Dejé de quejarme por internet para ir a un campo de refugiados

Sara Montesinos pintando el cartel de bienvenida a EKO, la comunidad que han creado para los refugiados. Todas las imágenes vía Twitter

Quejarse es gratis, sin embargo arremangarse y solucionar los problemas in situ ya cuesta un poco más. En un mundo en el que sobran las críticas destructivas y escasean los remedios aún queda gente que intenta construir un universo mejor para que podamos vivir en paz.

Cuántas veces hemos pensado: “si tuviera tiempo lucharía contra las injusticias”, o “ya tengo demasiados problemas como para solucionar los de los demás”. Alabamos a los que son unos héroes, pero a la hora de la verdad escondemos la cabeza bajo el ala y nos limitamos a señalar a los que lo hacen mal.

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Sara con uno de los niños de EKO

En otra vida me gustaría ser como Sara Montesinos, poder dedicar mi existencia al bienestar de los demás. Ella lo dejó todo para comenzar otro combate: el de vivir día a día y codo a codo con los refugiados de Grecia. Aunque no abandonó su activismo en Twitter, el dolor, la rabia y la impotencia de seguir la situación por las redes y la televisión le llevó a tomar la decisión de marchar hacia Lesbos.

Un compañero de su facultad le había dicho que hacían falta más manos que dinero, así que emprendió un viaje que sin duda le cambiaría su vida pero también la de muchos otros seres humanos a los que ha ayudado junto con sus compañeras de lucha. Ahora ha dejado de quejarse solo por internet para ir a trabajar a un campo de refugiados.

Ahora todo es un negocio más para decenas de organizaciones que continúan reproduciendo este sistema fronterizo que mata personas día tras día

“Jamás había estado en un campo de refugiados ni tampoco trabajando en situaciones de emergencia humanitaria”, explica a VICE. Llegué a Grecia en enero, concretamente a Lesbos. En marzo nos trasladamos a Idomeni, donde estuvimos hasta junio en el campo de Eko” –un campo que ellos mismos habilitaron pero que fue cerrado en junio sin previo aviso por la policía griega–.

“Tras el desalojo, seguimos a nuestras familias y amigos refugiados en busca de cobijo hasta Vasilika, en los alrededores de Tesalónica”. Es allí donde han creado la nueva comunidad EKO, una iniciativa que tiene por finalidad aportar vida y dignidad a las personas que se encuentran atrapadas esperando para cruzar la frontera.

La clave para mejorar las condiciones de vida en el campo pasa por involucrar a los refugiados en todos los proyectos. La tarea de Sara y de otros voluntarios es intentar crear un espacio para que los niños puedan jugar, donde las mujeres y hombres puedan aprender y enseñar, o simplemente las familias se puedan relajar tranquilamente.

Antes de marchar a Lesbos Sara trabajaba en un departamento de comunicación. Su primera toma de contacto en Grecia fue dura, ella misma explica lo que le pasó por la cabeza en aquellos momentos: “Cuando vi la situación en la que llegaba toda aquella gente a la playa pensé en cómo de desesperadas deberían estar para subirse a esas barcas”.

Dice que la situación desde entonces ha cambiado y ha ido de mal en peor: “Ahora todo es un negocio más para decenas de organizaciones que continúan reproduciendo este sistema fronterizo que mata personas día tras día. Además a fecha de hoy los refugiados ya no tienen tanta presencia en los medios, se les ha olvidado más rápido de lo que nunca imaginamos”.

“Ahora mismo, y no muy lejos de aquí, unas 60.000 personas malviven en campos que son antiguas granjas y naves industriales. No tienen información, ni esperanza, ni tampoco la atención médica, psicológica y alimentaria adecuadas. La desesperación provoca intentos de suicidio diarios, huidas ilegales y depresiones imposibles de gestionar”, denuncia Sara.

Cuando le pregunto a quién beneficia esta situación me dice literalmente que “a todos los estados que han construido los muros de esta Europa que conocemos, a la industria armamentística, a los actores de la guerra de Siria, Irak y Afganistán y también a las grandes ONGs, que están recibiendo donaciones privadas y públicas a montones mientras en los campos, los refugiados les siguen echando a gritos”.

“Pero no solo eso, prosigue Sara, como publicó The Guardian el pasado 29 de agosto, Naciones Unidas, de la cual emana Acnur, sigue subvencionando al gobierno sirio por un supuesto programa de ayuda humanitaria directamente vinculado a la mujer de Al-Assad”. Cuando te explican el panorama te das cuenta de que la situación es realmente jodida.

Según dice, “la presión y la denuncia son necesarias para quebrar los muros y las políticas fronterizas que los construyen”. Explica que “no hace falta material, ni envíos de voluntariado. Hace falta presión. Es necesario crear grupos de apoyo y estar preparados para cuando lleguen. Hace falta amor, solidaridad, empatía y mucho cariño”.

La vida allí no es nada cómoda. Tienen alquilada una habitación entre varios voluntarios, pero la mayor parte del día se la pasan en el campo: “En algunos momentos he necesitado volver a mi casa. Las condiciones allí son tan duras que el 22 de abril volví. Después de una semana en casa decidí regresar a Grecia”. Relata que se le hace más duro vivirlo desde fuera que desde el campo: “Es asfixiante ver el silencio mediático que hay”.

Harta de ver que aquí nadie movía un dedo reanudó el viaje. Con todos sus ahorros en mano se fue otra vez a reencontrarse con sus compañeros, que habían alquilado un terreno al lado del campo de refugiados para establecer un espacio de día y de recreo. Querían construir un nuevo EKO.

Sara recuerda afectada la noche en que 400 antidisturbios encapuchados y armados les echaron a ellos y a los críos que allí había del anterior espacio que habían habilitado. El gobierno griego quería fichar a todos los recién llegados e instalarlos en campos militares y por ello inició la operación.


Mira nuestro documental ‘Idomeni, sin refugio’ sobre la vida de los refugiados en el campo de Idomeni:


“Soy incapaz de entender por qué actuaron así, ya se sabía que la gente estaba tan hecha polvo que no se opondría al desalojo y no habría violencia. Aquella noche me detuvieron a mí y también a mis compañeros. Para ellos suponíamos un estorbo, cuando en realidad habíamos dejado nuestras vidas anteriores para ayudar en esta situación que nos afecta a todos”. Aquellos no fueron los únicos voluntarios españoles detenidos, en abril arrestaron a cuatro personas de entre 20 y 30 años cuando salían de una de las actividades infantiles que organizaban en EKO. Al día siguiente les dejaron en libertad.

“Si en los campos oficiales se nos ha prohibido la entrada es porque nadie quiere que la gente sepa las condiciones en las que vive la gente allí. No hay ningún médico, les dan comida podrida, y están en unas condiciones deplorables”. Tanto ella como sus compañeros explican a los medios lo que han presenciado durante su estancia:

“Hay vídeos y fotos de cómo la policía ataba con bridas a los refugiados, miembros de Proactiva han visto cómo se pinchaban barcas para que los refugiados muriesen ahogados y así el coste fuese menor, han visto al ejército griego maltratando a personas y dándoles palazos… gracias a las nuevas tecnologías lo hemos podido grabar y está en internet”.

Ahora Sara lucha a nivel físico pero también virtual. Su incansable batalla es ahora para intentar cambiar la situación y conseguir movilizar a la gente para que se haga algo al respecto.

“Los gobiernos deberían abrir las fronteras, dejar que la competencia sobre asilo pueda ser municipal, estudiar las vías que ha utilizado Canadá para abordar la bienvenida. Hay muchas posibilidades, solo un problema, la voluntad política inexistente”. Sin embargo parece ser que esta posibilidad no existe. De las casi 16.000 personas que España se comprometió a traer hace casi un año han llegado poco más de 50 personas. Aun así el país se gastó en 2015 22.000 euros construyendo vallas para cerrar las fronteras.

Esta situación solo lleva hacia el odio. Se está creando una generación de odio. Hay muchos niños creciendo entre rechazo y la miseria. ¿Y qué hacemos nosotros? Mirar hacia otro lado

“El sueño americano es ahora el sueño europeo”, explica Sara ante la pregunta de por qué tienen los refugiados la concepción que en Europa tendrán todas las facilidades para vivir bien. “Se tarda 10 segundos en escribir el nombre de sus ciudades de origen en Google y darse cuenta de por qué huyen”. Tras cinco años de guerra la situación en Siria sigue siendo dramática y no hay visos de solución. Es por ello que los que pueden intentan escapar en busca de prosperidad.

El 46 por ciento de las personas estancadas en Grecia son menores de edad, una cifra que provoca escalofríos. Para los que están allí no son solo cifras: les conocen, les quieren y les han visto sufrir de muy cerca. Les han visto aprender a caminar, dejar el campo para cruzar las montañas en busca de suerte, han estado allí cuando querían rendirse y les han ayudado a levantarse. Son el motivo por el que luchan, quieren verles sonreír, buscan rehacer la destroza que ha provocado el odio y el poder en sus vidas.

“Ahora mismo lo que más urge es llevar a cabo el programa de relocalización y acogida de refugiados en los estados miembros. Las depresiones van en aumento y también los suicidios”, declara Sara. Con la llegada del frío los problemas de precariedad en los campos se verán agravados y el confinamiento de toda esta gente en campos no es la solución.

“Esta situación solo lleva hacia el odio. Se está creando una generación de odio. Hay muchos niños creciendo entre rechazo y la miseria. ¿Y qué hacemos nosotros? Mirar hacia otro lado. A nosotros, los voluntarios nos hierve la sangre. Muchos hemos perdido la fe en absolutamente todo, hemos conocido de cerca el mecanismo genocida mundial, el silencio y el sistema que lo permite y lo mantiene”.

“Preferiría morir en casa con los bombardeos que morir aquí”, decía un refugiado ante las cámaras de VICE NEWS. La guerra destruyó su casa y se jugó su vida en el mar para llegar a salvo a un campo de miedo y miseria. Los niños recluidos allí ya no dibujan casas y árboles.

Reflejan lo que han visto y lo que han vivido: tanques, bombas y muertos. Voluntarias como Sara hacen más llevadera la vida de las personas que malviven cerca de la costa de Grecia y que han visto el horror de la barbarie humana en sus propios ojos. Les enseñan canciones, les construyen toboganes para que jueguen y les prestan colores para que pinten así un futuro mejor.