Acabas de comer, estás en el trabajo y te entra aquella ñoña que no te puedes quitar encima. Te echarías una siesta pero quizás te convertirías en un meme andante cuando todos tus compañeros de curro emitieran tus ronquidos en streaming. Decides tomarte un café. Haces bien. Pero aun con el chute de cafeína tus ojos se van pegando poco a poco sin importar que el brillo de tu pantalla del ordenador esté al máximo.
Es entonces cuando estarías dispuesto a pagar lo que fuera por un lugar en el que dormir. Te imaginas hecho un ovillo en un nicho calentito, pensando que es lo mejor que te ha pasado en tu vida. Pues bien, esto existe, se llama Napbox (porque se trata de cajas de madera con una cama confortable dentro en las que echar siestas) y el otro día me acerqué hasta uno de los barrios de la zona alta de Barcelona para probarlo.
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Quedé con Bartolomé Ferreira, quien me recogió en su coche y condujo casi una hora, frenando en todos los radares, hasta llegar a la fábrica en la que se elaboran. Durante el trayecto me expuso las mil maravillas sobre estas cajas. Entre otras cosas me dijo que dentro de poco habrá seis en Madrid Barajas y que la que iba a probar aquel día sería para que una gran compañía de tecnología la tuviera en sus oficinas. También me habló de salas para otros fines, pero yo, no sé vosotras, me interesé mucho más en las que sirven para respetar una de las costumbres más valiosas de nuestro país: la de la siesta.
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Una vez llegado a nuestro punto de destino (me pidieron que no dijese el nombre de la fábrica ni el municipio para evitar el espionaje industrial) nos recibió el dueño del espacio. Solo os diré que en el mismo sitio se fabrican muebles inteligentes de 300 000 euros, que te limpian los zapatos y si me apuras te lavan hasta la ropa. Eso sí, solo 30 personas en el mundo se lo pueden comprar. Pero ese es otro tema.
“La primera vez que ves una Napbox impresiona”, me había avisado Bartolomé. No sé por qué pero yo me la imaginaba más pequeña, más claustrofóbica, como una casita para un liliputiense. Pero no. Cuando la ves llama la atención, más que nada porque por fuera es como una especie de invento de aquellos que salen en El Hormiguero, pero en cambio está plagada de pequeños detalles y gadgets tecnológicos.
En los laterales de la cabina había un par de pantallas. La de la derecha era un display publicitario para vender como espacio y obtener rendimiento. Estaba todo pensado. La luz verde o roja alumbraba el troquel de la madera con el nombre de la marca en función de si estaba libre o no. La pantalla en miniatura de la izquierda servía para poder entrar dentro de la Napbox.
El interior de la Napbox era bastante simple pero práctica a la vez. Tenía una cama, una mesa abatible delante de una pequeña butaca y una pantalla incrustada a los pies del diván. Debajo de la butaca había un pequeño espacio para dejar tus pertenencias. Todo muy aprovechado en un espacio de 2,50 metros de largo, 1,60 de ancho y 2,50 de altura.
Lo primero que hice al entrar fue cotillear todos los botones habidos y por haber del iPad de control de la caja. Regulé la luz, puse música de ambiente y preparé una alarma para no sobarme demasiado. Tampoco era plan que Bartolomé me encontrara con la baba colgando. Igualmente las que están preparadas para el aeropuertos tienen la opción de que te avisen cuando sale la puerta de embarque y cuando ya se abren las puertas. Como pagas después de usarla (9 euros la hora) a través de la app, puedes decidir si te quedas o no sobre la marcha.
Me tumbé en el colchón forrado de polipiel. Era de tacto duro, como los que a mí me gustan, de tamaño ideal para una persona, pero para mi gusto con el cojín demasiado elevado. También es verdad que soy un poco bajita y esto estaría muy guay para alguien más bien alto. La sensación al tumbarte era reconfortante.
En las que estarán de cara al público habrá un rodillo de sábanas que se cambiará delante tuyo a través de un mecanismo automático cada vez que alguien entre en la caja y se limpiará en cada uso, algo tan novedoso que aún no estaba ni instalado. Tampoco tenían a mano las mantas definitivas que sí estarán disponibles en la versión de Barajas, por lo que por el momento me tapé con mi abrigo.
Al cabo de un rato de estar tumbada decidí cerrar la música de ascensor que sonaba y probé de ver un videoclip de Rosalía en YouTube.
Podríamos decir que me estaba echando mi propia fiesta dentro de una caja. También puedes sincronizar la pantalla con tu cuenta de Netflix, HBO o Amazon, pero aquel no era mi objetivo. Al fin y al cabo había entrado para dormir, pero con los dos cafés que me había tomado y la excitación de la novedad resultaba complicado.
Volví a intentarlo y di vueltas como una croqueta hasta que caí como una mosca. Fueron cinco minutos hasta que sonó la alarma, pero parecieron horas. Aquella siesta fue tan necesaria como alentadora. Me hubiese quedado allí acurrucada bastante rato más. La voz que se desprendió de los altavoces pronunció un mensaje muy claro: “Su tiempo se ha agotado. Por favor, no deje basura en Napbox”.
No tenía basura. Solo mis zapatos, mi abrigo y nada más, así que en nada y menos ya estuve fuera. En cuanto cerré la puerta la luz de dentro de la Napbox viró a azul por si alguien más la quería ocupar. Pero en aquella nave solo estaban los trabajadores, el dueño, Bartolomé y yo. Quizás detrás mío entraría alguien más, o no… quién sabe. Tampoco nunca habría imaginado que alguien se dedicara a hacer cajas para dormir, o para echar un polvo rápido en un aeropuerto.
La utilices como la utilices siempre será una buena solución si te pillas un vuelo a las 5 de la madrugada y tienes el dilema de ir de empalme después de salir de fiesta o reservar una noche más de hotel por si la noche no acaba como esperabas. Te hechas una siestecilla de una hora y pillas el vuelo. Eso sí, tenerla aquí en la oficina y gratis sería todo un lujo, o una auténtica invitación a la explotación, depende de cómo lo mires.
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