Música

Radikal Styles para siempre

*Fotos por Santiago Mesa.

El sábado pasado el frío de la madrugada dejó de sentirse en la Calera. Eran casi las seis de la mañana y una nube de humo blanco se alzaba sobre las cabezas de casi 1.500 personas, una mezcla de sus alientos chocando contra el clima inclemente, del humo de sus cigarrillos y de los últimos porros que muchos sacaban como arma para combatir el cansancio, o como la clausura perfecta de lo que había sido una larga jornada de fiesta con más de ocho horas de baile.

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La noche había comenzado en la 72 con 11 frente a la Universidad Pedagógica donde, como muchos, mis amigos y yo esperábamos el bus que nos iba a llevar hacia el mirador, mitigando el frío con algunos traguitos del siempre fiel aguardiente y un poco de vino. Finalmente nos llegó el turno de subirnos y antes de bajarnos lo que llevábamos de trago, habíamos llegado a nuestro destino final, un lugar en La Calera desde donde se veía toda la ciudad iluminada en pleno. Desde que nos bajamos del bus veíamos correr los ríos de gente, encaminándose lentamente hacia los filtros del Radikal, el evento que, entre todos los que hubo esa noche, era donde había que estar.

Y había que estar por muchas razones. Después de quince meses de espera tras un Radikal de Halloween bien revoltoso, y con una versión bajo techo, reducida y dividida del evento el año pasado que dejó un sinsabor en los asistentes, por fin volvía el festival como lo conocíamos: al aire libre, con más de veinte artistas entre nacionales e internacionales y hasta que saliera el sol.

Iba a haber techno, iba a haber hardtechno, iba a haber drum n bass e iba a haber hardcore, el género que parecía ser el gran protagonista de la noche, representado por pesos pesados como Art of Fighters, Unexist de Italia o Razorbeat y Sonicore, artistas de la casa. Después de una fila que se movió rápido y una entrada apretujada sin mayores complicaciones, por fin estábamos adentro. Ambas carpas ya estaban llenas, así como el escenario pequeño donde iba a haber géneros variados; la carpa de Échele Cabeza recibía a varios asistentes ansiosos que querían testear de una vez lo que iban a consumir esa noche y el baile abundaba por todo lado: la gente bailaba en la fila del baño, adentro de las carpas, afuera de las carpas, mientras compraba trago… se sabía que era una noche dedicada a eso, a moverse.

Así, por fin estaba empezando la versión número 19 del Radikal Styles, un festival que había empezado nueve años atrás, básicamente por la necesidad de reunir todo lo que estaba sucediendo en la escena de sonidos pesados en esa época: DJs, colectivos, público, fiestas, etc. “Yo tenía un colectivo que se llamaba Underhard y otros amigos tenían a Disturbeat”, recuerda Felipe Ospina, integrante del colectivo Die for y uno de los fundadores del festival. “Ambos parches queríamos hacer un festival donde pudiéramos unir todo ese trabajo que se había venido haciendo, ellos desde el dnb y nosotros desde el hardtechno”. Con esta idea en mente, cuatro personas empezaron a trabajar en conjunto. Hoy ya son un equipo de ocho, con dos colectivos socios que son referencia en la escena nacional: RE.SET como estandarte del dnb y Techsound del hardtechno y el hardcore.

El espacio unificador era más que necesario. “Todos los DJs oldschool estaban flotantes”, cuenta Sónico, fundador del colectivo Techsound y socio actual del festival. “Ya había colectivos y DJs. Techsound ya estaba, RE.SET estaba arrancando, había más colectivos de techno, y ya existía ese gusto por la música pesada”. Con un circuito que no se centraba en clubs, los artistas de estos géneros estaban experimentando el rise, la punta del paradigma. “Tocábamos en Villavicencio, Medellín, Bucaramanga, Chía y Cajicá”, recuerda Sónico. “Acá era en todo lado: en Pacha, en Casa del Molino, y en el Edifrito que era un roto: solo había un baño dañado, no tenía bombillos, pero la gente nos copiaba porque era el amanecedero donde caía todo el parche”.

Fue precisamente en ese roto donde se hizo el primer Radikal: cuatro ambientes, cuatro géneros, 1.100 asistentes, varios artistas locales, y un solo techo que sudaba. Y desde la primera versión bautizaron el festival así: Radikal Styles o Estilos Radicales, un libro de Susan Sontag que Felipe estaba leyendo por esa época: “era una retrospectiva de la vida de ella y de cómo veía la vida desde la fotografía y los diferentes estilos de vida”. Siguiendo por la línea de los estilos, el colectivo del festival había decidido llamarse Die for Style, todo en inglés por esa maña colombiana que tenemos, o quizá para darle un poco de proyección internacional. En todo caso, el nombre eran tres palabras que funcionaban a manera de manifiesto: “Nosotros vivimos de un público fiel”, asegura Felipe, “que lo que hace es vivir y morir por su estilo, defenderlo a capa y espada”.

Así estaban el pasado viernes los asistentes de esta nueva versión en todos los escenarios: defendiendo su estilo, su baile, su parche, su pista de baile, su fiesta. Eran casi las dos de la mañana y Hfucker, que es el mismo Felipe, le pasaba la batuta en la Noise Area al DJ y productor de hard techno Diogo Ramos de Brasil, el favorito de mi noche. Con mi grupo de amigos intentamos hacernos más adelante, ni siquiera con la intención de poder ver al artista; solo queríamos que la vibración acelerada que empezaba a salir de los parlantes golpeara más duro nuestros cuerpos.

Muchos de los que tocaron el viernes pasado tocaron en la primera versión del festival. Como Jayway, que ahora se dedica a la peluquería y solo tocó esta vez como petición, o Sónico, que como los fluidos, ha sabido filtrarse lentamente en prácticamente todos los circuitos electrónicos de este país, construyendo historia en cada uno de ellos. “En muchas ocasiones estigmatizaron esta escena”, afirma. “Al comienzo era muy narca, muy traqueta. Y era raro porque uno pensaba que a esos manes les gustaba el tribal house y todo eso”.

La época traqueta de la escena hardcorera en Bogotá fue en su momento un arma de doble filo. Por un lado estaba el estigma latente, que también sufrieron otros géneros en nuestro país como el techno y el progressive house, pero por otro lado, este público representaba una porción importante del nicho, que asistía a los eventos, consumía dentro de ellos y hasta abrían sitios con ese enfoque musical. “En esa época lo que le gustaba a esa gente era el voltaje, les gustaba ese tas tas”, cuenta Sónico. “Yo sabía que se iban a aburrir de esto, pero mientras tanto aprovechábamos y nos la pasábamos tocando en ese bar lleno de traquetos”.

Y toques a muy buen precio, recuerda Felipe. Épocas doradas donde por un par de horas les pagaban de 700 a un millón de pesos a cada uno. “A los traquetos no hubo que sacarlos del cuento, ellos se sacaron solos porque ya las perras no podían bailar, ¡se les regaba el whisky!” se ríe Felipe. “No eran capaces de bailar con ese ritmo y obvio, si se abrían las perras ya no había fiesta. Fueron ellas las que nos salvaron de esa época”.

Pero sin traquetos quedaba un gran vacío dentro de la escena, además del reto de convencer al resto del público de que había gente seria a la que en verdad le gustaba este cuento. Entonces empezaron a levantarse de las cenizas apuntándole a la juventud, los peladitos a los que “les gustaba el voltaje”, en medio de una ciudad que, para Felipe, renovaba su personal para rumbear cada seis meses. Y ese nicho es el que sigue ahí, firme con la causa.

El viernes se vio de todo, como en los Radikals a los que he asistido, que tampoco han sido muchos. Se ve el peladito con cara de estar estrenando cédula, dándose la vida loca en primer semestre de universidad; se ve el que de farra en farra llegó a los treinta y no ha capado Radikal desde su primera versión; se ven los carelocos que solo vinieron a darse en la cabeza, los punkeros, los gomelos, las niñas lindas con sus pelos pintados de colores, los que no se aguantaron a la versión de Halloween y se vinieron disfrazados… los unos y los otros hombro con hombro, brincando aceleradamente y agitando los puños, mientras alguien en algún lado grita: “¡eso hijueputaaaa!”.

Después de los 1.100 asistentes de la primera versión hubo una segunda en el mismo lugar y a los organizadores les comenzó a cambiar el chip, y comenzaron a pensar como una empresa y como promotores que buscaban expandirse. Por esto y por muchas razones, el Radikal se abrió de la ciudad, empezando a probar con el formato al aire libre, que inmediatamente enamoró a la gente. “En el segundo año nos fuimos para la Calera porque la visión que teníamos era: ‘cuando empiece a amanecer, que vean las montañas’”. Felipe y Sónico aseguran que ese es de los puntos fuertes del Radikal: el rave al aire libre y el placer de sentarse en el pasto, un aspecto que de inmediato les trajo el doble de público. “Y cuando nuestro asesor financiero nos dijo cuánto teníamos para el próximo, fue ahí que decidimos traer gente de afuera”.

Pero la razón para salir de la ciudad no solo era motivada por la visión idílica de las montañas. Tanto Felipe, como Sónico, Jairo y cualquier productor pequeño en esta ciudad, tiene que resignarse a trabajar en la ilegalidad por las pocas garantías y la cantidad de dificultades que el Distrito impone para la realización de un evento. “¡Eso es ridículo!”, protesta Felipe. “Está bien que haya permisos de permisos, pero también hay un nivel. Y si haces todo por lo legal le tienes que dar el 30% a don Sayco y Acinpro”.

Los problemas de permisos y legalidad siempre han sido una amenaza para el festival, que la mayoría de veces se divisa lejana y algunas otras se ha visto inminente, como la vez que la Policía llegó antes de que empezara el festival, en el Viejo Sartén por la Séptima bien al norte, el único Radikal que les han acabado. “Ese día terminamos en Baum, que en ese entonces era Casa 33”, recuerda Sónico. “Yo eché las cosas al carro, cargamos las cabinas, y a la una de la mañana montamos otro Radikal allá. A la final hubo fiesta, la gente la pasó increíble… esas cosas lo motivan a uno”.

Desde casi el inicio, el festival se ha movido por todos lados. Lo han hecho por Suba, por la Conejera, en unas canchas de fútbol, en la 222, por la 80, y de nuevo a la Calera, que es uno de sus sitios predilectos, al que acabaron de volver. “Se buscan sitios que no sean muy lejos de Bogotá, donde haya campo abierto, donde no joda la policía, donde nos podamos meter, armar carpas, meter a dos mil personas, allá vamos a estar”, cuenta Sónico, que lleva una vida entera dedicada a buscar cuanto roto exista para poder hacer buenas fiestas.

Y en las 19 versiones que llevan, el festival ha tenido sus buenos y sus malos ratos. Para Felipe la peor versión fue una que hicieron en la Mansión Donoso hace seis años, donde llovió tanto que les tocó cerrar el ambiente de dnb y a muchos les tocó bailar hardtechno, o prefirieron irse. Pero todos saben y concuerdan que la peor versión oficial del festival fue la del Halloween de 2014, pues aunque musicalmente y en términos de fiesta fue increíble, dentro del festival estalló una batalla campal que se venía anunciando, debido a un estigma que el Radikal lleva enfrentando por muchos años, y es el de las “ratas”.

Porque a diferencia de muchos nichos electrónicos de esta ciudad que desde su inicio han sido supremamente excluyentes, el festival ha tratado con todo tipo de personas desde el día uno. “Nuestro nicho no es ni estrato seis ni estrato uno”, afirma Sónico. “En general es gente de clase media donde se filtró mucho ñero por lo masivo que se volvió el festival”. Y es que el escenario es perfecto. Ocho horas de baile non stop, con gente concentrada en bailar, o desconcentrada por el consumo de sustancias, se vuelve una mezcla de circunstancias perfecta para las peleas, los robos, y en general atentar contra el otro, irrespetar la pista de baile.

En ese Halloween el problema empezó desde temprano, pero se extendió hasta la madrugada, cuando salió el sol y ya todos los asistentes podían ver lo que estaba sucediendo. Gente apuñalada pedía ayuda entre el público, pelados en el pasto sometidos con taser a la salida, hordas de logística y de los propios fundadores contra hordas de jóvenes drogados, en un combate de proporciones épicas que más tarde se volvió viral por redes sociales, con decenas de personas quejándose por lo sucedido. Los que habíamos presenciado todo a un ladito temíamos lo peor: el Radikal Styles había llegado a su fin.

“Para mí lo peor de esa noche fue que se expuso la gaminada de la gente”, afirma Sónico, alegando que había hordas de 30 personas colándose, falsificación de boletas y hasta falsificación de casi dos millones de pesos en la barra, todos hechos criminales que parecían premeditados. Para Felipe, que estuvo recibiendo golpes en esa estampida, el tema iba más allá de la seguridad, sino del manejo de este estigma que atraviesa la música y se cola también en Transmilenio y en todas las calles de nuestro país.

O los organizadores tomaban cartas en el asunto y educaban a la misma escena que habían criado, o el cuento se acababa. Por eso el año pasado fue un sinsabor para los asistentes, pues aunque se trajeron artistas tan legendarios como Goldie o Detroit Techno Militia, el formato cambió totalmente. “Nos portamos como papás”, admite Felipe, que decidió con su parche hacer dos fiestas pequeñas y separadas, a las que la gente no les creyó mucho y con las que se resignaron a perder plata, algo que consideraron necesario para dar la lección.

Desde ese entonces, e incluso antes, Die for Style, junto con RE.SET y Techsound empezaron una campaña fuerte para respetar su pista de baile, “respect the dancefloor“, tratando de que el público se apropie de su espacio y de que entiendan que “los buenos somos más, y los ñeros somos menos”. “No hemos querido ser nunca excluyentes en el Radikal porque es muy difícil armar un filtro alrededor del estrato social”, agrega Sónico. “A mí no me importa si eres de plata, a mí me importa que seas decente. Si usted consigue sus 60.000 pesos, desde que vaya en buena actitud, todo el mundo es bienvenido”.

Y no solo se trata de cuidar la pista entre nosotros, sino de cuidarla ante los ojos del continente. “En Latinoamérica, dentro de este nicho, no hay nada más grande, es claro que hemos hecho un esfuerzo”, cuenta Felipe. “No valdría la pena que se viniera abajo por un flagelo social que va más allá de una fiesta, esto pasa en todo el continente”. Y la continuación de estas dinámicas representan un esfuerzo doble por parte de los organizadores: no solo tendrían que derribar el estigma violento de Colombia que tenemos afuera frente a los artistas internacionales, sino luchar desesperadamente por salvar la escena de los actos malintencionados, que en esta versión se vieron casi totalmente reducidos. Al parecer el mensaje se captó: los ojos somos todos.

Pero a comparación de los buenos ratos, los malos ratos han sido casi inexistentes. Todos coinciden en que es imposible escoger la mejor versión del festival, pero siempre le apuntan a que la mejor sea la última, para estar mejorando constantemente. A estas alturas ya no les interesa hablar de Die for Style, o de RE.SET o de Techsound, ahora solo se trata del Radikal, que es de todos.

Anécdotas tienen miles. Como la de todas las veces que les ha tocado comprar miles de metros de polisombra y cercar el terreno entre todos, el toque épico de Goldie debajo del puente de la 26 el año pasado, o la anécdota de los ácidos malos, que dio paso a la leyenda urbana de que en el Radikal había un corral para la gente que estaba más drogada. Una mala racha de ácidos anfetos en la ciudad causó que en una de las versiones de Suba catorce tipos se embolaran de la nada dentro de la fiesta: “a la una de la mañana cuando empezaron a embolarse estos locos, los llevábamos atrás y dio la casualidad de que todos se metieron a la misma zona”, cuenta Felipe. “Cuando el corral estaba lleno cerramos con vayas, y ahí quedó el corral de los locos, que siempre fueron muy inofensivos”. Respecto al consumo de sustancias, el festival es claro: antes el consumo responsable que la prohibición. Por eso han trabajado varios años de la mano de Échele Cabeza, que pone su stand de recuperación y de análisis de sustancias a disposición de los asistentes.

La decimonovena versión estaba llegando a su fin. Teníamos las montañas en frente, iluminadas por los primeros rayos de luz y el frío del amanecer no surtía efecto en los cuerpos, que aún seguían de pie. Los que no, se recostaban a relajarse en el pasto, abrazándose a su pareja o prendiéndose un porrito mañanero, y los más activos bailaban al mejor estilo gabber las últimas canciones hardcore, orquestadas por Sonicore y Razorbeat.

Así se despedía otro Radikal, un festival que llevaba nueve años resistiendo, con el pie de lucha bien puesto. “Una de las cosas más grandes de este festival es que es el único que ha aguantado y ha seguido, porque todas las escenas tienen sus momentos”, reflexiona Sónico. “El Radikal no es de trends, y yo que me muevo en todos los parches siempre he dicho que prefiero mil chinos dándose en la cabeza contra los parlantes porque de verdad aman la música, a gente socializando y haciendo brindis mientras uno toca”.

La resistencia y el aguante tienen un hilo común que se ha mantenido todos estos años y que los quema a todos por dentro: el amor a la música. Y con el tiempo, el mismo festival les ha enseñado muchas cosas claves, y una de ellas es que no hay que vivir de esto, sino vivir para esto.

Sin más que decir, nos vemos en octubre.

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