Dos horas al este de La Habana, sobre una pincelada de arena que flota en el Caribe, está Varadero. Nadie niega que sea un sitio dominado por grandes hoteles, pero la perfección de su mar no admite disputa: aguas transparentes a temperatura idónea, playas de arena blanca como talco, sol ideal. Un mar sin mucho oleaje le da al visitante la impresión de estar ante una plácida alberca de color azul turquesa.
No todo es tirarse en la tumbona y ahogar las penas en daiquirís: para quienes posean ánimo explorador, Varadero cuenta también con tesoros arqueológicos como la Cueva de Ambrosio —una gruta natural cuyas paredes albergan una buena cantidad de pictografías rupestres—, cactáceas gigantes, parques ecológicos, escuelas de buceo, un cenote (pregunta por la cueva Saturno) y hasta un arrecife de coral donde es posible zambullirse y admirar peces tropicales. Si el día está nublado, Varadero también sabe regatear: visita La Casa del Ron, donde emborracharse es parte del aprendizaje.
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Si los hoteles resort te producen urticaria, no todo está perdido: el colindante pueblito de Santa Marta se encuentra lo suficientemente cerca para disfrutar la playa y lo suficientemente lejos para sentir que sigues realmente en Cuba.