Gravedad. Un principio físico que se define a través de un concepto fantástico: la atracción. Seductora, la gravedad nos ha invitado siempre a desafiarla; un acto de tremenda alevosía, ¿o no es ella la única que nos mantiene con los pies firmes sobre la tierra? Aceleración. Peso. Velocidad.
Arriba, solo las nubes. Abajo, la ciudad. En medio, como un purgatorio, está el camino, una pista que se ha convertido en libertad, una vía sin peajes para escapar de una realidad de mierda. El camino es el que narra la historia. Un trecho curvilíneo y empinado al final del cual terminas sonriendo, agitado y eufórico, o convertido en una crucecita blanca empotrada en el asfalto, al margen de la curva, adornada con flores de colores.
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El vehículo que permite la travesía, que dispensa las sensaciones, que facilita la transacción entre vida y muerte, se llama cicla, la gravitosa, Ana Sofía, la niña, la consentida.
Agallas-montaña-gravedad-camino-bicicleta-piloto, ese es el engranaje y el andamiaje necesario para el gravity, un deporte de alto riesgo que se practica en bicicletas modificadas impulsadas solo por la gravedad. Sin pedales o cadena, quienes practican esta disciplina dependen de colinas empinadas y de la fuerza de la gravedad para alcanzar velocidades impresionantes.
La cosa arrancó hace 30 años, según me cuenta el australiano Brett Phillips, practicante del deporte y dueño de GravityBike HQ, una compañía que vende las bicicletas en el mundo. Fueron los californianos en Estados Unidos, en especial en San Diego, quienes comenzaron a lanzarse por colinas empinadas en bicicletas tradicionales de BMX, las cuales modificaban, haciéndolas más bajas y largas con propósitos aerodinámicos y agregándoles peso para lograr velocidades que llegan a superar los 130 km/h.
Desde entonces, el gravity parece amañarse en cuanta montaña empinada haya por ahí: la loma del zoológico de Portland, Oregon; la colina Senthul, en Java, Indonesia; Snake Gully, en Adelaide, Australia, o el Alto de las Palmas, en Medellín, Colombia.
Claro que en Medellín se hacía gravity antes, incluso, de llamarse gravity. Es una práctica que los paisas, velocistas natos, han realizado por décadas y sin distingo de clase: descolgar por las lomas de su ciudad en bicicleta.
“Mi papá descolgaba por acá, él tiene meras cicatrices de caerse por aquí. Por esta vía viene mucha gente hace mucho tiempo; había incluso personas que se descolgaban en patines”, me dijo Stan, un chico de 16 años, con la piel llena de “limadas” (raspadas), producto de permanentes descolgadas por las vías cercanas a su barrio, Robledo, en el noroccidente de Medellín.
En Robledo hay múltiples contrastes: hay violencia, paramilitarismo, pillos, policías, vistas fascinantes, paisajes poderosos y vírgenes que cuidan entre lágrimas una carretera de dos carriles usada por tractomulas, buses y volquetas que, como una especie de gigantes paquidermos, se andan con cuidado para no pisar a los pelados temerarios que en bicicletas y motos juegan entre carros de varios ejes una ruleta rusa veloz, excitante y divertida.
Es aquí, en Robledo, donde se encuentra uno de los parches de chicos que más activamente practican el gravity en la ciudad. Cuchos, como ellos se refieren a sí mismos, que, entre los 13 y los 27 años, ya hablan como si hubieran vivido varias vidas; un grupo de pelados que ha encontrado en el parcero del lado no solo al amigo contra el que se compite por bajar más duro la loma, sino a un familiar con el que se comparte marihuana, chorizo, arepa, leche, panela, vida, experiencia, miedos, azares y azotes.
“¿Que qué es el azote? Ay, mijo, eso para mí no tiene definición, güevón”, me dice Andrew, un chico de 24 años, un especialista en crear y ensamblar bicicletas, y para quien las llantas y los frenos lo son todo en el gravity.
Azote es bajar a toda velocidad una loma, acompañado de amigos para medirse y ver quién baja más rápido. Y “sentir mucha felicidad montando cicla”, asegura Frutiño, un zarco al que le gusta coleccionar gorras de los Looney Toons. “Es una sensación inexplicable cuando el otro va adelante y usted le corta viento a él, se lo pasa y se le vuelve a pegar y es ahí donde se da, así variadito, dándose guaza, durísmo, bajando con la gravedad. ¿Sabe qué?, una chimba”.
“Un azote, para nosotros los descolguistas de Robledo, es darnos un poquitico de talla, un zarandazo entre varios compañeros en competencia, estilo moto GP, porque son ciclas bajitas, el azote en sí consiste en el que más baje y tenga agilidad con su cicla”. La frase es de Johan Sebastián Guevara, entrevistado por Muto, un videógrafo paisa, que hace pocos meses puso a rodar por YouTube un pequeño documental llamado El azote noroccidente. Sebastián murió al poco tiempo de la entrevista; no en medio de la pista y junto a su bicicleta, sino ejecutado por una mano violenta.
Un grupo armado persigue a los pelados de Robledo en carros. Solo nombrar a los paramilitares les baja las turras: esa mano invisible que controla su territorio, que los acusa de robar los camiones de los que se cuelgan para subir a las colinas desde las que se descuelgan. Esa mano que aparece, agrede y silencia.
“Uno está por ahí y llegan los del Twingo. Nos tiran el carro y nos hacen soltar cuando vamos pegados de los buses. Los que manejan ese carro son unos duritos de por ahí que llegan es a atarvaniarnos. Andamos paniquiados”, dice Piolín, de 16 años.
Robledo, su comunidad y pista, ha sido durante más de una década epicentro de una movida violenta protagonizada por grupos paramilitares, que tuvieron su origen en los desaparecidos bloques Metro y Cacique Nutibara que ejercieron gran influencia en esta zona de la Comuna 7, ahora bajo el control de La Oficina. Aquí la guerra entre las mismas bandas, la guerrilla y la policía nunca ha permitido que la muerte deje de aparecerse en la localidad. Según el Informe sobre la situación de los derechos humanos en la ciudad de Medellín 2013, realizado por la personería de la ciudad, “Las comunas más afectadas por la violencia siguen siendo la 10, 13 y la 7”. Según Medellín Cómo Vamos, “la violencia se redujo en toda la capital antioqueña durante 2013, menos en comunas como la 10 y la 7 (Robledo), donde aumentó 0,5%”.
Es ahí, en medio de la violencia, la falta de oportunidad y la marginalidad que han crecido estos pelados, para quienes la bicicleta y el azote se han convertido en un medio para entretener el destino negro que los persigue carretera abajo. Sebastián Guevara, a quien los descolguistas de Robledo recuerdan como un parcero y piloto elegante, no fue suficientemente rápido para esquivar las siete balas con las que los paras le hicieron saldar una deuda.
A comienzos de 2015, recibo en mi bandeja de entrada el link para ver el documental El azote noroccidente. Me sorprende ver la velocidad a la que bajan los chicos, escucharlos hablar de sus caídas, de las muertes que han presenciado. Me intriga el mero hecho de verlos subir enganchados a los buses, a esos “turbitos”, como los descolguetas los llaman. Así que viajo a Medellín para entender en qué están; a ponerme en sus zapatos, a montarme en una de sus bicis.
Dos semanas después me encuentro con el parche de Robledo rumbo a la cima. Yo voy sentado en una de esas “turbito” y, desde la ventana, los veo enganchados con accesorios improvisados al camión que va adelante: un pedazo de varilla, un cordel y un palo les sirven de agarradera. Esos mismos objetos son una escalera directa al cielo: basta con una curva mal tomada, y saldrán disparados hacia la otra calzada. Mientras los veo por el vidrio panorámico, se me antoja rezar en silencio, un poquito, para que, a la próxima curva cerrada, ninguno de los pelaos con los que hablaba hace cinco minutos termine debajo del bus en el que voy sentado.
Ya en la cima, después de un rato de inhalar involuntariamente el humo de los porros que prenden y apagan sin cesar, sucede algo, lo único que les hace perder los bríos a los chicos que descuelgan en esta vía de Robledo: llueve.
Un descenso con el asfalto mojado es incluso peligroso para estos chicos temerarios; y sin embargo, sucede.
Hay descuelgue. Hay azote.
Sin anunciar la partida, El Niche, Mopri y su polla, una niña que va de parrillera, Frutiño, Chococrispi, Titi, El Loco y Naranjo toman la carretera y dejan que sus bicicletas rueden montaña abajo. El Niche ladea su bici articulada y maneja poniendo en paralelo la rueda delantera con la trasera.
Bajando, detrás de ellos, arriándolos, viene un grupo de carros pesados que les pita reclamándole la vía a esta corte de pelados que comienza un descenso de varios kilómetros hasta San Cristóbal, un corregimiento que queda en la base de la montaña de la que descuelgan.
El peso en la bicicleta de Frutiño lo hace descender melo (sabroso); Titi y El Loco, que se habían quedado atrás, se acuestan en sus gravitosas, punta de pies en los conos traseros, rodillas hacia delante y la cabeza escondida entre el manubrio, cortan viento, succionan y rebasan a algunos de los chicos que habían partido primero, no sin antes gritar, “¡Izquierda!, ¡izquierda!, ¡izquierda!”, para notificarles a los que van adelante que van desmierdados por el flanco.
“A uno con estos maricos se le mete en la cabeza desafiar la gravedad y no tocar los frenos. En todo caso si uno frena se le pasan y ya los vuelve a ver, pero por allá lejos”, me había dicho Frutiño antes de partir. Las bicicletas de estos chicos tienen frenos, pero la gracia en un deporte de velocidad que no usa motor es evitar tocarlos.
Los pelaos en este azote van clavados, bajando duro. La mayoría son pilotos experimentados, así que el riesgo es menor. “Cuando bajan muchas muertes es peligroso”, me dijo Stan antes del descenso, refiriéndose a los pilotos inexpertos.
La velocidad aumenta y el riesgo de limarse contra el pavimento aumenta. El Loco toma una curva bien agachado y la dirección le tiembla. Enfrente está la curva del muro, un giro cerrado que se ha convertido en el filtro entre expertos y novatos. Una curva custodiada por una pared gris que guarda fragmentos de piel y sangre de las muchas caídas de las que ha sido testigo y artífice.
“Pero caer y levantarse no es caerse, usted le coge amor a esto. Uno dice, me caí, pero eso son cosas que pasan, nosotros sabemos que cuando salimos de la casa estamos arriesgados a llegar limaos, en un cajón o satisfechos del azote”, dice Chococrispi, un chico de mente rápida que se las arregla para “organizar su tiempo” entre el colegio y la práctica del gravity.
Algunos me han dicho que ven la muerte. “Es que a veces uno baja muy duro, muy explotado de por allá arriba”, recalca El Titi, uno de los pilotos más calidosos de la zona, que descuelga hoy en una bicicleta cross modificada. Y es que aunque pareciera que la parca es la parrillera de estos gravitosos, que la inminencia de la muerte en la pista es casi una regla, no sufren tantos accidentes.
En 2014, Medellín registró 11 muertes de personas que montaban bicicleta, dos menos que en 2013, según me cuenta un delegado de la Secretaría de Movilidad de la ciudad. Incidentes que no necesariamente fueron todos de gravity bikes (la Secretaría no tiene un discriminado exacto de muertes de practicantes de este deporte).
La velocidad aumenta, los frenos no se tocan, el asfalto está mojado, los pilotos están turros, pero son diestros. Algunos chicos dentro de la corte que descuelga se toman la calzada contraria y los conductores que ya los reconocen les pitan para saludarlos, mientras que otros, que no los advierten, les mientan un rosario de madrazos. Último tramo del descuelgue, allí se miden bicicletas y conductores. La cabezas más gachas metidas entre el manubrio para lograr el último empujón de la gravedad. Al final una subida al lado del camino les sirve de meta y les permite desacelerar sus bólidos de dos ruedas.
El azote termina. La cara sonriente, los porros se encienden.
En Medellín hay tres zonas específicas en las que se practica el gravity. Robledo, por donde se mueven Choco, Stan y El Loco; Santa Elena, al oriente de Medellín, y la favorita de todos, Las Palmas, que es la vía que conecta el aeropuerto internacional con la ciudad.
Con siete kilómetros de descolgada entre el Alto de las Palmas y el mirador del Poblado, en donde se pueden alcanzar velocidades que rozan los 145 km/h, jóvenes con medios distintos a los del parche de Robledo fabrican sus bicicletas con otros elementos que les aseguran mayor velocidad y seguridad. Estabilizadores de dirección, pesas de plomo en lugar de ladrillos, rines de motocicleta, además de un gear completo de protección para el piloto y una vía en buen estado, les permiten rodar de una manera más controlada.
“Es mera adrenalina. Esto se siente distinto de los deportes de motor porque en esos vos cogés una curva y te toca frenar, sin embargo, tienes la certeza de que acelerás y cogés la misma velocidad. En este deporte, en cambio, nos movemos con la gravedad, no con pedales, entonces nos toca desbocarnos en las curvas y tratar de no frenar para mantener la mayor velocidad posible”, me dice Gerson Isaza, un chico de 18 años que practica el deporte en Las Palmas desde hace cuatro y quien me cuenta que esto no es nuevo, que la fabricación empírica de gravitosas existe en Medellín desde hace más de 20 años.
El grupo que practicaba en Las Palmas era numeroso, pero después de que en 2012 uno de los deportistas murió montando, las autoridades consideraron el deporte una práctica suicida y la prohibieron; la policía comenzó a inmovilizar las bicicletas y multar a la gente que se descolgaba; debido a estas circunstancias, el periódico El Colombiano canceló la única válida organizada de gravity bikes que ocurría en Medellín cada 4 de noviembre. Desde entonces, la fuerza de esta práctica se ha ido desvaneciendo y, según Gerson, mientras antes había hasta 500 personas, “hoy en Palmas solo existen unos 70 deportistas activos”.
Ilegal, así es y continuará siendo la práctica del gravity hasta que el Instituto de Recreación y Deporte de Medellín (Inder) no lo avale como un deporte seguro.
“La actividad del gravity fue totalmente prohibida por la Secretaría de Movilidad porque quienes la practican infringen varias normas de tránsito, además de no respetar los límites de velocidad, poniendo en peligro no solo su vida, sino la de los demás actores viales”, dice Luis Guillermo Mejía, líder del programa de la Secretaría de Seguridad Vial y Control.
Siendo ilegal, el gravity es una práctica que ha entrado en constante contacto y pugna con la autoridad. La relación con la policía es complicada en cualquiera de las “pistas” de la ciudad. En Las Palmas los uniformados inmovilizan las bicicletas y ponen comparendos. En Robledo, en medio de una comunidad más vulnerable y complicada, hay inmovilizaciones, llantas pinchadas a cuchilladas y, en ocasiones, abuso de autoridad, según relatan algunos de los pelaos que ruedan en la zona.
Pelados para quien la vida ocurre en el camino, montados en una bicicleta, con amigos desafiando la ley, la muerte, la gravedad. Gravitosos para quien la bicicleta es la única amiga: “Esa es la bebé de nosotros, esa es la polla (chica)”, como dice El Niche. “El gravity sirve mucho, salga en la cicla y olvídese de los problemas; salga a descolgar y la angustia se termina. Eso sí, apenas vuelva a su casa, ahí estarán de nuevo los problemas, esperándolo”.