalitarismo, contra los intentos de inmiscuirse en la vida y la conciencia de los ciudadanos, uno de los supuestos pilares tanto del liberalismo como de la socialdemocracia? Bien estamos comprobando en nuestras propias carnes que los intereses económicos y el control social están por encima de las convicciones ideológicas: el dinero manda y no importa contradecirse; ya vendrán luego a echar una mano la propaganda –explícita, implícita o subliminal– y los científicos drogabusólogos, un numeroso colectivo de barrigas agradecidas.
No obstante, a los prohibicionistas aún les queda un recurso contra esta crítica demoledora que les estamos lanzando; cuentan con un argumento muy poderoso: las drogas legales, los medicamentos, no presentan potencial de abuso, no originan extrañas sensaciones internas que incitan a consumirlas compulsivamente, cosa que sí ocurre con las drogas prohibidas. Pero se trata de otro argumento fácil de rebatir: dejando a un lado que no son tantas las sustancias ilegales que pueden generar dependencia física (los opiáceos y posiblemente la ketamina, aunque las diferencias entre dependencia física y dependencia psicológica son discutibles), muchos medicamentos o drogas legales también se toman de forma compulsiva y generan más problemas sanitarios que las prohibidas, como sucede con los tranquilizantes benzodiazepínicos, con una larga lista de efectos secundarios que puede leerse en cualquier prospecto y que sufren los que se hacen dependientes a ellos, cuyo número va en aumento y se nota en las personas a las que el médico de cabecera despacha rápidamente con una receta de Valium®, Tranxilium®, Orfidal® o Trankimazín®, en cuanto detecta que no padecen ningún mal orgánico y que su problema es psicosomático, con lo que el sistema sanitario induce al paciente a convertirse en drogadicto. Por otra parte, el alcohol es igual de adictivo que cualquiera de las sustancias ilegales que producen dependencia física, y su síndrome de abstinencia es el peor de todos los existentes, con delirium tremens, graves complicaciones y posible muerte del paciente, algo que no sucede con la heroína, a pesar de toda la mala prensa que tiene. Los defensores del prohibicionismo aún añadirán que las benzodiacepinas, el tabaco y el alcohol son legales y no producen las extrañas sensaciones de euforia de las drogas ilegales. Y aquí el círculo se ha cerrado definitivamente: resulta entonces que es nocivo lo ilegal, como si la legislación de una sustancia pudiera influir sobre sus propiedades farmacológicas, que es lo que sucede actualmente: en primer lugar, el legislador decide qué se permite y qué no, y de ahí se derivan sus propiedades (beneficiosas o perjudiciales), cuando lo correcto sería partir de los efectos de cada sustancia −es decir, empezar por lo farmacológico− y extraer después las consecuencias, punto que no se cumple porque no interesa a los gobernantes prohibicionistas. En cuanto a que las drogas prohibidas generen sensaciones extrañas en sus usuarios, es algo que concierne solo al consumidor, siempre que no perjudique a nadie más, una cuestión sobre la que cada individuo debe decidir. El problema de fondo es que nuestra sociedad cristiana (lo queramos o no, el cristianismo es uno de los pilares de nuestra civilización) ve con malos ojos que alguien tome algo para sentir placer, evadirse o acceder a un tipo de conocimiento distinto, porque son propósitos incompatibles con la austeridad y la dedicación a la familia y al trabajo que deben llevar los fieles, quienes ya encontrarán su recompensa en la otra vida. De ahí nace el deseo de entrometerse en la vida privada y considerar fuera de su normalidad a quienes toman psicoactivos. Frente a esto, y como personas libres que somos, deberíamos poder elegir lo que mejor queramos para nosotros mismos, siempre que no dañemos a nadie. Podemos exigir nuestro derecho inalienable a consumir lo que deseemos, a hacer con nuestros cuerpos y nuestra vida lo que nos venga en gana, reivindicaciones que sólo pueden negarse desde posiciones fundamentalistas, ya sean religiosas, éticas o políticas.
Los antiprohibicionistas sabemos que tenemos la razón, y los más inteligentes del bando contrario también lo saben, aunque por supuesto lo callan haciendo gala de su hipocresía; y aunque en el campo de los argumentos la guerra está ganada, nos encontramos muy lejos de vencer en el mundo real, dado que el enemigo es fuerte, muy fuerte. ¿Por qué no ceja en su empeño? Porque, por un lado, existen presiones de grandes empresas a las que perjudicaría la libre circulación de drogas (tabaqueras, alcoholeras, farmacéuticas). Por otro, peligraría la posición de quienes viven del tinglado anti-droga que ya hemos descrito. Y no es menos importante que al estado no le interesa que elijamos la forma de curación, diversión, autoconocimiento o experimentación que deseemos, sino que le resulta más útil tener buenos ciudadanos que cumplan con su trabajo y obligaciones, que no cuestionen el orden social establecido y que utilicen las drogas que ofrecen las multinacionales farmacéuticas; o bien que acudan a los gurúes oficiales (psiquiatras y psicoterapeutas), quienes devolverán al redil a las ovejas descarriadas mediante las drogas legales (rebautizadas con el nombre de ‘medicamentos’ o ‘psicofármacos’) y sus terapias, que generan en los desviados conformismo, adaptación al entorno y aceptación del sistema.
Y ahora nos atrevemos a dar un paso más: si sabemos que no tienen razón, ¿por qué siguen ganando la batalla en el plano de la realidad?, ¿por qué sigue vigente la prohibición? Si sólo defendieran el prohibicionismo los pocos que se benefician −los empresarios con intereses en el sector, los gobernantes, los guardianes a su servicio, los pseudocientíficos y los funcionarios que viven del tinglado−, serían muy pocos. Lo malo −y aquí está la solución al enigma− es que el ciudadano medio, llevado por el miedo y la ignorancia, sigue creyendo su propaganda disfrazada de información objetiva. Lo queramos o no, el servilismo, la ignorancia y el deseo de llevar una vida cómoda, sin complicaciones, es lo que mueve a la mayoría de personas, y es lo que legitima y hace posible las sinrazones de nuestros gobernantes, tanto en este asunto como en otros parecidas. Como suele suceder en estos casos, lo que falta es cultura y sentido crítico. Cuando alguien está bien documentado puede elegir libremente, pero no antes. La actitud contraria, la predominante, absorbida por las mentes de la mayoría, consiste en criticar y censurar sin antes conocer, aceptando los estereotipos que nos inculcan los dirigentes y quienes están a su lado. Por esa razón hay tantos ciudadanos partidarios de la prohibición, cuando un poco de cultura y pensamiento lógico les bastaría para darse cuenta de que están traicionando sus propios intereses. Para tomar decisiones acertadas en todos los asuntos de la vida, y en especial en cuestiones tan complicadas como ésta, hay que estar bien informado y no dejarse llevar por demagogos, charlatanes, rumores de la calle y medios de comunicación manipulados.
Por último, ¿queda algún argumento racional para defender la prohibición del consumo de todo aquello que queramos, dejando a un lado posturas dogmáticas, interesadas, prejuicios sin fundamento y posiciones mediatizadas por malas experiencias propias o de algún familiar? Por cierto, lamentamos si algún lector tiene o ha tenido algún caso de adicción en su familia; por todo lo expuesto, ya sabe quiénes son los responsables: las autoridades que prohibieron la sustancia, que la convirtieron en ilegal, y con ello más atractiva a los ojos de los jóvenes –siempre dispuestas a romper los tabúes–, y que coartaron la información objetiva sobre ella, lo cual impidió a su familiar conocer las dosis recomendadas; y también porque, debido a la prohibición, tuvo que obtenerla en el mercado negro, lo cual siempre conlleva que no sea pura, sino que esté llena de adulterantes, normalmente más peligrosos que la misma sustancia.
Reiteramos la pregunta: ¿queda algún argumento racional para defender el prohibicionismo? Con seguridad, no; ni tampoco para la organización de esas inútiles campañas anti-droga, simple escaparate para que instituciones, organismos oficiales y dirigentes políticos mejoren su imagen, y con las que la ciudadanía es engañada y manipulada al creer que las autoridades se preocupan por su salud. ¿Hay en ellas algo más que la hipocresía de unos y la ingenuidad de otros? Prefiero no contestar la pregunta y dejarla en el aire, para mayor reflexión del lector. De momento, quien esto suscribe se despide hasta el próximo artículo.
J. C. Ruiz Franco es filósofo, profesor, escritor y traductor, se dedica a escribir sobre sustancias psicoactivas, acaba de publicar la primera biografía en español sobre Albert Hofmann, el creador de la LSD y es el director del Proyecto Shulgin en español, que cuenta con un grupo en Facebook. Es un apasionado del saber, especialmente el de carácter general y no específico, como la filosofía y la historia; a él y a su difusión dedica su vida, y piensa que el uso correcto de las drogas es indispensable para lograr un conocimiento pleno del mundo y sus distintos ámbitos.