AVISO: El siguiente artículo incluye detalles acerca de cómo fabricar cosas malas y peligrosas y probablemente ilegales donde quiera que residas. NO intentéis hacer nada de lo que veáis y leáis aquí a menos que vuestro deseo sea ir a la cárcel o palmarla. Si le voláis la jeta a alguien y le echáis la culpa a “ese artículo que apareció en VICE”, nos sentiremos muy decepcionados. Para dejarlo más claro que el agua: esta publicación no se hace responsable si alguien se provoca daños a sí mismo o a los demás como consecuencia de algo que ha leído en este artículo. ¿Vale? Pues venga.
A la tierna, impresionable edad de 19 años, William Powell escribió la versión original impresa de The Anarchist Cookbook. Corría el año 1971 cuando aquel joven se sintió impelido a crear un instructivo catalizador para el descontento civil resultante de la guerra de Vietnam. Haciendo acopio de datos extraídos de manuales militares y de las Fuerzas Especiales, Powell compiló una antología que no sólo era una llamada a la desobediencia sino también un libro terriblemente divertido. Al principio ninguna editorial tuvo los cojones, o fue lo bastante estúpida, como para publicar el trabajo de Powell; nada extraño, pues se trataba básicamente de una guía para fabricar drogas y explosivos, provocar serias heridas al prójimo y liarda parda en un tumulto. Lyle Stuart, el grillado editor de controvertidos títulos como Naked Came the Stranger y L. Ron Hubbard: Mesías o Loco, dio entonces un paso al frente y, metafóricamente, dijo, “¿Y por qué coño no iba a querer yo publicar un libro de autoayuda para terroristas caseros?” Desde esa primera edición el libro se ha ido reimprimiendo con regularidad, por lo general en pequeñas y costrosas editoriales underground, y hoy en día hasta se puede conseguir a través de Amazon.
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A mediados de los 80, un archivo de texto titulado “BHU’s Handbook” se extendió como reguero de pólvora a través de la escena pirata del entonces incipiente BBS (Bulletin Board System). El archivo contenía unas cuantas recetas similares a las del Cookbook original de Powell y fue progresivamente aumentando gracias a las contribuciones de los lectores y los administradores de la BBS, como si de una primitiva, siniestra versión de la Wikipedia se tratase. Durante el proceso alguien se apropió del título de Powell y los archivos de texto pasaron a conocerse popularmente como “el Anarchist Cookbook electrónico”. Volúmenes adicionales se fueron añadiendo al primero, compilados por autores bajo seudónimo; los más prolíficos y conocidos, Exodus, Jolly Roger y Rflagg.
Cinco iteraciones o así más tarde, el Anarchist Cookbook electrónico se había transformado en un bicharraco rabioso y peligroso rebosante de experimentos químicos inseguros y moral bajo mínimos. A día de hoy, el Cookbook sigue plantando la semilla de la discordia entre nuevas generaciones de rebeldes con o sin causa. William Powell, por otro lado, es ahora un cristiano renacido y codirige junto a su esposa una ONG en Kuala Lumpur. Durante años ha renegado del libro y su deseo es que se retire de la circulación. Los autores que conservan el copyright de su obra pueden permitirse ese lujo, pero William vendió los suyos a su primer editor. Desea también dejar claro que no tiene nada que ver con las distintas versiones electrónicas que han usurpado el título de su libro.
Prácticamente cualquier persona más o menos interesada en la destrucción ha visto, u oído hablar de él, del Anarchist Cookbook, pero la mayoría de historias que circulan en referencia a la puesta en práctica de alguno de sus proyectos son, como mínimo, de dudosa fiabilidad. Con intención de comprobar nosotros mismos la operatividad de algunas de sus recetas clásicas, nos fuimos a un remoto almacén dispuestos a ponerlas en práctica a riesgo de nuestra integridad física. Para este artículo escogimos cinco proyectos del Anarchist Cookbook V*, de Rflagg, publicado en 1997. Nos decidimos por esta versión por haber aparecido en una época en la que el acceso popular a Internet se convertía rápidamente en una realidad, eclipsando a la cultura del BBS. Sigue estando disponible en la red. Puesto que Internet está lleno de mierda y que mucha gente afirma que los contenidos del Cookbook son una chorrada y no funcionan, nos embarcamos en este experimento bajo la hipótesis de que ninguna de las recetas iba a funcionar. Seguimos al pie de la letra las instrucciones y la lista de ingredientes, y al final resultó que las que habíamos escogido tenían, como poco, un poso de credibilidad. Aquí os presentamos los resultados del test para que vosotros nunca tengáis que hacerlo.
*Volvemos a decirlo: a partir de ahora, el uso del término Cookbook hará siempre referencia a esta versión y no al original de Powell.
MEGA BOMBA DE HUMO
Ingredientes: azúcar, salitre (nitrato de potasio) una fuente de calor que se pueda regular, una sartén que no os importe echar a perder, un fuente en la que echar la mezcla solidificada, cerillas, mecha
Esta fue la empresa más sencilla y apestosa del día. El nitrato de potasio no es una sustancia que los químicos vendan a la ligera, pero si eres persistente siempre encuentras a alquien que te la facilita. Lo mejor es acudir a una farmacia que no pertenezca a una cadena. La receta recomiendo emplear cuatro partes de azúcar por seis de salitre, así que nosotros le echamos al mejunje exactamente eso: seis cucharadas soperas. El Cookbook sostiene que basta con medio kilo de este potingue para inundar con una espesa humareda todo un edificio, y nosotros nos inclinamos por creerlo.
Calentamos la sartén con el azúcar y el nitrato en un hornillo a fuego lento, subiendo poco a poco la temperatura y removiendo hasta que el azúcar empezó a cristalizar. El humo que despedía era bastante intenso (la botella de salitre lleva una etiqueta previniendo contra su inhalación), y por eso es recomendable ponerse una máscara o un respirador. Al cabo de tres minutos, aquello parecía mierda de perro licuificada. Lo interpretamos como un signo de que ya estaba preparado.
Apagamos la fuente de calor y llenamos la tercera parte de una vaso de los de whisky con el mejunje marrón, en el que a continuación clavamos unas cuantas cerillas. También una mecha. En el exterior había nieve; trajimos unos puñados y los pusimos alrededor del vaso. Cinco minutos después, la mezcla estaba dura como una piedra. Listos.
Pusimos la bomba en el suelo y encendimos la mecha. Una llamarada de metro y medio se elevó en el aire, seguida de una alucinante cantidad de un humo que apestaba a pescado podrido envuelto en pañales sucios rescatados de un vertedero tóxico repleto de cadáveres y colillas de cigarrillo. El dueño del almacén que rondaba por allí, pilló un considerable cabreo y nos obligó a sofocar el artefacto con un extintor. La explosión creó una miniatmósfera, y nubecillas de humo eran todavía visibles 24 horas después. Esperamos que nuestro pequeño test no acojonara a los posibles arrendatarios del local…
PELOTA DE TENIS BOMBA
Ingredientes: pelotas de tenis, cerillas de fósforo integral, un cuchillo afilado (o sierra pequeña), cinta aislante, papel de lija
La parte más difícil de construir estas cosas es conseguir las cerillas de fósforo integral, que en muchos sitios son ilegales. Internet, claro, es donde hay que buscar, si no te importa esperar unos cuantos días a que te lleguen, pero nosotros tuvimos suerte y encontramos una buena cantidad a precio de saldo amontonadas en una esquina de una antigua ferretería: 100 cajas de 32 cerillas cada una por siete libras. Las de la marca Ohio Blue Tips son perfectas, pero cuesta encontrarlas porque, por lo que sabemos, ya no se fabrican. La única compañía que aún las hace, al menos en Inglaterra, es Diamond.
El siguiente paso fue invitar a unos cuantos colegas a una fiesta de relleno de pelotas de tenis. Lo más rápido y eficaz es asignar tareas en plan cadena de montaje, una persona haciendo agujeros en las pelotas (de tenis) y otras dos cortando cabezas de cerilla, que después introducen, ¡lo adivinasteis!, en las pelotas. Las tapas van muy bien para este menester, pero un papel sirve igualmente. Alguien apuntó que unos cuantos fragmentos de papel de lija ayudarían a la ignición de las cabezas de cerilla, y eso hicimos. El paso final fue tapar los agujeros con cinta aislante y dejar las pelotas en un lugar seguro, donde no recibieran ningún golpe.
Para nuestro intento inicial de crear una literal bola de fuego, decidimos lanzar una de las pelotas unas cuantas veces contra un muro. Ninguno de nosotros creía que fuese a detonar la primera vez, de manera que nadie, ni siquiera nuestro fotógrafo, estaba preparado cuando la bola rebotó en el muro y fue a explotar a unos centímetros de nuestros pies.
Ya con un mejor conocimiento de la física de nuestra granada casera, nos sentimos preparados para el segundo asalto. Izamos a nuestro lanzador en un montacargas y pintamos un objetivo en el suelo. Nos pareció un método más seguro y efectivo. Sin embargo, algo falló y la bola rebotó varias veces en el suelo antes de despedir unas pocas chispas debajo de un viejo sofá.
Sólo nos quedaba una pelota, así que decidimos que si no funcionaba por sí sola, entonces tendríamos que ayudarla. Uno de nosotros, previsor él, había traído unos cuantos petardos, que quince minutos después habíamos despanzurrado y volcado su pólvora en el interior de la pelota, junto con el papel de lija y las cabezas de cerilla. Para mayor seguridad enganchamos unas mechas con cinta aislante. El lanzador encendió una de las mechas, esperó dos segundos y arrojó con fuerza la pelota hacia el objetivo pintado en el suelo, donde estalló con poco espectáculo. Como experimento fue bastante decepcionante, menos exitoso de lo esperado, pero nos convenció de que tirarle una de estas cosas a un grupo de gente cabreada garantiza, como mínimo, que vas a tener que salir por piernas.
MISIL RODANTE
Ingredientes: un espray de laca para el pelo o cualquier otro aerosol inflamable, cinta adhesiva, cerillas, una carabina de aire comprimido o de perdigones
Este fue uno de los experimentos a priori menos fiables, puesto que su mecanismo de ejecución se basaba en la improbable posibilidad de acertarle a una cerilla a distancia con un disparo de carabina, y que a consecuencia del disparo se encendiera. Ninguno confiaba mucho en que funcionase tal y como describe el Cookbook, y nuestras dudas se demostraron más que razonables.
Compramos la laca más chunga que pudimos encontrar, asumiendo que las más baratas serían en buena lógica las más combustibles, y el recipiente el más fácil de penetrar. El primer paso fue enganchar unas quince cerillas con cinta adhesiva a la base cóncava de la lata, doblándolas un poco hacia fuera para hacer más grande el objetivo. Las instrucciones no dicen nada acerca de dónde colocar el artefacto, y la idea de dejarlo simplemente sobre el suelo o una mesa nos traía a la cabeza una potencial pesadilla de metralla volando en todas las direcciones. Lo que hicimos fue asegurar el aerosol a una tabla de patinaje con cinta aislante y poner barricadas a ambos lados de su presumible trayectoria.
Nuestro tirador se sentó en un taburete, a unos tres metros de distancia detrás del cohete, y apuntó con su carabina. Falló varios disparos pero finamente le acertó al culo de la lata, y lo que vimos fue un chorro de laca saliendo a presión que impulsó el skate unos cuantos metros. Decepcionante, pero no sorprendente.
Repetimos el proceso pero esta vez encendiendo una de las cerillas, con la esperanza de que esto provocaría tras el disparo una tormenta de fuego que nos chamuscaría hasta las pestañas. Una vez tuvo la línea de visión despejada, el tirador le disparó al aerosol, acertándole esta vez a la primera y abriendo un agujero en el aluminio del que brotó un géiser de líquido transparente y pegajoso que lo único que hizo fue apagar las cerillas.
Tras deliberar, llegamos a la conclusión de que la clave del éxito era encender todas las cerillas y entonces realizar el disparo. Pegamos una tercera lata a la tabla de skate y nuestro francotirador asesino de esprays se parapetó tras un cubo de basura, poniendo los codos en la parte superior para conseguir una mayor estabilidad. Una vez todas las cerillas estuvieron encendidas, esperó tres segundos y apretó el gatillo. Un ígneo chorro de gloria de casi cinco metros surgió de la base del espray, propulsando lentamente la tabla por el suelo de cemento y obligando al tirandor a agacharse detrás del cubo para evitar que la llamarada le prendiera fuego al flequillo. ¡Por fin una ignición como Dios manda!
CERBATANA
Ingredientes: hilo, un lápiz con goma en la punta, una aguja de coser, de 60 cm. a 1 metro de tubo de PVC o aluminio de unos 12 mm. de diámetro
Construir una cerbatana fue, de lejos, la tarea menos excitante del día, pero si elegimos algo tan arcaico fue por razones eminentemente prácticas. Vamos a ver, ¿qué sucedería si te estuvieran persiguiendo varios matones locos de ira que hubieran sobrevivido a una de tus pelotas de tenis incineradoras? En situación tan peliaguda, no estaría mal tener algo útil y de reducido tamaño en el bolsillo.
El tutorial que aparece en el Cookbook acerca de la cerbatana pinta el chisme como algo más práctico para molestar a tu compañero de piso que como un arma potencialmente letal. Aun así, nosotros necesitábamos un respiro de la ansiedad que nos provocaba haber estado todo el día haciendo el tonto con pequeños explosivos, y la funcionalidad de la cerbatana parecía plausible, al menos sobre el papel.
En la mayoría de ferreterías te podrán facilitar un tubo cortado a la medida que tú les digas, y el resto de componentes los encontrarás en cualquier tienda de baratijas. A primera vista parece imposible evitar que la aguja se deslice fuera del tubo, pero si le atas unas hebras de hilo le darás el suficiente grosor para que no se caiga. Se supone que entonces hay que coger la parte metálica que une el lápiz con la goma pero sin romper el lápiz; tras romper dos lápices del 2 seguidos nos dio la impresión de que aquello daba muchos problemas y en realidad no merecía tanto la pena, así que directamente cogimos la goma y la introdujimos dentro del tubo para que hiciera las veces de estabilizador.
Lo único que faltaba era insertar la aguja enhebrada en el tubo y soplar. ¡Fuh! Bueno, baste decir que el de la cerbatana fue el invento más birrioso que probamos en todo el día. El “dardo” apenas vuela un metro y ni un recién nacido parpadearía aunque le acertara de lleno en la cabeza. Lo único bueno es ver la cara que se les pone a los demás cuando tratan de hacerlo mejor que tú y lo hacen igual.
NAPALM
Ingredientes: espuma de poliestireno, gasolina, un cubo, algo con lo que remover
Durante el transcurso del día todo el mundo se mostró bastante nervioso pensando en el momento en que tocara fabricar napalm. Teníamos la impresión de que era inverosímil la aparente facilidad de elaboración de un compuesto que todos tenemos como sinónimo de vietcongs con la piel derretida. Pero, pese a los nervios, nadie se rajó.
Al principio pensamos que unas cuantas bandejas de poliestireno de esas que contienen frutas y verduras sería lo más barato y efectivo, pero desechamos la idea tras descubrir, mientras conducíamos hacia el almacén, una enorme bolsa de basura llena de planchas de este material. La receta no especifica las proporciones de los ingredientes, así que nos tuvimos que fiar del azar.
Empezamos echando dos litros de gasolina en un cubo. Después fuimos añadiendo trozos de espuma de poliestireno, que enseguida empezaron a disolverse con un agudo sonido de siseo; el tipo de sonido que indica que tus pulmones tal vez estén corriendo un peligro bastante serio. Casi medio kilo de espuma y un rato removiendo con un tablón después, la mezcla empezó a coagularse en una pasta blanca y viscosa como la corrida de un demonio. Lo que al final obtuvimos fue una bola de napalm de unos ocho centímetros de diámetro.
Cuando se están probando sustancias volátiles no es mala idea tomar precauciones, así que antes de pasar a la prueba definitiva pegamos una pequeña cantidad de la mezcla a uno de los extremos del tablón y con un encendedor le aplicamos una llama. La mezcla se inflamó con una llamarada de alta temperatura y, al poco, empezó a caer al suelo en pequeñas gotas ígneas que permanecieron encendidas sus buenos cinco minutos. Pisar estos charcos de fuego lo único que hubiera hecho es transferir el napalm a la suela de nuestros zapatos; dejarlos arder hasta que se extinguieran por sí solos era la única opción viable.
El paso siguiente ya era el de incendiar algo. Con este objetivo un alma noble nos había regalado un televisor con la condición de que escribiéramos la palabra NAPALM, obviamente con napalm, en la pantalla. Así lo hicimos, empleando unas espátulas para aplicar el napalm cuidadosamente hasta cubrir el aparato con el nombre de aquello que iba a ser su destrucción. Tras la ignición el infierno envolvió al televisor, elevándose una columna de humo hasta el techo. El dueño del almacén, que inexplicablemente nos había estado observando desde una galería, se puso a gritarnos algo de que los aspersores de agua del techo iban a saltar y que apagáramos aquello cuanto antes. Lo intentamos, pero el nitrógeno del extintor se combinó con el humo, creando una nube tóxica que obligó a todo el mundo a salir del recinto a la carrera: una final adecuado para un día de anarquismo práctico. Ahí nos despedimos, tosiendo y escupiendo bajo la luz del atardecer.
FOTOS DE ED ZIPCO
AYUDANTE DE FOTOGRAFÍA: MARISA ABAZA