La región de Piedmont al norte de Italia es hogar de algunas de los alimentos más codiciados. La uva nebbiolo crece aquí —en ninguna otra parte de Italia— y produce Barolo, uno de los vinos más complejos, añejos y buscados del mundo. El Campari, y el concepto de aperitivo, nacieron aquí en el siglo XIX. La panna cotta o nata cocida (¡hecha sin gelatina!) proviene de Piedmont. Existe la salsiccia di Bra, salchicha cruda originaria de la ciudad que en los 80 dio origen al movimiento Internacional de Comida Lenta. Nutella fue fundada aquí, en Alba, en medio de las grandes plantaciones de avellanos.
En Alba, durante cuatro meses al año, también encontrarás la escurridiza trufa blanca de Alba, también conocida como Tuber magnatum Pico o el «Diamante Azul» de gastronomía, atesorado por los chefs y gastrónomos del mundo por su auténtica rareza y perfume intoxicante. Bueno, tú no podrás encontrarlas. Los trifulaus —recolectores de trufas— las encuentran. Es decir, técnicamente sus perros súper entrenados son los que lo hacen.
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Aldo Marrinetto con su perro Bill. Todas las fotos son del autor.
Durante ocho meses al año, los trifulaus están a espera de los otros cuatro. En cuanto llega septiembre, justo la noche de luna nueva que marca el inicio de la temporada de trufas, la ciudad de Alba se agita en un frenesí. La población de 30,000 incrementa diez veces, multiplicada por la feria anual de trufas y una subasta llevada a cabo en el sótano de un castillo del siglo XV, ambas organizadas por Fiera Internazionale del Tartufo Bianco d’Alba.
El año pasado fue la 86ta. feria anual y la 17ma. subasta internacional, a la cual asistí y donde pude observar al restaurantero chino Zhenxiang Dong pagar 100,500 euros por dos trufas que pesaban en total 1,170 kilos. Pero fue durante la recolección, en una ladera empinada de Alba, donde aprendí que la trufa representa mucho más que tradición y elegancia.
El auto subió lentamente por el camino empinado en primera y rugía contra los adoquines lisos. Rodeamos una última y pronunciada curva para estacionarnos. Cuando lo logramos, Natale Romagnolo —el trifulau de tradición que esperaba nuestra llegada— se encontraba de pie con la cabeza gacha y la mirada clavada en la tierra a su alrededor. Romagnolo, apoyando su pierna izquierda con ayuda de un bastón en la mano derecha, llevaba puestos unos pantalones caqui y una chaqueta café debajo de un sombrero de fieltro color mocha. Parecía Indiana Jones y la trufa de Alba su Santo Grial.

Romagnolo está retirado. Ya tiene 68 años, pero cada año en el mes de septiembre cuando la luna nueva deja a la ciudad en penumbras, Romagnolo está impregnado con una energía jovial que se queda con él hasta finales de enero (cuando la temporada de trufas blancas en Alba termina). Este optimismo es liviano pero tangible, y Romagnolo lo comparte con su amigo y compañero recolector —dueño de un setter inglés de siete años llamado Bill—, Aldo Marrinetto, a quien conoció en un claro cubierto de hojas entre un viñedo de nebbiolo, con la vendimia recién cosechada, y una fila de robles altos y desnudos.

Camino a ver a Marrinetto, Romagnolo cambió el bastón de mano y me tomó del brazo. «Cuando tenía cinco o seis», dijo. «Mi padre me llevó a recolectar por la noche en mi cumpleaños, el primero de octubre, por lo que llegamos antes que los otros recolectores». Me cuenta que ése fue su ritual de iniciación y que desde entonces, durante la temporada de trufas, hace recolecciones dos veces al día a diario. Continuó contándome cómo las trufas tienen que permanecer bajo tierra para que las esporas se desarrollen: «De ahí proviene el aroma». Cómo las trufas crecen solamente en la base de ciertos árboles: populus, tilo, sauce y roble. Por qué usan perros (rápidos, dóciles y obedientes). Cómo debes aprobar un examen y pagar una cuota anual para ser un recolector con permiso. Cómo es que hay más de 4,000 trifulaus con permiso para recolectar. Que un buen año de vino equivale a un mal año de trufas. Me deleita con historias sobre la trufa más grande que él y su padre encontraron (320 gramos y 850 gramos, respectivamente). Y cómo es imposible comer trufas solo. «Siempre debes compartir», dijo.

Romagnolo habló con entusiasmo, pero no porque sabía que yo soy curioso. Contestó mis preguntas antes de poder hacerlas, transmitiendo sabiduría y generaciones de historias de manera natural. Comencé a sentir la complejidad inherente en la relación entre recolector y trufa cuando Romagnolo dijo lo siguiente. «Recolectar trufas no es una pasión», dijo. «Es una enfermedad».
Bill parecía un disco de pinball por cómo salía disparado por las laderas. Marrinetto lo llamaba « hey Bill» una y otra vez, siguiendo un ritmo, y cada llamado lanzaba a Bill en una dirección diferente, como si chocara contra obstáculos invisibles. Al principio el ambiente era casual mientras Bill inspeccionaba el nuevo terreno. Ambos, Marrinetto y Romagnolo, avanzaban lento siguiendo el camino. Pero entonces Bill comenzó a escarbar.

Los perros de caza de trufas solo escarban cuando hay una trufa. Están entrenados para reconocer el aroma de forma instintiva. Cuando lo perciben, exudan la emoción y sus patas delanteras se ponen a trabajar rápidamente. Cada vez que Bill metía su nariz entre los montones de hojas muertas, Marrinetto y Romagnolo permanecían de pie mirando, esperando la señal. Pero en el momento en que las patas de Bill se pusieron a trabajar, los recolectores —ancianos, ciudadanos de la tercera edad, abuelos— dejaron caer sus bastones y corrieron tan rápido como sus cuerpos cansados les permitieron. No por temor de que Bill encontrara la trufa primero y se la comiera, sino como una respuesta de ingenuidad casi infantil; la emoción implícita en todas las expediciones donde puedes llevarte una sorpresa. Sin importar que hayan hecho la misma actividad durante 50 años. Esto es una búsqueda del tesoro. La X marca el sitio donde cavar.

Marrinetto despejó la tierra con sus manos enfundadas en guantes. Romagnolo tomó puñados de tierra y los sostuvo frente a mi nariz. El olor era inconfundible: espeso, penetrante y diferente a todo lo que he olido antes, incluyendo trufas servidas en restaurantes de lujo donde he pagado por ver cómo las rebanan frente a mí. Marrinetto se detuvo varias veces a hurgar en los bolsillos de su chaleco y arrojar golosinas para distraer temporalmente a Bill de aquello para lo que había nacido.

Los dedos despejaban lenta y delicadamente la tierra suelta hasta que la superficie amarilla de la trufa quedó revelada. En ese momento Marrinetto llevó la mano a la cintura y acercó a la tierra la parte metálica de su zappino, una herramienta parecida a una hoz para desenterrar trufas. Marrinetto enterró la hoja en la parte posterior de la trufa y, usando una cuña parecida al zappino, sacó la trufa. Todos contuvimos el aliento menos Bill.

Marrinetto levantó la trufa y nos embriagamos con la perfumada esencia.
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