Mi primera experiencia con LSD

Ilustración por NISEIKO.

Ahí estaba yo, intentando atravesar un túnel que se repetía en un loop incesante hacia el infinito; al final de él podía distinguir una luz clara, pero cada vez que avanzaba un paso, ésta parecía alejarse con mayor velocidad. Lo que antes era el pasillo de tres metros de longitud del departamento de mi mejor amigo, y que había atravesado al menos un millón de veces, se había convertido en una desafiante expedición dentro de mi mente sin un final aparente.

Sólo un par de horas antes mis amigos habían colocado sobre la mesa un diminuto pedazo de cartón rojo y azul rudimentariamente cortado. Parecía recién arrancado de la parte superior de cualquier caja de cereal, pero quienes estaban a su alrededor lo miraban con fascinación. Me asombró ver que medía mucho menos que la punta de mi dedo meñique. “¿Por qué le llaman Hofmann?”, pregunté, si lo que me habían invitado a probar era LSD. Uno de mis compañeros me indicó que las dosis de LSD tienen nombres en función al diseño impreso en una de sus caras. Para este caso, la dosis tenía un motivo decorativo del primer viaje de LSD emprendido por el Dr. Albert Hofmann, quien no sólo fue el primer psiconauta en utilizarla sino que fue quien sintetizó por primera vez la Dietilamida de Ácido Lisérgico en 1938.

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No podía creer cómo tantas historias podían caber en ese cuadrito de papel de .5cm, cómo una revolución entera en los 60 pudo gestarse a partir de semejante menudencia.The Beatles, Pink Floyd, Steve Jobs… ¿Esto es lo que les cambió la vida? Realmente me sentí asombrado… y un tanto decepcionado.

Ante mi notoria desconfianza, mi guía para la ocasión, un compañero que ya llevaba suficientes millas de viaje acumuladas como para canjear por un boleto que le diera la vuelta al sistema solar, me dijo: “Un kilo de LSD puede producir casi 20 millones de viajes, porque las dosis de esto no se miden en gramos ni en miligramos, se miden en microgramos”. Confieso que hasta ese momento no sabía qué era un microgramo, de hecho, tampoco lo entendí pronto, fue necesario que me lo pusieran en perspectiva con otra droga para poder asimilar la capacidad que existía detrás del líquido que impregnaba el minúsculo cartón. “Su base molecular es hasta 9.250 veces más potente que la mescalina, ingrediente activo del famoso Peyote”, aseguró mi amigo y chamán urbano.

Justo cuando ya lo iba a probar, el piloto al mando del viaje y el copiloto me miraron con molestia: “¡Ese pedazo es para los tres!”, aseguró el más experimentado. Con un cuadro de papel de .2cm para mí y la confianza totalmente resquebrajada en lo que sería la experiencia a continuación, me encontraba a punto de comer algo que describían como “muy poderoso”, pero mi lado racional indicaba que esto no tendría mayor efecto que unas buenas dos cervezas calientes, en el mejor de los casos. Mis expectativas eran claras: “voy a ver los colores más brillantes y quizá uno que otro elefante en tonos rosáceos danzando a mi alrededor”, pero verdaderamente nada pudo prepararme para lo que vino a continuación y siguió sucediendo en mis posteriores experiencias psicodélicas.

Más allá de sentir que las paredes respiran o que la gama de colores en una pared blanca despliega una infinidad de opciones cromáticas insospechadas, creo que lo más valioso de mis experiencias yace en cómo afectaron mi modo de comprender la realidad, el universo y a mí mismo una vez que estuve sobrio.

Tratar de poner en palabras los más poderosos efectos del ácido, como se le conoce comúnmente, resulta siempre complejo, es como intentar explicarle la diferencia entre el rojo y el naranja a un invidente. Hay cosas de la experiencia lisérgica que sencillamente no pueden comprenderse enteramente desde el lenguaje y resulta casi imposible tratar de describirlas.

Después de comer el ácido estaba parado justo frente a la cama, bailando mientras miraba el musical Yellow Submarine de The Beatles. Me sentía un poco agitado pero no podía distinguir mayores cambios que pudiese atribuir al ácido. Mis manos danzaban al ritmo de “When I’m sixty four” cuando algo fantástico e inesperado sucedió. Las líneas amarillas que cubrían la sábana de la cama ya no estaban atadas a ésta, saltaban y se superponían a mis brazos para luego volver a la sábana. Recuerdo que reí a carcajadas considerando la idea de que las cosas podían estar aquí y allá al mismo tiempo. Éste sería el punto de partida de una cadena de fenómenos que me indicaría que el tiempo y el espacio poseían reglas que podían quebrarse.

Estar con tu cuerpo en el sofá y en la cocina simultáneamente, o experimentar el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo, es enredado. Tomemos una tarea simple, muy simple: servir un vaso de agua. Tomas la jarra de agua, la comienzas a levantar frente al vaso mientras suena de fondo el solo de guitarra de “Time” de The Dark Side of the Moon y transcurren probablemente unos veinte minutos en tu cerebro, pero tu mano apenas ha subido si acaso un centímetro y el solo apenas está tomando forma. Continúas el ascenso con tu brazo ya cansado, respiras lentamente y sigues en el mismo punto en el que partiste pero con más sed. Confiando en que sólo ha sido un error en la matriz intentas nuevamente subir la jarra y ya el disco entero ha terminado; luego de varios esfuerzos infructuosos decides que es mejor inclinar el vaso para no tener que levantarla más. Comienzas a dejar caer el agua y te fascinas por la cascada que se despliega dentro del vaso, sintiendo el sonido de cada gota al golpear el cristal y extendiéndose por todo el departamento. El agua continúa derramándose de modo tan armónico como nunca lo había hecho (realmente siempre ha caído así solo que nunca estás atento) y en tu cerebro han pasado más tiempo. Cuando el vaso está completamente lleno, decides que es todo tan complejo, que tal vez no tenías tanta sed.

Es en esos pequeños pasos dentro de la travesía que descubrimos que la rigidez de algunas “reglas” que determinan nuestra realidad se ven socavadas y con ellas aparecen nuevas formas de percibir el universo entero; uno más flexible y abierto a una infinidad de posibilidades.

Dentro de este nuevo mundo de opciones, es particularmente interesante descubrir cómo una pequeña modificación de químicos en el sistema nervioso puede hacer que uno experimente todo de forma novedosa. Pude descubrir que las palabras tienen sabores (por cierto, la palabra “LSD” no me supo ácida, me supo a plástico), o ver luces de color amarillo revoloteando por el aire cada vez que sonaban las notas de la guitarra de “Stairway to heaven“, desafiaron la forma de funcionamiento habitual de mi sistema perceptual. Este fenómeno conocido como sinestesia me acompañaría durante cada viaje junto a otras maravillas que caracterizan el carácter psicodélico del LSD, entendiendo por “psicodélico” aquello que es “capaz de revelar la mente”. Pero, ¿qué revela el LSD? un caudal de información que no puede incluso ser pensada como usualmente lo hacemos sino a través de rutas que ni siquiera sabíamos que existían en nuestro cerebro y que son desbloqueadas sólo con algunas llaves químicas. Es como venir trabajando con una PC con 100 Megabytes de información y un sistema operativo de los 80 y luego, durante 12 horas, utilizar un sistema operativo actual y con un disco duro de 100 Terabytes.

Con la misma fuerza con la que me impactó la sinestesia me atravesó la idea de descubrir en carne propia que el lenguaje tiene una función muy particular para organizar nuestras experiencias. Si se suprime el filtro del lenguaje para organizar lo que perciben nuestros sentidos, todo es una mezcolanza de estímulos que danzan armónicamente. Desde esta nueva óptica, podía sostener mi teléfono, pero mi cerebro no filtraba la información con las palabras “teléfono” y “brazo”, entonces mi sistema psíquico percibía el teléfono y el brazo como una misma cosa indivisible. Se torna complejo cuando nada se encuentra dividido y se experimenta por primera vez (al menos desde el nacimiento) el universo entero sin un filtro que digiera la información y la haga manejable, esto me ha llevado, con dosis elevadas, a un estadio llamado “la muerte del yo”, una forma de vivenciar la realidad que no es desde la mirada de un ser humano sino desde la óptica del universo que toma consciencia de sí mismo.

Vivir en un universo más flexible en términos de sus reglas y descubrirme capaz de experimentarlo desde una mirada diferente a la que me había habituado desde que recuerdo que existo, me hizo comprender por qué el LSD apareció en primera instancia en el mundo como un medicamento para coadyuvar en los tratamientos psiquiátricos. Era la bomba de hidrógeno que al menos durante algunas horas podía arrasar con las estructuras mentales muy bien establecidas y favorecer nuevos reacomodos de la personalidad, esto mostró prometedores resultados en tratamientos psicoanalíticos para el alcoholismo, el autismo infantil y la depresión, entre otros trastornos. Sin embargo, con todo esto no lograba descifrar por qué la sustancia era ilícita. Y es que a medida que investigaba más acerca de ella, escudriñando entre los más de 10 mil estudios que se han conducido acerca del LSD, desde los años 50 y contrastando esa información con lo que vivía en cada viaje, descubría cosas más sorprendentes.

El LSD no genera ningún tipo de dependencia física ni comportamientos compulsivos para su consumo, es decir que no es una sustancia con capacidad adictiva. Tampoco está asociada a daño físico alguno, y la toxicidad de la dosis media (un microgramo por kilo de peso corporal) es inferior a la toxicidad de la dosis media de cafeína, es decir, es más probable que mueras mañana por sobredosis de cafeína con un americano que por sobredosis de LSD con un cartón. Pero el LSD tiene muchas caras y si se utiliza con cierta frecuencia es probable que se le conozca las más y menos agradables facetas.

A pesar de ser una sustancia inocua físicamente, las complicaciones asociadas al uso de LSD sí existen, pero son del orden psicológico. Entre las dificultades más comunes a las que puede enfrentarse un usuario se encuentra el malviaje o badtrip. El malviaje es un momento durante la experiencia psicodélica que puede durar horas en las que el pánico, la ansiedad generalizada o la tristeza profunda se adueñan del viajero. Sensación de muerte inminente, desaparición del cuerpo físico, desintegración de la personalidad o locura perpetua son lugares comunes entre los relatos de los psiconautas.

Por otro lado, la aparición de efectos propios del viaje luego de meses de la travesía lisérgica, o flashbacks, son un fenómeno real que afecta a la población de consumidores de LSD en una proporción que aún no es clara para la ciencia.

Aunado a los anteriores dos, quizá el más temido de todos los efectos adversos, aunque el menos común, es el hecho de que el LSD puede catalizar crisis psicóticas prolongadas en un pequeño grupo de la población, sin embargo, los indicios científicos parecen indicar que el ácido no es causante de psicosis sino un catalizador que desencadena estas crisis en pacientes con una estructura psicótica de personalidad previa.

En cualquier contexto, el uso de LSD implica riesgos y una apuesta personal con el sistema nervioso. En pro de mejorar las probabilidades de tener una experiencia enriquecedora he aprendido que es fundamental prepararse y formarse personalmente, no sólo para disminuir riesgos sino para construir algo útil en la vida cotidiana a partir del torrente de información acumulada en unas 12 horas de viaje que equivalen a haber vivido algunos años en otra galaxia.

Experimentar con esta sustancia e intentar encontrar un uso práctico que contribuyera a enriquecer mi existencia más allá de lo recreativo, me llevaría por años a continuar penetrando un túnel infinito como aquel en el que se inició mi odisea; a investigar mucho más allá de lo que Wikipedia podía ofrecerme, a conversar con otros viajeros, a tener las más sublimes y terroríficas experiencias, a descubrir de mí tanto como jamás pensé conocer, incluso a escribir un manual para usuarios de LSD. Pero desde el día en que probé por primera vez el ácido supe que había entrado en contacto con la herramienta más poderosa para comprenderme a mí mismo y que ésta me acompañaría de alguna forma por el resto de mi vida.

Lisérgicos es autor del Manual para viajeros en LSD, el cual puedes encontrar aquí.

@lisergicos