¿Que “viva” qué?

Las fiestas de cumpleaños de México son cada vez más deprimentes. Como si el cumpleañero nos hubiera empezado a dejar plantados cada fecha, a partir de un punto que no recordamos con claridad, hasta que empezamos a sospechar que pasaba algo raro, que cambió de amigos o que lo metieron a la cárcel. Las fiestas siguen sucediendo, porque algunos de los amigos son fieles, o demasiado tercos. O ingenuos, por decirlo en tono suave. Pero cada año el número disminuye.

Parece que este año nos estuviéramos cansando de esa falta de señales de vida por parte del cumpleañero. Que no solamente nos hayamos aburridos de fingir que nos importa durante todo el año, sino también en su aniversario (aunque ese cansancio se alivia, aún ahora, durante los días que dura el Mundial): nunca había visto tan pocos coches que anunciaran septiembre en su parabrisas.

Videos by VICE

La glorieta del Ángel parecía un pueblo fantasma y la taquería-cantina en donde vi la transmisión del Grito en vivo (por TV Azteca) estaba llena, pero los clientes no tenían ánimo de hacer otra cosa más que masticar tacos y tragar cervezas, mirando de reojo las pantallas que trasmitían algo que, para todo efecto práctico, era un Boletín de la Federación. Hubo un borracho con aire perdido que trató de seguir el ritmo de esa canción tan aburrida, que en cada coro dice “¡Viva México!”, pero no consiguió que nadie se le uniera.

Era una experiencia disonante, porque en el Zócalo, los asistentes estaban eufóricos. Más eufóricas que eufóricos, porque, es justo decirlo, desde que se lanzó el producto Peña Nieto, ha despertado pasiones intensas en sectores más amplios del público femenino que del masculino. Al parecer, los acarreados se distribuyeron libremente en cuanto llegaron al espacio demarcado por las vallas en el Zócalo, y el público que esperaba, más que la torta y el chesco, tener la oportunidad de ver al presi en primera fila, tenía margen de maniobra suficiente para lograrlo.

Esa fue, seguramente, la razón de que al final del “Grito” (esa cosa, un texto de tres líneas que los presidentes deben memorizar a cambio de su sueldo, que se grita desde el balcón del Palacio Nacional mientras se toca la campana y que tiene derechos automáticos de transmisión en cadena nacional… poco más que eso), las cámaras de las televisoras pudieran grabar a sus anchas al público que se había colado a los primeros sitios, mientras gritaba algo que no era el nombre del cumpleañero (el nombre del país, pues), sino “Enrique”, o el apellido “Peña” una y otra vez.

Parece que el gobierno federal quiso tratar la ceremonia del 15 de forma parecida a lo que Ratzinger intentó hacer de su iglesia, los pocos años que la tuvo en sus manos: dejar de ella solamente un núcleo duro, pero fiel a morir, sin importar que las iglesias siguieran vaciándose. Así sucedió con el Zócalo durante la ceremonia: el perímetro dentro de las vallas no estaba atestado, ni mucho menos. Había espacio suficiente para que el público representara un musical en honor de la familia real, si el caso lo hubiera ameritado. Pero se trataba de acarreados con una convicción ideológica tan sólida como los clientes de tiempo completo de la franquicia más cercana del Catholic Church Mart. O más, como los militantes del Estado Islámico. Eran integrantes de esa tan tradicional carne de cañón corporativa, que se ganan a fuerza de porras y aplausos su torta y chesco (aunque ahora, porque el país no deja de modernizarse, el combo era sándwich de pavo con pan integral y jugo).

Fuera de las vallas, quedaron miles a quienes el nuevo cuerpo de la Gendarmería Nacional juzgó sospechosos de no tener lavado a fondo el cerebro, y que, por tanto, podían haber roto la bella armonía de totalitarismo. Fue tanto el cuidado que los gendarmes (¿cómo se les va a llamar a los integrantes de ese nuevo cuerpo, alguien sabe?) pusieron en esa amorosa labor de seguridad, que, como seguramente vieron en las fotos que circularon arduamente durante los dos últimos días, pasaron por la báscula a bebés y niños de tres años. Porque, claro, no hay mentes tan jóvenes que no puedan estar incubando ideas extremistas.

La idea de celebrar un cumpleaños tiene que ver, en general, con el mantenimiento de un vínculo social y afectivo hacia una persona que, más o menos, nos da gusto que esté viva (o con tener un pretexto para emborracharse, a pesar del cumpleañero o en la indiferencia absoluta hacia él/ella; pero ésa es otra bronca). Se trata de una ocasión con valor simbólico, pero ese mismo valor es de lo que está hecha cualquier cosa que se les ocurra, desde el dinero hasta los gustos musicales. Es el mismo valor que justifica la celebración del cumpleaños de un país, específicamente México (porque para cada país la fiesta nacional de mayor importancia tiene un significado y contexto histórico distintos). Aquí la fecha tiene que ver, en su aspecto más esquemático, con un asunto territorial: la sede del poder para la gente que habitaba este pedazo de tierra ya no se encontraba al otro lado del charco, sino en él mismo.

A un nivel (poco) más profundo, la lucha de la Independencia implicó varias cosas, pero tal vez la más importante era la necesidad de que ese paso definitivo de la descolonización implicara la formación de un régimen en el que las decisiones de gobierno (y la estructura social, económica y jurídica del nuevo estado) estuvieran sujetas al interés común. En palabras de Morelos, un estado en el que la justicia sirviera a los más débiles, en primer lugar.

No sé si haga falta aclararlo, pero no parece que ése sea el país en que vivimos. Se trata sólo de un ejemplo, pero el de las recientes “reformas estructurales” es representativo de la dirección en que se ha ido transformando a esa cosa que conocemos como Estado: el interés común está perdiendo las vencidas frente a la fuerza del capital global, algo que también se llama economía de mercado. El Estado sigue presente, pero cada vez más como herramienta para desmontarse a sí mismo. Es un tema sobre el que se habla tanto que ya da un poco de asco, sólo lo traigo a la mesa porque nos recuerda lo poco que significa la “celebración” del 15 en estos días.

Incluso, aunque su sentido fuera estrictamente el primero, la soberanía territorial, haría falta una lobotomía para justificarlo. Solamente en los últimos meses nos han regalado dos pruebas de la falta de soberanía territorial. La primera es la ocupación de terrenos susceptibles de ser explotados por las compañías energéticas, que se aprobó con la reciente reforma. Supuestamente esta ley se aprobó porque los energéticos son considerados bienes estratégicos, pero quienes los explotarían serían particulares (o Pemex; pero eso sería en el caso de que Pemex siga existiendo un rato más). Se supone que a los dueños no los expropiarían, ni los obligarían a vender, ni se les pagaría un uso de terreno injusto. Pero, bueno, sí, ajá.

La otra fue una declaración (¿confesión?) de la Secretaría de Economía, acerca del hecho de que la quinta parte del suelo (36 millones de hectáreas) de México, está concesionada para la explotación de compañías mineras.

Todo esto no tiene nada que ver con “amar” o no a un  país (en todo caso, alguien por favor descríbame de qué se trata ese amor), sino con un ritual que hoy parece servir, si no exclusivamente, sí en primer término para arrodillarse ante el esposo de la Gaviota. Si la conmemoración se trata del país, creo que ya somos lo bastante mayores de edad como para ir a echar cohetes una vez al año junto a la cama donde el cumpleañero está sufriendo un infarto. Es decir, hay poco qué celebrar y mucho para reflexionar.

[Y sobre la primera caída de la bandera sobre el piso del Zócalo que ha ocurrido en la historia de los izamientos ceremoniales del 16, de verdad, no hay nada que decir. Es tan elocuente que cualquier cosa que elaboremos sobre ella echaría a perder el mensaje].

Sigue en Twitter a la única gatita que escribe en VICE:

@infantasinalefa