Reseñas de libros

El enfermo de Abisinia

Orlando Mejía Rivera
Bruguera

Un lector es un chismoso. Alguien que se emociona con los personajes y con los autores de sus historias, y que en el mejor de los casos quiere saber más sobre ambos. El chisme motiva a seguir la lectura; el chisme motiva a escribir ensayos, a hacer biografías. A veces, porque todo vale, claro, un lector escribe también una ficción sobre un autor para otros chismosos. Y entonces el chisme, esos rumores y esas habladurías que uno ya conoce en forma de biografía, juega un papel importante en la historia, a la que uno asiste con el disfrute de quien ya sabe lo que va a pasar y quiénes y cómo son los personajes, como cuando se recuerda con los amigos una anécdota que se compartió hace años.

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Parece una redundancia presentar este libro como una obra para chismosos, pero me parece que es eso: una novela donde se cruzan los puntos de vista de algunos viejos y conocidos personajes alrededor de uno de ellos, tal vez el más conocido pero también el menos viejo ―y uno de los poetas más jóvenes de la historia―. Principalmente, hablan cuatro personajes: Edmond Lepelletier, crítico y odiador de Rimbaud; el propio Rimbaud, a quien no voy a presentar porque qué falta hace; Verlaine, a quien tampoco habría que presentar pero que para efectos del lugar común y de la novela voy a nombrar como poeta y amante del autor de Una temporada en el infierno, y el doctor Nikos Sotiro, amigo y médico de Rimbaud durante sus días en África y el único personaje ficticio de la camada. Hay además una intervención menor de Ernest Delahaye, amigo del colegio de Rimbaud, y del director del periódico donde Lepelletier publica su crónica. Si uno quiere, se trata de una novela epistolar: cada personaje escribe una carta ―la crónica de Lepelletier es más una carta a sus lectores que una crónica― en la que, cómo no, Rimbaud es el tema principal.

Supongo que cuando un chismoso lee una historia de ficción con personajes familiares quiere ver, además de lo que ya sabe, cómo el autor juega con las piezas conocidas para crear una nueva versión de la historia. En el caso de Rimbaud, en la esquina de los elementos conocidos está la consabida relación con Verlaine, sí, pero también ―y sobre todo― la renuncia a la poesía. En la otra esquina puede haber cualquier cosa: el motivo de su muerte ―Mejía Rivera es médico―, por ejemplo, o la gran laguna que existe sobre su vida en África. En El enfermo de Abisinia la mezcla resulta en una novela que, sin alejarse mucho de la historia oficial, cumple la tarea. O dicho de otro modo, haciendo un juego muy fácil: leer El enfermo de Abisinia no es pasar ninguna temporada en el infierno, pero las cartas que lo componen tampoco son iluminaciones. Ya lo sé; que me perdonen los rimbaudianos.

La cabeza de mi padre

Kalman Barsy
Pre-Textos

Lo primero que se lee en La cabeza de mi padre es que “La emigración y el exilio son el naufragio del alma: un catastrófico hundimiento al que solo una parte del ser sobrevive”. En el breve prólogo se anuncia lo que viene en la historia a continuación: Attila tiene el don de la palabra y pronto aprende a hablar español. Su hermano mayor, Laci, es un tipo con suerte al que todo parece salirle bien en la vida. Su papá es un inventor sin patentes que se niega a hacer un prototipo de su último invento y se la pasa suspirando por la comida de la infancia; su mamá se afana por complacer a su esposo y tiene facilidad para hacer amistades sin importar la barrera del idioma.

La emigración y el exilio: los Benedek fueron forzados a huir de Hungría durante la Segunda Guerra Mundial. Pasaron un tiempo en Austria antes de llegar a Argentina. Tener que salir del país es doloroso: dejar por la fuerza un lugar que no se quiere dejar hace que uno no se vaya del todo y dificulta adaptarse al nuevo entorno. Del choque entre los dos mundos ―el húngaro y el argentino― salen las anécdotas que se narran en cada uno de los trece capítulos: cómo, por ejemplo, a Attila le molesta que lo tomen por gitano, cómo no dominar el idioma lleva a que se malinterprete la ayuda que el padre busca para sacar adelante su invento.

Cada capítulo funciona como un relato independiente, pero ningún elemento está suelto: la bicicleta que aparece aquí resurge allá, la estola de piel que está en el foco en este capítulo reaparece casi de soslayo en aquel otro, lo mismo que la moneda, que una frase dicha por el padre, que alguna foto… También se mencionan algunos personajes de la historia argentina, y su mención no es gratuita: cuando no juegan un papel central en una anécdota, como Evita, aparecen para dar color a una descripción como esta: “En este pueblo había la manía de cambiarle las nacionalidades a la gente: al flaco Galib le decían turco y era libanés; a Groszinski le decían ruso, cuando era judío de Polonia. Pero a uno que cantaba tangos por la radio, bien argentino, le decían polaco: el polaco Goyeneche”.

Las observaciones de Barsy siempre dan en el blanco. Cuando se habla de los argentinos, por ejemplo, el autor demuestra no solo su buen ojo sino también su sentido del humor: “Su hermano mayor habla mal castellano pero ya es hincha de Boca, parece argentino”; “No quiso hablar más en húngaro; tomaba mate a todas horas y se dejó crecer un grueso bigote con las puntas hacia abajo. En muy poco tiempo se había transustanciado en el arquetipo de un argentino de los setenta…”. Pero la novela no se agota ahí: habla de los argentinos y es sobre la emigración y el exilio, pero también sobre la familia. Sobre las relaciones. Sobre crecer y hacerse viejos. Y siempre, toda ella, da en el blanco.