Medio Ambiente

Árboles, sine qua non: ¿qué sería de nuestra vida sin ellos?

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¡Árboles!
¿Habéis sido flechas
caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido las estrellas?

Federico García Lorca

Magia científica

Como el impacto de un meteorito, nuestra economía acelerada y rapaz va destruyendo lo que está a su alcance. En 2020, Bolivia obtuvo el flamante tercer puesto por ser el país con más deforestación a escala global, solo detrás de Brasil y la República Democrática del Congo. Durante los últimos 30 años, 420 millones de hectáreas de bosques han desaparecido en todo el mundo, más del doble del total de la superficie de todo México o cuatro veces el tamaño de Bolivia. ¿Cabe en nuestra cabeza la magnitud de esta cifra abismal?

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Si tuviésemos que irnos a Marte porque aquí la vida ya no es posible, en nuestras maletas tendríamos que llevarnos todos los otros seres que nos componen y nos permiten existir. Entre ellos, los árboles.

Los cuerpos vivos son complejos mosaicos de seres acoplados, contenemos multitudes.

De todo lo que está vivo y entre todo lo que alguna vez vivió en el planeta, es decir la biomasa, el 90% está compuesto por árboles, seres de gigantez compacta, los más longevos y quienes andan rondando por la Tierra hace casi 400 millones de años.

“Necesitamos enmarañarnos en nuestras historias viscerales con el árbol. Los ensambles vitales existen para descolocarnos y poder ver que el ser-humano está presente en el ser-árbol: nuestra existencia se compone a través de otros”.

Los árboles alcanzan proezas bioquímicas. Mediante redes de hongos y raíces subterráneas, han construido una compleja red de intercambios para enviar nutrientes y minerales a quienes les haga falta. También envían olores a través del aire para advertir amenazas a sus compañeros. Los árboles se comunican entre sí.

Cuando comencé a pensar y, sobre todo, a sentir la realidad de los árboles, no he dejado de verlos alegrando la opacidad urbana y exhibiendo sus geometrías que rompen con nuestras cuadradas construcciones. Los observo respirar por nosotros los gases condensados y aturdidores de millones de máquinas circulando.

Al leer el libro “La vida de los árboles” del botánico Francis Hallé, encontré un lugar apto para encender los fuegos que apremia el conocimiento para la supervivencia del planeta. La conservación de la Tierra no es solo una temible urgencia, sino una oda a la belleza de la naturaleza en su infinita creatividad. Para mí, lo más parecido a la magia y sus trucos que hacen aparecer otra realidad, era la ciencia que me hacía sentir que este mundo es mucho más fantástico de lo que ella misma quisiera admitir. Sentía que ambas estaban guiñándose y que presentar la objetividad científica con sus muros de contención a la emoción era imposible.

Los árboles son maestros que nos hacen a los humanos aprendices del vivir.

Ellos murmuran, junto a la compañía del viento, los sonidos del océano. Con ritmos orquestales, los árboles pueden ser vistos danzando al son de la brisa. Nos van enseñando a mirar con todos los sentidos. Nacen de la tierra, viven del agua, comen del aire y también hacen el fuego.

Nutren la imaginación humana al mostrarnos a criaturas simbióticas en relación y a sus remanencias fluyendo en la biosfera que nos incluye. En estos encuentros existe la posibilidad de construir una profunda intimidad entre ellos y nos-Otros.

 Árboles, sabedores: sin ustedes, no.

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Castaño histórico. Ilustración de @pol.asecas

 El Castaño histórico

Entre los 390 millones de árboles y la infinidad de plantas que hay en el Amazonas crecen los castaños, excelsos y colosos árboles que llegan a medir hasta 60 metros (¡más de veinte veces la altura de una casa promedio!). Es camaleónico y aventurero: la historia humana está tejida en su historia natural.

Al deslocalizar la idea de que la Amazonía es un lugar virgen, las andanzas del castaño emergen en una travesía de antiguos alientos. Este compañero de enredos fue dispersado por pueblos amazónicos antes del 3000 a.C. Los caminantes de las selvas en sus aventuras difundieron ampliamente sus semillas, y las redes interétnicas de comercio amazónico habrían facilitado esta dispersión. Botánicos y arqueólogos sospechan que muchas veces los pueblos no eran nómadas, paraban su peregrinaje e instauraban sofisticadas plantaciones forestales, entre las que se encuentra la domesticación del castaño.

Los paisajes amazónicos han sido, entonces, configurados por los antiguos pueblos indígenas. Desde la región brasilera de Pará, el castaño ha viajado extensos caminos hasta llegar a la cuenca del Orinoco en Colombia y Venezuela, paseando también por Perú, Ecuador y Bolivia.

Debajo de un gran Ficus en Cartagena, Colombia le pregunté a un comerciante qué le parecía ese enorme ser que nos cobijaba. Su respuesta fue: “Un árbol sabe mucho de historia, pero nunca habla”.

Los árboles, silenciosos sabios, caminan sin pies. Abejorros, roedores y múltiples especies también transportan al peregrino.

Sus frutos, que van envolviendo su largo tronco, no solo han recorrido selvas, también han conocido el éxodo continental cruzando distintos océanos. Ellos han llegado a barrigas del hemisferio norte. Las nueces que contienen sus duros cocos son el producto forestal no maderable más importante de toda la Amazonía y Bolivia es el mayor “castañero amazónico” en el planeta.

El castaño carga con la delicia de ser un árbol que, por su no rareza, evita la deforestación. Donde hay castaños, la tala es gigantescamente menor. Habitan el mundo por 200, 500, hasta mil años. Milenarios árboles protegen el futuro del planeta con estar aquí y ahora.

En Bolivia, según me cuenta Daniel Larrea, botánico boliviano especialista en castaños, quien además trabaja en la ONG Conservación Amazónica y en el Herbario Nacional de Bolivia, entre 40 a 60 mil personas trabajan en la recolección y acopio de sus semillas. Hay quienes llaman “campeones” a sus árboles estrellas. La palabra campeón deviene del lombardo y significa “paladín –persona valiente y honrosa- que combate en defensa de otro”. En efecto, los castaños campean, vivifican.

Sin embargo, ver su importancia solo desde la perspectiva mercantil arrastra lastres de explotación hacia los recolectores. Las relaciones amazónicas árbol-humano han sido violentas: quinas, cauchos y castaños tienen las huellas de las manos de la desigualdad.

Necesitamos enmarañarnos en nuestras historias viscerales con el árbol. Los ensambles vitales existen para descolocarnos y poder ver que el ser-humano está presente en el ser-árbol: nuestra existencia se compone a través de otros.

La corteza del castaño es curandera, la medicina de los pueblos indígenas, enciclopedias vivas del conocimiento, saben que al cocerla ayuda a sanar el reumatismo, las inflamaciones, la hipertensión y la depuración del cuerpo. En los canales de nuestros intestinos navegan nutrientes castañeras. También aterrizan sus vitaminas a nuestro cerebro.

Somos un ser colectivo, una composición de células sociales. Íntimas relaciones se entrelazan.

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Queñua fogosa. Ilustración de @pol.asecas

La Queñua fogosa

A 5.200 m.s.n.m. está ubicado en Oruro, Bolivia el bosque a más altura del mundo. Las queñuas son los únicos árboles que pueden cumplir con, literalmente, sus altas exigencias. Para ellas, la vida comienza a más de 3.000 metros.

Al hablar de trucos que construyen y sorprenden la realidad, las queñuas nos llaman y dicen: ¡vean cómo nosotras hacemos llover! Sus hojas, que salen de ramas torcidas y extrañas, capturan agua de aires y neblinas. La queñua transpira lo que bebe y muchas queñuas transpirando son un bosque que crea la lluvia. También emanan agua por raíces invisibles a nuestros ojos y, así, van formando manantiales.

Las queñuas reavivan el aire de las altas montañas donde el oxígeno es un bien preciado. Son la mejor guardia para controlar la temperatura y, en esta vigilancia, crean climas para que los lugareños siembren su comida.

Nos dan una existencia donde la vida sí es posible cerca a los cielos, con agua, comida y calor: su madera ha sido fuente de energía.

Si asumimos nuestra ascendencia arborícola, hay rasgos que denotan que lucimos como lucimos por los árboles: manos diseñadas para agarrar ramas y ojos trazados uno a lado de otro para observar atentamente relieves y distancias para no caer y morir en el suelo.

“Sus hojas, que salen de ramas torcidas y extrañas, capturan agua de aires y neblinas. La queñua transpira lo que bebe y muchas queñuas transpirando son un bosque que crea la lluvia. También emanan agua por raíces invisibles a nuestros ojos y, así, van formando manantiales”.

El árbol ha sido el compañero que, con sus cortezas, ramas y troncos, ha abierto las puertas a convertirnos en humanos encendiendo el fuego y transformando aquello que nos rodea. De la mano del fuego, con inminente colaboración del árbol, hemos ido transfigurando la materia e iniciado posibilidades imprevistas para estilizar nuestra carrera evolutiva.

Hilamos pensamientos para realizar el montaje de nuestra existencia: sin un árbol como la queñua, no podríamos ser lo que ahora somos. Ningún ser vivo puede emerger y vivir sin cercanas relaciones con otras especies.

Sobrevivir significa “ir más allá de la vida”. Permanecemos en esta existencia con múltiples ausencias, como una queñua destinada a la combustión. Continuamos viviendo a través de la muerte de otros.

Al tentar al exceso, su muerte también abre el limbo peligroso del abatimiento del bosque y sus efectos sobre la emanación de vida.

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Toborochi mítico. Ilustración de @pol.asecas

 El toborochi mítico

Rara, preponderante y con reptilianos rasgos en su corteza, la ceiba chodatii es el toborochi icónico del Chaco boliviano. Ella conoce los cambios del tiempo con sus deslumbrantes mecanismos de adaptación. Sabe cuándo es el momento adecuado para perder todo su follaje y resistir las prolongadas sequías que caracterizan esta región.

El viento se une a las mariposas, los murciélagos y colibríes para esparcir las semillas de toborochis y regar su belleza. Estos animales dependen de la comida de sus frutos, y el árbol prolonga su existencia en sus recorridos aéreos.

Nos-Otros, misceláneos de varios otros, contamos historias para trazar el mapa de los territorios que buscamos recorrer. Uno de los intérpretes de nuestro horizonte de sentido ha sido el árbol. En el Edén, junto a las rebeldías de Adán y Eva, estaban trazadas sus ramas y deseables frutos. Yggdrasil es el árbol del conocimiento en la mitología nórdica, cuyas raíces unen a los nueve mundos que componen su cosmos.

En cada historia particular, el árbol se erige como la historia universal, quien ha estado regalándonos significados, además de vida. Esta sensibilidad emerge en palabras de Víctor Hugo: “No puedo mirar la hoja de un árbol sin sentirme aplastado por el universo”.

En el Chaco, los y las guaranís han hecho parte de esta relación rica en simbolismos.

Araverá, el “Destello del Cielo”, era una mujer preciosa y fuerte sin igual, distintivos que la llevaron a juntarse con el mismísimo Chinu Tumpa, el dios Colibrí. Su unión trajo la promesa de parar la destrucción de los Aña, seres oscuros que pululaban por los bosques: Araverá y Chinu Tumpa tendrían un hijo que se convertiría en payé, el chamán capaz de detenerlos. Los Aña temieron tanto el poder del futuro niño que iniciaron una gran persecución para capturar a la madre. Ella huyó pavorosa y, por el cansancio que iba sintiendo, decidió ocultarse en el toborochi encantado que le abrió sus puertas. Allí dio a luz al niño-payé. Al crecer, él salió del árbol y cumplió su cometido. Ahora, Araverá aparece en forma de flores para que los colibrís beban de su néctar.

El toborochi, es un árbol protector, en su enorme barriga guarda la fecundidad del mundo.

La planta perenne

En cada árbol está imbricada la historia humana por una inmensa –casi innumerable- cantidad de vínculos: la dispersión de semillas, el surgimiento del fuego, la creación de lluvia, el avivamiento del aire, los alimentos que fluyen en nosotros, la medicina que cura,  y, además de otras vastas relaciones, ellos están presentes en nuestros imaginarios míticos.

“La ciencia describe con precisión desde afuera, la poesía describe con precisión desde adentro. La ciencia explica, la poesía implica. Ambas celebran lo que describen” dice Ursula K. Le Guin.

Espíritus místicos y poéticos han brotado para imaginar y vivir, espíritus científicos han emergido para especificar y sorprender.

Millones de árboles cargan una poderosa expresión que está retumbando en un mundo dañado. La ciencia y la mítica se encuentran en nuestras formas de verlos y escuchar su silencio donde la sabiduría y la vida florecen.

Nosotros aprendemos de ellos, nunca al revés.

* Un agradecimiento especial a Daniel Larrea y Alejandro Murakami, investigadores del Herbario Nacional de Bolivia, por su trabajo con árboles y nuestro diálogo.