Corría el año 2013 cuando me di cuenta de que algo estaba mal conmigo, pero a la vez nada lo estaba. Mi vida y estado de ánimo se alternaban entre la soledad y el pánico. Lo podría resumir en la nada. Y luego todo volvía a estar bien por un tiempo, hasta que volvía a estar mal. No es normal y uno lo sabe. Uno sabe que esa tristeza crónica no tiene una fuente racional, pero de igual manera uno cierra puertas y se aleja de la gente, porque piensa que esa tristeza es contagiosa.
En una columna anterior hablé de cómo el techno salvó mi vida social, de cómo después de aislarme porque la parafernalia de la socialización me hastiaba, encontré en las rumbas electrónicas un pequeño oasis que me permitió salir de mi burbuja. Eso es cierto, pero el motivo de mi hastío, puedo admitirlo ya, iba más allá de de la poca empatía con los géneros musicales populares y se instalaba en un concepto al que muchos le tenemos miedo: la depresión.
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Sufrir de un problema de salud mental, como la depresión, que no suelen presentar una sintomatología física ni una razón lógica aparente, afecta la forma en que una persona piensa, siente y se relaciona con los demás y deteriora considerablemente su bienestar. En mi caso, mi trastorno de depresión con episodios de ansiedad me estaba, literalmente, jodiendo la vida.
Cuando uno está caminando entre la nada y es consciente de eso, uno intenta que algo pase.
Aquí vuelve a entrar la música, el techno, la rumba. Si un género de música me gusta, ¿por qué no ir a fiestas donde lo toquen? Además, afuera de mi casa fijo algo iba a pasar, fijo algún estímulo me iba a sacar de esa nada. Como una terapia de choque, comencé entonces a salir, interactuar con más gente y vencer, de a poquitos, la ansiedad social. Comencé a sentirme cómoda, contenta. En ese sentido, la fiesta fue una salvación para mí. Y creo que no soy la única. Es sorprendente la cantidad de gente triste que se reúne cada noche en una pista de baile esperando sentir algo.
El baile no viene solo. La noche está plagada de elíxires mágicos que, sí o sí, te quitan el miedo y te sacan de la nada. Y esto, amigos, es un riesgo enorme. Porque es fácil excederse, pasarse de tragos porque así la pasas más rico y piensas menos. Se te facilita hablar con la gente, bailar entre la multitud, se te olvidan incluso tus rituales obsesivo-compulsivos. Comienzas con un par de cervezas, pasas a un vaso de whiskey, otro de vodka, uno de tequila, lo que haya. Así, jueves, viernes y sábado. Y lo disfrutas, claro, porque son tragos entre risas y amigos, y ese bienestar que genera la compañía.
Y hay otras ayuditas. A finales de 2015, en medio de uno de mis ciclos depresivos, probé el éxtasis. Felicidad encapsulada. Recuerdo haberme sentido más contenta, más empática. Me reía, disfrutaba, dejaba a un lado todo prejuicio y precaución. Fui feliz. Fui demasiado feliz. Con un solo comprimido logré sentirme mejor que con varios meses de psicoterapia. Entonces me dio miedo. Miedo de que mi frecuencia de consumo fuera cada vez mayor y que la pepa dejara de hacer efecto. Me dio pánico saber cuál era la fuente de mi ‘felicidad’ y que en algún momento fuera a depender del éxtasis para sentirme bien.
Es muy fácil que una persona con una deteriorada salud mental encuentre en la rumba un oasis para su trastorno y se deje llevar sin precauciones. Lo cual es entendible: según la Asociación Colombiana de Psiquiatría, solo una de cada diez personas en Colombia que sufren de depresión son tratadas; de acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud Mental publicada en 2015, 21.8 por ciento de personas entre 18 y 44 años presenta un patrón de consumo excesivo y riesgoso de sustancias psicoactivas, y según el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas de 2013, el 11.1 por ciento de los consumidores de alcohol entre 12 y los 65 años presentan un consumo riesgoso o perjudicial.
Angustiosa la situación. Si cruzamos la baja tasa de diagnóstico, y por ende de tratamiento de los trastornos mentales más comunes con las altas tasas de drogadicción y alcoholismo, tenemos como resultado un problema de salud pública.
Afortunadamente, he contado con acceso para tratar mi enfermedad y el acompañamiento oportuno para que no empeore, y el suficiente autocontrol para darme cuenta de que me estoy excediendo. Para mí es claro: a la fiesta, por más que la ame, hay que respetarla. Y más tengo que respetar a mi bienestar y salud mental. De a pocos he aprendido a reconocer mis límites en cuanto a consumo de sustancias, incluso me limito al momento de salir los fines de semana porque sé que tres días de fiesta impactan negativamente mi estado de ánimo durante las semanas siguientes. Y también me es claro que de no haber reconocido que tengo un problema y que necesitaba ayuda, la depresión se me habría salido de las manos resultando en un problema mayor no solo para mi, sino para mi familia y amigos.
La OMS calcula que la depresión afecta a más de 350 millones de personas en todo el mundo, y sus síntomas, silenciosos, se van apoderando de cada dimensión de la vida de quien la padece. Si tu tristeza es recurrente, has perdido el interés y gusto por tus actividades cotidianas o simplemente no sientes nada, busca ayuda. La depresión existe, no dejemos de hablar de esto.
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¿Alguna vez ha sentido que se está excediendo con la fiesta por ocultar algún problema mayor? Escríbale a vanessa.velasquez@vice.com o cuéntele por aquí o poracá.
*Esta es una columna de opinión. Por tanto, no representa la postura editorial de THUMP Colombia.